Dos de la tarde. Día lluvioso. Muy. El agua dio unos minutos de tregua. Por eso, aproveché para salir rajando del trabajo y caminar hasta Plaza Constitución. No tenía paraguas. Tampoco plata para pagar un taxi. Esquina de Montes de Oca y Caseros. Cambió el semáforo. Detrás mío, mientras esperaba la luz verde, una pareja jugueteaba con palabras de amor. Parecían novios. Tal vez eran compañeros de trabajo. O viejos amigos. Ahora que me pongo a pensar, su historia no debía ser tan sencilla. No pude evitar escuchar el diálogo.
-¿Qué vas a hacer a la tarde? -pregunta el hombre, con barba de una semana y un traje azul un poco desarreglado por la insoportable humedad.
-Voy a dormir la siesta -responde ella, sin dudar, haciendo gala de una seguridad envidiable, propia de una chica muy bonita. Y vaya si era bonita. Digamos que era hermosa. De hecho, presté atención a la situación porque fue ella quien atrajo mi mirada --y la del resto de los compañeros ocasionales de esquina-- mientras consumía el tiempo viendo cómo pasaba humeando un colectivo de la línea 133.
-Entonces... ¿En tu casa o en mi casa? -replica él, rápido para el convite.
-No, no, no... Me parece que estás equivocado -contraataca la señorita--. Vos no podés dormir conmigo. No corresponde.
-Ahhh. ¡Mirá vos! Ahora me doy cuenta de que mi gran problema en la vida es que sufro de siesta no correspondida...
Cambió el semáforo. No tuve otra que empezar a caminar. Traté de no acelerar el paso para escuchar un poco más, para saber cómo terminaría la historia. Nunca lo supe. Ellos no iban para Constitución.
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