28/4/14

La vida suelta de Ernesto XIII (...)

Antes de subirse al micro que lo llevaría a Villa Gesell y al reencuentro con Salvador, Ernesto se tentó con un sándwich de salame y queso en pan francés que transpiraba grasa debajo de una campana un poco sucia que reposaba sobre el mostrador de uno de los bares de la terminal de Retiro. Sintió que era lo más rico que había comido en años. Crujiente. Ni el más suntuoso y suculento plato de salmón lo podría haber igualado. Lo bajó con un par de latas de cerveza, bien helada, que tomó metódicamente mientras leía una de las revistas de cómics para adultos con las que se había aprovisionado para hacer más llevadero el viaje.

La última escala antes de subirse al micro fue un obligado y apurado paso por el baño para empezar a descargar la cerveza que ya había comenzado a acumularse en sus riñones y que viajaba con prisa hacia la vejiga. Tras cumplir con la prioridad fisiológica, Ernesto marchó caminó con paso acelerado hacia la dársena y le entregó el bolso a uno de los conductores. El tipo lo miró mal. No supo bien por qué. Imaginó que sería porque llegó sobre la hora. Una mala señal que se repitió cuando subió los tres escalones y se percató que el coche, curiosamente, iba repleto. "Que no me toque alguien que me hable", pensó para adentro. "Que no me toque una vieja", volvió a desear con los ojos apretados, como haciendo fuerza para que se cumpla. Pero no tuvo fortuna. El único asiento que quedaba libre tenía una señora mayor, regordeta e híper maquillada como compañía.

-Hola, joven. Parece que vamos a pasar las próximas seis horas juntos –atacó sin pedir permiso la veterana antes de largar una carcajada insoportable que lo condujo mentalmente a la cara de Stella, la conchuda de su suegra.

-...

-Parece que no tiene ganas de hablar. ¿O acaso es mudo, joven? ¿Es mudo? Ay, mi amor... Si es así anda con suerte porque manejo a la perfección el lenguaje de señas. ¿Sabe? Tengo un vecino, pobrecito, que sufre el mismo problema que usted –vociferó mientras empezaba a mover las manos y hablar lento, tratando de modular cada una de las palabras que decía-. Me llamo Olga. ¿Y usted? Tranquilo, hágame las señas que yo le entiendo todo.

Ernesto se dio cuenta de que la estrategia de no emitir sonido alguno podría conducirlo al suicidio antes de llegar a Gesell. O, en el peor de los casos, a un homicidio.

-Señora. No quiero sonar descortés, pero no me interesa hablar con nadie –trató de poner límites Ernesto- No es con usted.

-Ah, entonces no es mudo. ¿Por qué me dijo que era mudo? Usted es un irrespetuoso –se enojó, inexplicablemente, Olga-.

-Seamos buenos, doña: yo me quedo callado, usted se queda callada y yo le regalo el refrigerio que nos van a dar dentro de un rato. ¿Trato hecho? –le dijo Ernesto con cara de muy pocos amigos y estirando la mano con la intención de sellar el acuerdo.

La mujer, indignada, no pudo soportar el desplante de Ernesto...

-No me toque, insolente –comenzó a gritar Olga-. ¿Quién se cree que es? Además está borracho –siguió vociferando-. ¡Chofer, chofer! Este joven me está molestando –denunció a viva voz.

Ernesto no sabía dónde meterse. Trataba de calmar a la vieja, que cada vez estaba más sacada. Ernesto gesticulaba con las manos, como tratando de frenar los embates de Olga. Le pedía silencio, pero ya era tarde. Todos los pasajeros estaban al tanto de la opereta. Y, para colmo, el chofer que lo había mirado mal antes de subir al micro se acercaba a paso acelerado.

-Yo sabía que vos me ibas a traer problemas. Ya tengo un sexto sentido desarrollado... A ver, vos, bajate. Dejate de joder. No te quiero acá arriba.

Ernesto, resignado, tomó su campera y la bolsa en la que guardaba las revistas y, con tal de sacarse de encima el problema, encaró hacia la puerta. El viaje a Gesell debería esperar un par de horas. O tal vez, ésa era una señal de que no debía ir al encuentro de Salvador.

-Pará, pará. ¿Qué hacés? –se escuchó una voz indignada desde el fondo del micro- ¿Por qué te bajás si no hiciste nada? –la que hablaba era una chica, pero casi no podía verla por la poca luz que había-. Señor: él no tiene nada que ver. Yo escuché toda la secuencia y la señora, como mínimo, está exagerando. Por no decir que está inventando todo. Hagamos esto. Yo le cambio el asiento a la señora. Y lo dejamos al muchacho viajar tranquilo. ¿Les parece?

-Callate, mocosa. ¿Quién sos? ¿La Madre Teresa? ¿A quién le ganaste? ¡Yo no me cambio de lugar un carajo! –volvió a gritar Olga, que ya había empezado a convertirse en el ser más antipático del coche y de la terminal de micros-.

-No se hagan problema. Yo le dejo mi lugar y ocupo el asiento del muchacho –terció otra señora mayor, que estaba sentada junto a la chica, para intentar zanjar las diferencias-. Que él se siente acá atrás con ella. Además, acá viene todo el olor a podrido del baño. Ya huele mal y todavía no salimos –se justificó.

-Bueno... Andá a sentarte ahí y no te busques más problemas –le ordenó el chofer con mala cara a Ernesto, mientras enrocaba de butaca con la otra vieja, una mártir que debería fumarse durante seis horas a la loca de Olga.

Ernesto volvió sobre sus pasos y antes de encarar hacia la última fila le agradeció a una de sus salvadoras. A Olga ni siquiera la miró...

-Señora, muchas gracias. Espero que le sea leve el viaje...

-Quedate tranquilo, pibe –le dijo y le guiñó el ojo izquierdo-.

Ernesto pensó en darse vuelta e insultar de arriba a abajo a Olga. Pero contó hasta tres y se calmó. Para qué volver a complicar las cosas. Ahí fue cuando vio por primera vez a la chica. Tenía unos 25 años, morocha, ojos marrones bien grandes y una sonrisa hermosa, repleta de dientes súper blancos.


-Gracias –se presentó con algo de timidez, sin mirar a los ojos de su salvadora-. Me llamo Ernesto...

-Yo soy Carla...

21/4/14

La vida suelta de Ernesto XII (...)

Un bonito ramo de rosas, una carta sentida aunque cargada de cobardía, una cuenta bancaria con su nada despreciable indemnización y un lindo departamento del que todavía faltaba pagar unas pocas cuotas para saldar el crédito hipotecario. Con eso, y con eternos días y noches de profunda introspección desde aquel ataque de pánico, Ernesto sacó definitivamente a Laura de su vida. No la quería ver más. Tampoco la quería más. No le interesaba envejecer a su lado. Tenía la certeza de que ambos serían más felices sin estar juntos. Sentía desde sus entrañas que fue generoso y egoísta a la vez. Generoso porque llegó a la conclusión de que se había transformado en un ancla para Laura, más allá de que ella estaba a un tris de ignorarlo. De hecho, en los últimos años, Laura era más cariñosa con Ulises, el gato al que Ernesto odiaba casi tanto como a su suegra, Stella, que con su marido. Y también fue egoísta. Sanamente egoísta. Tanto es así que al patear el tablero Ernesto y se sintió bien después de tanto tiempo de sumisión y obediencia.

En las noches de insomnio previas a su intempestiva partida (para todos lo demás, menos para él, claro), Ernesto había llegado a la sesuda conclusión de que su vida hubiese sido diametralmente opuesta de no haberse enceguecido en la construcción de una frágil y poco equitativa relación con Laura. Pero ese tiempo se fue, se le escurrió y nunca volverá. Sólo le sirvió para comprobar empíricamente qué era lo que no quería para su vida, como aquel que arranca una carrera universitaria y años después se da cuenta de que lo que no es lo suyo. A Ernesto el aprendizaje le llevó diez años de casado y unos cuantos más de noviazgo. Sin embargo, no sentía pena por haber tirado a la mierda gran parte de su vida. Valoró haber caído en gracia de que no era feliz antes de que la decrepitud física y mental se apoderara de su ser.

Mientras Laura mutaba desesperación en llanto y enseguida, luego de un duelo mínimo y cosmético, entendió que su futuro ex marido, al fin y al cabo, le había hecho un favor, Ernesto estaba sentado en un bar de Constitución tomando un café, sintiéndose un triunfador y un perdedor al mismo tiempo. Con la mirada perdida, mientras jugueteaba con un sobrecito de azúcar, le surgió un interrogante. “¿Y ahora?”, se preguntaba una y otra vez sin encontrar una respuesta que lo dejara satisfecho. Sintió miedo. Se sintió solo.

“¿Y ahora?”, volvió a interrogarse mientras revisaba metódicamente el bolso en el que, antes de salir del departamento (y ver por última vez a Laura, dormida y roncando) había guardado algunas mudas de ropa y unos cuantos recuerdos de su infancia que cuidadosamente guardaba en una vieja lata de galletitas, esas de chapa, con forma de cubo y tapa redonda, que pasó mucho tiempo escondida las profundidades de un placard. Entre cartas, fotos y una sevillana que le había regalado su abuelo, Ernesto también decidió llevarse la ajada revista pornográfica que todavía atesoraba, esa que le sirvió para descubrir que su hermano compartía, al menos, los mismos gustos por las rubias siliconadas. Pensó en llevarse alguno de sus libros preferidos y también las carpetas en las que acopiaba su colección de películas y series en DVD y sus CDs favoritos. Pero cuando se disponía a guardarlos en otro bolso, Ernesto se dio cuenta de de que no tenía dónde ir. Tantos meses pasó planificando su salida del trabajo y su huida de Laura que olvidó lo más importante: hacia dónde huir...

Gustavo, su hermano, era una solución. Pero estaba en España por trabajo. Y no le daba la cara para pedirle asilo por teléfono. Además, no veía viable pedirle el favor a Sandra, su cuñada, a sabiendas de que casi no tenían diálogo. Ella nunca lo soportó porque creía que Ernesto hablaba mal a sus espaldas y le llenaba la cabeza a Gustavo. Una idea equivocada. A Ernesto no le interesaba relacionarse con ella. Le parecía una pelotuda, una mina superficial, sin ambiciones. Apenas cruzaban, con desgano, un saludo de rigor cuando se veían. Ni siquiera la llamaba para sus cumpleaños.

Sentado en esa diminuta mesa de noventa por noventa centímetros y luego de pedir otro café negro, Ernesto descartaba una tras otra las ideas que se le ocurrían para encontrar una salida. O, al menos, un lugar para pasar algunas noches hasta que pudiera aclarar ideas y despegar. Pensó en Diego, su amigo eterno y compañero de escalón en la popular de Banfield. Pero Diego vivía en un monoambiente y compartía departamento con su madre que estaba postrada en cama más desde hacía más de cinco años. Diego, sin dudas, le habría hecho lugar en la cocina o en el baño. Pero Ernesto no estaba en condiciones de compartir siquiera dos minutos con una vieja moribunda ni con sus olores.

Pensó también en Javier, su excompañero de trabajo, pero tampoco era viable. Javier se acababa de separar y había vuelto, a los 42 años, a la casa de sus padres con la cola entre las patas. Una situación que el propio Ernesto no estaba dispuesto a vivir en carne propia. Además, en los últimos años había tratado con tanto desdén a Rafaela y Franco que no le daba para hacer, por necesidad y urgencia, un mea culpa ante sus ya ancianos padres a cambio de un lugar para dormir.

Desesperanzado y desesperado por no saber qué hacer de su vida, Ernesto comenzaba a evaluar la idea de alojarse en una pensión de mala muerte de Constitución. Hasta que, sin querer, escuchó la conversación de tres pibes que tomaban una cerveza tras otra en la mesa que estaba a su derecha. Ellos hablaban de las vacaciones que venían y recordaban a los gritos sus andanzas por Villa Gesell. Y fue entonces cuando tuvo una especie de epifanía. Se acordó de Salvador, su otro gran amigo de la infancia, al que no veía hace años. Su verdadero hermano. Su nombre encerraba la solución que Ernesto necesitaba: la salvación. Ni siquiera lo llamó por teléfono. Pagó los cafés, se subió a un colectivo de la línea 62 hasta Retiro y sacó un pasaje para subirse al primer micro que salía hacia Gesell. El mar y la arena nunca le gustaron. Pero Laura le había gustado mucho y la historia terminó mal. Muy mal. Ya era hora de dejar los prejuicios de lado.

7/4/14

La vida suelta de Ernesto XI (...)

La puerta se cerró. El chico del delivery de la florería quedó absorto del otro lado de la puerta por la situación inédita que acababa de vivir. Y Laura, todavía con el llanto a flor de piel, se quedó unos segundos inmóvil. Releyó la carta de Ernesto. Y juntó más bronca. Tenía ganas de gritar. Pero no. Se calmó y casi de refilón vio el ramo de rosas en el piso. Eran hermosas. Lo juntó y lo acomodó. Antes de volver a su departamento, otra vez por la escalera, guardó la carta en el sobre, lo dobló por la mitad y lo guardó en el bolsillo del pantalón. Luego, se miró al espejo y trató de disimular con mucha habilidad las lágrimas antes de subir los dos pisos otra vez por escalera.

-Les voy a decir dos cosas –se anticipó Laura ante la mirada atenta y desesperada de su hermana y de su madre apenas abrió la puerta y las vio sentadas en el comedor-. Uno. Ernesto, aparentemente, me dejó. Dos. No hay mal que por bien no venga –lanzó antes de encajarle el ramo de rosas a su hermana y encerrarse en el baño, otra vez a punto de llorar.

Stella y Jimena corrieron detrás de ella, intentaron abrir la puerta, pero Laura la había trabado. No se escuchaba ruido alguno.

-¿Estás bien, nena? No hagas ninguna locura. Ese boludo de Ernesto no sabe lo que se pierde. Vos sos demasiado para él –no vaciló en vomitar Stella.

-Callate, vieja… Andá a prepararle un tecito de tilo. Dejámela a mí –cuchicheó Jimena, a sabiendas de que todo lo que dijera Stella no haría más que agravar la crisis de Laura.

Laura se había sentado en el inodoro y escuchaba atenta lo que sucedía del otro lado de la puerta. Las lágrimas no querían salir. No estaban. O no tenían por qué salir. Volvió a mirarse a un espejo. Se enjuagó la cara, se secó y se puso un poco de base, como para tapar algunas imperfecciones que asomaban producto del estrés en vano vivido aquella noche. Se vio joven, mucho más joven que minutos antes. Se vio sin Ernesto. Por fin. Y suspiró. Cuando Stella, sumisa, encaraba hacia la cocina, se oyó el ruido de la traba de la puerta del baño. Inmediatamente, Laura salió. Lucía espléndida, como si nada le hubiese pasado. Y monologó sin titubear.

-Sabés, mami, tenés razón. No sé cómo nunca me animé a decirle a Ernesto que era un pusilánime. Se había convertido en un obstáculo para mi vida. Ahí, siempre mediocre, arrumbado contra un sillón leyendo autores de cuarta o haciendo esa comida de mierda. No me hablaba nunca de nada y cuando abría la boca era para decir cosas que no le interesaban a nadie. En el único momento en que se le iluminaban los ojos era cuando hablaba de Banfield. Con el correr del tiempo se convirtió en un troglodita. Nada quedaba de aquel chico inteligente con inquietudes que conocí en la facultad. No sé cómo pudimos pasar estos diez años juntos. No sé cómo pude perder todo este tiempo de mi vida. Ojalá que se vaya lejos. Y que no vuelva. Y estoy segura de que no me mintió. Que no se fue con otra. Si ni siquiera se le paraba. No me acuerdo lo que es coger con él. Dale, mami, preparame el té... Que tengo que seguir preparando la conferencia para la próxima semana...

Jimena no salía de su sorpresa. Primero porque nunca antes había escuchado a Laura decir tantas barbaridades juntas. Segundo porque su intimidad era un territorio desconocido para cualquiera, incluso para ella que era su confidente más cercana. Laura, como si nada, empezaba a olvidarse de Ernesto y ventilaba su vida privada casi sin quererlo. La frase “coger con él” le hizo un ruido enorme a Jimena. ¿Habría otro en la vida de Laura? No era momento de indagar al respecto. Tal vez fue una expresión poco feliz, algo impropio de la oralidad siempre precisa y puntillosa de su hermana menor. Tal vez fue un fallido. Un secreto que comenzaba ver la luz.

A Stella se le desdibujó el mohín de preocupación y fue sonriente, casi rejuveneciendo, a calentar el agua en la pava eléctrica, esas que sirven para sacar el agua a la temperatura justa para el mate. Su hijita, su reina, acababa de dar el paso más importante de su vida: sacarse de encima al inservible de Ernesto. -Ojalá no vuelva más, nena. Vos te merecés alguien que te valore, alguien que te entienda –se envalentonó Stella- Yo ahora llamo al 911 para sacar la denuncia. Así esos pobres policías que tanto trabajo tienen con los chorros, los motochorros y la mar en coche no pierden el tiempo buscando a ese retardado.