31/12/15

La vida suelta de Ernesto XXV (...)

Todavía agobiado por su sueño y por su descarga inconclusa, Ernesto salió a tomar un poco de aire. Encontró un cajón de cerveza, sacó dos envases viejos, cubiertos de telaraña y con algo de moho en el fondo de las botellas, lo dio vuelta y se sentó en lo que en algún momento debió haber sido una galería de la casa reconvertida en el taller del Gordo Salvador. Tanteó en los bolsillos superiores de la guayabera que llevaba desabrochada hasta encontrar el atado de Parisiennes. Tomó el último cigarrillo que le quedaba y lo prendió con el encendedor chino que estaba guardado dentro de la caja que acto seguido se convirtió en un bollo de cartón.
La primera pitada, larga y profunda, la retuvo un poco más que de costumbre. Mantuvo los ojos cerrados y el humo confundió un poco más su cabeza confundida. Una vez que soltó la bocanada, intentó dibujar unos aros de humo en el aire. No tuvo la destreza necesaria. Nunca la había tenido. Se lamentó por tu torpeza. Pero no por mucho tiempo. Rápidamente se distrajo con el Peugeot 504 rural del vecino de enfrente del taller. Era idéntico al de uno de sus viejos amigos de la escuela secundaria. El mismo color, las mismas calcomanías. No podía ser el mismo porque Néstor le había dicho que la camioneta, así le decían, había ido derecho al desguace. Enseguida, empezó a recordar todas las aventuras adolescentes vividas sobre ese catamarán con cuatro ruedas y tres filas de asientos. Se perdió en el tiempo. Casi tanto que el cigarrillo casi que se había consumido solo. Casi tanto que ni se había dado cuenta que Lola se había acomodado a su lado, con su diminuta y explosiva humanidad posada elegantemente sobre otro cajón de cervezas vacío.
-¿En qué estás pensando? -interrumpió Lola.
-Ufff. Te vas a aburrir, Lolita. Cosas viejas. Cosas que pasaron cuando vos ni siquiera habías nacido... -disparó Ernesto tratando de ahuyentar a sus propios demonios.
-Dale, contame. A mí me gustan las historias. A mí me gusta escuchar...
-No vale la pena, Lola.
-Entonces quiero que me cuentes cómo es eso que dejaste a tu mujer plantada y toda la secuencia que acaba de contarle el Gordo a mi vieja mientras tomaban mate....
-Tampoco vale la pena, Lola.
-Uy, estás difícil, Ernesto. ¿Te jode si me quedo acá con vos?
-No, para nada. Pero, la verdad, no tengo ganas de hablar. Soy mala compañía.
-Bueno... No hablemos.
Ernesto se sentía incómodo. Por un lado, deseaba tener 20 o 30 años menos y, sin mediar explicación, darle a Lola el mismo beso que le dio a Luciana, su compañera de inglés, mientras se cobijaban de la lluvia debajo del alero de una casa. Por el otro, tenía ganas de pegarse un tiro en el medio de las pelotas por haberse convertido, casi sin darse cuenta, en un viejo de mierda. La vida se lo había llevado puesto. Tanto se lo había llevado puesto la vida que se sorprendió cuando Lola, sin pedir permiso, empezó a armarse un porro.
-¡Mirá la nena! -atinó a decir Ernesto, como para decir algo, mientras Lola terminaba de rolar el generoso cigarro de marihuana que se había armado.
-Epa... También sos policía... Apuesto a que nunca fumaste...
-Mirá, chiquita... No te hagas la pilla que te faltan, por suerte, más de 20 años para alcanzarme. ¿Tu mamá sabe de esto? -le preguntó Ernesto en una prueba más de que se estaba convirtiendo en un viejo de mierda.
-¿Mi mamá? Ja. Mi vieja fuma conmigo. Ella es la que cuida las plantas que tenemos en el fondo de casa. No seas careta y pasame el fuego.
-...
Ernesto obedeció. Todavía azorado, le dio el encendedor. Lola secó un poco el papel que había humedecido con su saliva para terminar de armar el cigarro y lo encendió. Le dio una seca larga y otra corta. Y se lo ofreció a Ernesto.
Ernesto llevaba un montón de tiempo sin fumar un cigarrillo de marihuana. La última vez habia sido con Laura, en uno de los primeros aniversarios de casados, en la terraza del edificio donde vivían. De jóvenes, cuando se juntaban con los amigos de la facultad, el porro era moneda corriente. Pero con el correr del tiempo, se había transformado en algo así como una aventura ocasional.
-¿A ver? ¿Esto es cosecha propia?
-Sí, de la mejor. Mi vieja se hizo traer unas semillas de Bélgica que son una masa...
Ernesto le dio una pitada. Casi tan larga como la que le dio al “Parucho”. Retuvo el suave humo dulce dentro de su boca, lo tragó y al rato lo soltó. Le dio otra pitada. Y otra. Y le devolvió el cigarrillo a Lola.
-Me parece, Ernesto, que fumaste demasiado.
-Me parece, Lola, que ahora la policía sos vos.

Y empezaron a reírse. Sin parar. Entre risas, Ernesto le resumió sin tapujos su vida de mierda a Lola. Entre risas, Lola le dijo que nunca antes había conocido un hombre como él. Falto de reflejos y con movimientos groseros y descoordinados, Ernesto quiso darle un beso. Y se cayó en cámara lenta del cajón de cerveza. Lola se tiró encima de él. Enredados, mientras trataban de incorporarse, Lola le quiso devolver el beso frustrado a Ernesto. Ernesto no se negó. Ahí fue cuando de la nada, al menos para Ernesto y para Lola, apareció Salvador.

23/12/15

La vida suelta de Ernesto XXIV (...)

Se acercaba fin de año y Gesell estaba a punto de ebullir de turistas. También estaba a punto de ebullir Ernesto por culpa de ese sueño que tuvo todas las intenciones de ser reparador y terminó dejándolo totalmente perturbado.

Los delirios oníricos son eso: delirios. Pero siempre tienen una explicación. Al menos eso dicen los psicoanalistas para no cagarse de hambre con el legado de Freud y tener la agenda cargada de pacientes. Así, con el cuerpo colmado de sensación de alivio luego de cumplir con el objetivo de escaparse de una vida de mierda, esa vida que se le escurría acorralado entre un trabajo rutinario e insípido y un matrimonio sin sentido, la mente de Ernesto se relajó. Y el sueño lo enredó entre algunas de las mujeres que habían pasado por su vida en la última semana.

Primero apareció Laura. Pero no era la Laura de ahora, esa que había tomado tanta distancia de Ernesto que parecía una extraña más. Era la Laura de la Facultad. Laurita. La chica refinada que lo cegó. El cuerpo de Laura todavía no se había transformado en un eslabón perdido entre un reptil y una mujer. Aparecía desnuda, pidiendo una tarde sexo sin condicionamientos. Pero sus piernas interminables se habían transformado en tentáculos que lentamente comenzaban a asfixiar a Ernesto y a todos los hombres, todos desconocidos, que desfilaban por su sueño sin pedir permiso.

Ernesto se despertó algo sobresaltado. Todo transpirado. Tardó en ubicarse. Le costó darse cuenta de que estaba en la habitación del Gordo Salvador hasta que vio el inconfundible y destartalado televisor que colgaba de la pared. Se incorporó y miró la hora. Apenas había dormido unos veinte minutos y se sentía más cansado que antes de recostarse. Fue al baño, tomó un poco de agua de la canilla y volvió a la cama. Más allá del temor de que la pesadilla se repitiera, cerró los ojos nuevamente. Y que fuera lo que los dioses de los sueños quisieran...

No tardó demasiado Ernesto en conciliar otra vez el sueño. Por suerte, Laura y sus tentáculos malditos se habían esfumado para dejarle paso a la avasallante Lola. Tenía razón el Gordo Salvador. Ernesto dejaba asomar los colmillos cuando la veía. Los sueños, como los locos y los chicos, no mienten. Lola volvió a aparecer con su bikini diminuta, esa que estaba a dos nudos de dejarse caer para dejar de cubrir su cuerpo pirotécnico. Lola corría por la playa y Ernesto la seguía con la atención de un juez de silla de tenis. Ella lo miraba fijo a los ojos y lo invitaba a que la siguiera al mar. La imagen era tan vívida, tan real, que Ernesto volvió a despertarse. Sobresaltado. Transpirado. Y con una erección que hacía mucho tiempo no tenía.

Volvió a mirar el reloj. Ya eran las seis de la tarde y seguía solo en el taller del Gordo Salvador. Sin poder dormirse nuevamente y todavía excitado por el sueño con Lola, tomó una de las revistas de cómics para adultos decidido a descargarse. Sin embargo, mientras resolvía su apremio sentado en el borde del inodoro, se miró al espejo y se dio cuenta de que el tiempo había causado estragos con su cuerpo. La imagen de un viejo con anteojos de leer masturbándose en un baño lo deprimió a tal punto que no pudo terminar con su tarea. Tiró la revista por ahí y se acostó otra vez en la cama.

Ya sin ganas de dormir y con los ojos llorosos, Ernesto encendió el televisor y se puso a ver un partido de fútbol viejo que miró casi sin prestarle atención. Era un River-Argentinos Juniors de la década del 80. Vio que estaban Francescoli y Borghi, pero mucho no le interesó. El partido quedó de fondo, como un dibujo de naturaleza muerta. Es que Ernesto no podía dejar de pensar en la triste imagen de ese viejo haciéndose la paja. Era él. Era una imagen demoledora. En realidad, era un disparador. Ernesto no podía dejar de pensar si esa vida de mierda que vivía, esa vida de mierda de la que escapó por la puerta trasera, no era mucho más cómoda de vivir que esta aventura sin rumbo ni destino que acababa de empezar a vivir.

22/12/15

La vida suelta de Ernesto XXIII (...)

La habitación en la casa-taller del Gordo Salvador era chiquita. En menos de cuatro metros cuadrados y sobre un frío piso de cemento alisado, además de Ernesto, entraban una vieja cama de resortes de una plaza y media, una bibloteca pequeña que hacía las veces de mesita de luz y un televisor algo destartalado de 14 pulgadas que colgaba a media altura sobre el pie de la cama. No era una pieza de servicio ni un cuarto de huéspedes. Se trataba de la habitación del Gordo Salvador, que apuró la inminente decisión de irse a vivir con Silvina, Lola y Mechi para hacerle lugar a su viejo amigo.

La habitación estaba al final de ese ambiente enorme que funcionaba como taller. Junto a la pieza, casi en suite (es una forma de decir, claro), estaba el pequeño baño, con todo lo necesario para vivir: inodoro, bidet, ducha y lavatorio. La limpieza casi obsesiva del baño, cuya pulcritud parecía extraida de un hotel cinco estrellas, contrastaba con el olor a herramientas oxidadas y a grasa que predominaba en la casa-taller de Salvador.

Ese aroma a galpón, sin embargo, le traía excelentes recuerdos a Ernesto, que a través de su capacidad olfativa viajó mágicamente en el tiempo hasta llegar al viejo taller de su abuelo Ricardo, donde pasó muchas de las mejores tardes de su infancia. Es que Ricardo, el padre de su mamá, lo llevaba dos o tres veces por semana al taller. Es más, casi siempre iba con Salvador, que nunca tenía con quien quedarse por la tarde, tras ir juntos a la escuela, y fue quien heredó toda la sabiduría mecánica del viejo.

A Ernesto, en cambio, no le interesaba demasiado el arte de reparar autos. Sin embargo, allí se encandilaba con las anécdotas de Pérez y de González, los dos eternos empleados de su abuelo. Pérez era alto, muy alto, y se distinguía por su cabellera azabache que gracias a la tintura de la época se mantenía artificialmente inalterable. González, en cambio, era un alfeñique, todo desgarbado. Lo que más le llamaba la atención a Ernesto eran sus manos que decididamente no correspondían con su cuerpo: eran enormes y hasta el meñique parecía tener desarrollada la musculatura. Pérez y González tenían más historias que la biblia. Y el pequeño Ernesto se deslumbraba cuando los escuchaba hablar de minas y de burros mientras invertía litros y litros de agua caliente para cebarles interminables tandas de mates amargos. Con Pérez y González, a escondidas de Ricardo, Ernesto le dio sus primeras pitadas a un cigarrillo. Era un 43/70 de los que González fumaba casi sin parar. Fue, sin dudas, el germen de su adicción por los Parisiennes.

Acostumbrado a la escenografía, a Ernesto no le importó demasiado el desorden ni el chatarrerío. Después de aceptar la propuesta del Gordo y de convertirse en su empleado, al menos hasta conseguir algún otro trabajo, decidió festejar su nueva vida con una siesta. No tardó demasiado en quedarse totalmente dormido. No tardó demasiado en soñar con una nueva vida.

La vida suelta de Ernesto XXII (...)

-A partir de ahora, vos vivís en mi casa y, además, sos mi empleado.
-Pero, Gordo, yo no sé ni cómo se agarra un pinza pico de loro.
-No me importa. Acabo de decidir que a partir de ahora tengo un empleado al que le voy a pagar... A ver... ¿cuánto te puedo pagar? A ver... Ocho lucas, con alojamiento y comida garantizada. ¿Te cierra?
 -Vos estás loco, Gordo. -¿Qué? ¿Querés más? Hasta diez lucas te puedo pagar... ¿Cuánto ganabas allá en esa empresa de mierda en la que trabajabas como un boludo? ¿Querés lo mismo? Yo te lo pago.
-Dejate de joder. Me quedo unos días y veo si consigo trabajo de algo. Ya se viene la temporada y seguro que algo sale –le replicó Ernesto-. Además, por lo que veo, a vos no te sobra nada como para regalarme diez lucas por mes.
-Vos no entendés nada, flacucho. Ya te voy a contar la verdad de la milanesa sobre el Gordo Salvador... Lo único que me falta es ser el intendente de Gesell. Vos ya sabés: acá tenés cama, comida y laburo. No creo que consigas algo mejor, pero si querés, probá. Eso sí. Un consejo. Ojo con Lola. Te vi cómo la mirabas. Es muy chiquita para vos...
-Gordo... Después de lo que pasé con Laura, no quiero saber nada con nadie –se excusó Ernesto-. Antes de volver con una mujer, me hago trolo. Vení, dame un beso, gordo puto...
El Gordo se rió con ganas. No le creyó nada. Ernesto, a ciencia cierta, tampoco se creyó lo que dijo...

La vida suelta de Ernesto XXI (...)

Todo lo que Lola le había anticipado en el encuentro bajo la lluvia tras el rescate de Coco era cierto. Caminaron juntos por el Paseo 132 hasta llegar a la casa del Gordo Salvador, que estaba dos casas antes del bonito chalet en el que vivía Lola, su hermana Mechi y su mamá, Silvina. La casa del Gordo Salvador no era una casa. Al menos, no lucía como una casa normal. En el frente, detrás de un alambrado precario, se acumulaban chatarras oxidadas que sólo dejaban un pequeño camino para la entrada de un garaje sin puerta. Había un cartel, también bastante precario, que decía “TALLER”, acompañado, con letras más chicas, con la leyenda “Arreglo todo lo que me traigan. Desde una máquina de coser hasta un portaaviones. Todo lo que llega sin funcionar se va de acá funcionando”. Ernesto no pudo evitar sonrojarse cuando vio semejante mensaje. Lo que se puede rotular como un optimista de la reparación.
-¿De qué te reís, Ernesto? –preguntó Lola antes de seguir camino.
-Es que no caben dudas de que acá vive Salvador. Otra persona no podría haber escrito semejante cartel... -le respondió Ernesto tratando de frenar una carcajada tras volver a leer la leyenda.
-Vos te reís, pero el hijo de puta, no sé cómo hace, pero arregla todo. Eso sí, todavía no le trajeron un portaaviones. Pero la otra vez arregló un helicóptero que tuvo que aterrizar por acá. Iba un tipo importante…
-¿En serio? Mirá que Salvador es un mentiroso serial... Yo lo conozco bien.
-Puede ser, pero acá no miente. Además, está lleno de plata. Siempre come en lo de algún vecino. Ni en comida gasta. Ya te vas a dar cuenta que yo tampoco miento... Bueno, te dejo solo. Tengo que ir a mi casa. Después nos vemos, ¿no? -Sí, sí... Gracias por traerme hasta acá…
-No, gracias a vos. No te olvides de que a partir de ahora sos mi héroe.
Lola estiró los brazos hasta los hombros de Ernesto, se puso en puntas de pie y le dio uno de esos besos engañosos, mitad mejilla, mitad comisura de los labios. El ruido de "chuik" no hizo más que perturbar otro poquito a Ernesto, que seguía maravillado con el cuerpo, tan arrollador como la personalidad de la pequeña Lola. Tanto es así que se quedó parado viendo cómo se alejaba hasta meterse en dentro de su casa y casi que por un instante olvidó de que tenía que ver la forma de entrar a la casa taller de Salvador, que no tenía timbre ni nada que se le parezca para anunciar su llegada.
Primero ensayó unos aplausos tímidos, luego probó con unos golpes en el portón del garaje, casi tan oxidado por la sal como casi todas las chatarras que reposaban en lo que alguna vez fue un jardín. Salvador no respondía y Ernesto, sin idea de donde buscarlo, eligió quedarse sentado en un tronco seco que asomaba entre el chaperío.
Fue entonces cuando volvió a aparecer Lola con su bikini rojo ceñido, pero esta vez trepada a caballito del Gordo, a quien le tapaba con fuerza los ojos mientras lo guiaba como si fuese un buey cansado.
-¡Mirá a quién te traje! ¡Mirá a quién te traje! Me parece que alguien que se puso otra vez de novio con mi mamá tiene una sorpresa... –gritó Lola en un volumen tan alto que hasta en Mar de las Pampas deben haber escuchado su vocecita.
Cuando Ernesto se paró frente a ellos, Lola destapó los ojos de Salvador y el Gordo, sin dudarlo se abalanzó encima de su viejo amigo, todavía con la diminuta y explosiva Lola montada en su lomo. Fue el abrazo más fuerte que sintió en su vida. Fue como una avalancha de afecto que apagó el incendio interior que tenía Ernesto luego de sentirse la nada misma por su insípida vida con Laura.
-Hijo de puta. Por fin viniste a visitarme. ¿Y la cogotuda de Laura? ¿Dónde la dejaste? Vení, vení, que vamos a tomar mate a lo de Lola y me contás todo. –le dijo Salvador, ya sin Lola a cuestas, mientras seguía abrazando Ernesto como si fuera su mascota predilecta.
-¡Silvina! ¡Gordita! Vení. Vino Ernesto, mi hermano de la vida. –vociferó el Gordo que necesitaba ocho cuerpos como el de él para que le cupiera la alegría por ver a su amigo. Y ahí apareció Silvina, una fotocopia excelentemente añejada de Lola, de la mano con una nena de tres o o cuatro años que era Mechi, otra fotocopia pero en miniatura de Lola.
-Así que vos sos el famoso Ernesto –se acercó Silvina y lo abrazó-. Este habla de vos como si fueses el Che Guevara. Vení, pasá, que seguro que tienen mucho que hablar. Las chicas y yo tenemos que ir hacer las compras.
-Bueno, gracias... Veo que acá, salvo por Salvador, la belleza es el denominador común –tiró Ernesto como para agradecer tanta buena onda.
-Dale, boludo. Dejá de decir estupideces y contame qué te trajo por acá –lo interrumpió el Gordo.

La vida suelta de Ernesto XX (...)

Ernesto odia la Navidad. En realidad, Ernesto odia todo lo que tiene que ver con festejos o con celebraciones multitudinarias. En el único lugar donde la pasa bien, sin importar si estaba apretujado como las anchoas en un frasco de aceite, es en la cancha. El fútbol lo abstrae del siempre incómodo calor de las masas. No hay otra excepción. Ni en los recitales de sus bandas favoritas de la adolescencia ni en las reuniones de fin de año ni en los casamientos, bautismos, fiestas de 15 y cualquier ocasión que se le pueda ocurrir a alguien que implique la presencia de mucha gente. Más de diez personas juntas en un ambiente, por más que el ambiente fuese amplísimo, es motivo de molestia para Ernesto. Por eso, cuando Lola lo invitó a pasar las Fiestas junto a su familia y la del Gordo Salvador, el hombre vaciló hasta que se dio cuenta de que no podría encontrar ninguna excusa válida para recluirse y tomar cerveza helada solo hasta no acordarse.