20/1/10

Ignífuga (...)

La miro. Con curiosidad, pero tratando de ser discreto, la redescubro. Ella, intuitiva, lo sabe. Más allá del calor y del fuego, su belleza se vuelve inalcanzable. Ya me había olvidado de su condición de ignífuga. La memoria no tiene lugar para los malos recuerdos. Por eso, otra vez, volví a equivocarme.

13/1/10

Ardor (...)

El dolor intrínseco fastidia. Se convierte en una tediosa compañía. Cíclico. El ardor vuelve.

6/1/10

Vecinos (...)

En casa había cosas que estaban tácitamente prohibidas. No eran imperativos explícitos. Pero, por ejemplo, las muecas de disgusto eran evidentes cuando uno, inocentemente, tarareaba la marcha peronista. Sí, adivinaron, eran medio (¿?) gorilas. Lo mismo ocurría, también, con todo aquello que podría catalogarse como popular. Obvio, era una mersada. Y nosotros, gente como la gente, no podíamos caer tan abajo. Así, entre Palitos, Favios y Leodanes, él caía en la volteada "cultural" y era una de las víctimas de la censura hogareña. En casa no podía entrar. Ni como casete ni como LP. Y era mejor cambiar de canal cuando pasaban sus películas. Prejuicios. Malditos y estúpidos prejuicios que pusieron un pesado velo de parcialidad contra nuestro más ilustre vecino.
Por todo eso, durante un tiempo, aquel majestuoso muro de piedras me despertaba un enorme e inexplicable recelo. Sin embargo, con el correr de los años, el enojo mutó en misterio. Y los prejuicios, producto de una rebeldía con causa, fueron a parar al tacho de basura más cercano. Así, libre de ataduras, la bronca se convirtió en respeto. Y, por qué no, en admiración.
Es cierto, el hombre podía encuadrarse como kitsch. Pero ésa es una cuestión de gustos (buenos o malos). Su voz vibraba y hacía vibrar. Sus movimientos enajenados lo emparentaban con el Batman más bizarro, aquél de Adam West. Su pelvis pecadora, endiablada, convertía a las bombachas y corpiños en objetos voladores no identificados. No cualquiera lo consigue...
Era alguien muy cercano porque sus canciones, sin demasiados laberintos literarios, llegaban siempre a destino. A su vez, y sin temor a caer en una paradoja, su vida privada era un misterio mundial. Todo por culpa de ese interminable paredón que escondía secretamente su intimidad.
Así, con la esperanza de alguna vez estrecharle un abrazo, debo confesarles que varias veces toqué el timbre -en realidad, el portero eléctrico- de la Graceland de la calle Beruti. La puerta, pequeña entre la inmensidad de la tapia rocosa, jamás se abrió. Resignado, camino de ida o vuelta a la estación de trenes de Banfield, jugaba a saludarlo, a que me viera a través de la cámara de seguridad. La verdad, no creo que el hombre malgastara su tiempo observando la gente que pasaba por su vereda. Y menos que se detuviera para ver a un gordito con cara de gil... El deseo de cruzarlo saliendo de su casa se repetía cada vez que pasaba por esa mágica cuadra. Y creo que no era el único que tenía ese sueño. Lo mismo corría para la supuesta salida de autos de la calle French. Muchos aseguraban haber visto entrar y salir sus limusinas. O el rumor que aseguraba que la desaparecida y derrumbada clínica Banfield, sobre Acevedo, se convertiría en un museo temático de su vida.
Las fantasías ya no serán realidad. El vecino se mudó.
La calle está desolada.