12/11/11

Enojada (...)

-Mamá, te voy a hacer una pregunta. No la tomes a mal...
-...
-¿Por qué siempre tenés cara de enojada?

Con fresca curiosidad, sin pelos en la lengua, la pequeña interrogaba a su madre mientras esperaban sentadas en una de las flamantes paradas de colectivos de Lomas de Zamora. La madre ni siquiera se inmutó ante el incisivo planteo de la niña. Con el rostro cansado y ajado, pese a que no llegaría a los 30 años, la mujer siguió con ese gesto de tener pocos amigos y menos paciencia, el mismo o peor del que llevó a su hija a formular inequívocamente aquella pregunta. Obvia, pero valiente. También cruel. Demasiado.

-... 
-Mamá, no me respondiste. Te hice una pregunta -insistió la pequeña sin amedrentarse por el ceño cada vez más fruncido y la mirada encendida de la mujer.
-Y a vos qué te parece, nena. Es la única cara que tengo. Si no te gusta, no la mirés. Y listo... No me puedo comprar otra -contraatacó con una violencia aún mayor, impropia de un diálogo mínimamente civilizado entre una madre y una hija.
-A mí me parece que tenés que divertirte más porq...

La respuesta de la nena, que llevaba un guardapolvo blanco de varón súper gastado con botones a presión, se interrumpió con un certero y doloroso revés de derecha, un golpe al estilo antiguo, tal como solían pegar las abuelas enojadas. La niña emitió un quejido seco, pero no pareció dispuesta a entregar sus lágrimas. De hecho, lejos de acobardarse, ensayó un pedido de explicaciones.
-Mamá, ¿por qué me pegaste otra vez?
-Por insolente. Por pendeja insolente...
-Pero vos me dijiste que te dijera qué me parecía... En serio, mamá, ya no te acordás de lo que me dijiste... -la chiquita intentó una mínima reconciliación sin imaginar lo que vendría: un tsunami de resentimientos.
-Yo no te pedí ningún consejo, pendejita de mierda. Yo no quiero nada de vos. Nunca espero nada de vos. Ojalá nunca te hubiese tenido. Me cagaste la vida. Y encima me pedís que me divierta más... Me paso todo el día trabajando para que vos y el borracho de tu padre se den la buena vida. Mirá, mirá, mejor me callo. No, mejor callate vos, pendeja desagradecida...

La nena, que no tendría más de once años, abrió la boca. Quiso decir algo, pero no pudo emitir sonido. Los ojos habían perdido la frescura y la osadía que tenían hasta milésimas antes del traicionero y lacerante cachetazo. Estaban repletos de lágrimas. Pero no se desbordaban. No pensaba darle el gusto de llorar a esa mujer enardecida. Esta historia de enojos y golpes la conocía hasta el hartazgo.

-Veo que no tenés nada más que decir, pendejita. Se te acabaron las ganas de dar consejos... A ver, princesita maleducada, decí algo -desafió la mujer, totalmente fuera de sus cabales, mientras se incorporaba de la banqueta de chapa perforada de la parada-. Dale, parate rápido -y la tironeó con ganas de la colita del pelo- . A ver si todavía perdemos el colectivo por tu culpa, pelotudita.

La nena, inyectada en bronca, no terminaba de rumiar su dolor por la andanada de ofensas. Vio que a pocos metros se asomaba el 543 y no lo dudó. Juntó todas sus fuerzas y, cuando su madre le daba la espalda intentando detener el colectivo, la empujó hacia la calzada.
-Morite, hija de puta -espetó con un gritito demoníaco, casi sin separar los maxilares, apenas moviendo los labios, con los ojos abiertos al máximo.

El chofer del choche 12 de la 543 no hizo a tiempo para frenar. Ni el hombre con mejores reflejos y los mejores frenos podría haberlo evitado. Se llevó puesta a la mujer. Tras embestirla, su cabeza pegó de lleno contra el asfalto, pero fueron las ruedas delanteras las que la aplastaron y le dieron el golpe de gracia.

La nena recién entonces empezó a llorar. Por su mente no sólo pasaban las imágenes y las palabras de la humillación recibidas hacía un ratito. También desfilaron feroces e inexplicables golpizas. Abandonos. Olvidos. Maltratos.

El chofer bajó desesperado, miró el cuerpo ya sin vida y acto seguido golpeó repetidamente su calva cabeza contra la carrocería, a la vez que profería insultos por los aires. Casi en simultáneo, una desconocida  envolvía el cuerpito de la niña con sus brazos e intentaba calmarla con suaves caricias pese a que provenían de manos más ajadas que las de su madre. En ese momento, la nena seguía con su recorrido por la memoria y trataba de toparse con la imagen del último beso de su madre, la misma que acababa de empujar hacia la muerte. No podía recordarlo. Y lloraba cada vez con más fuerza.

Llegó con celeridad primermundista una ambulancia. Vio cómo los paramédicos se miraban con resignación y hacían gestos de situación irremediable con sus cabezas. La mujer que la abrazaba intentaba apartarla. También una oficial de la Bonaerense. Pero no podían moverla. La nena seguía llorando, desencajada para el afuera, desarmada en su interior, aferrada a uno de los caños de la parada de colectivos. Observó con detenimiento -y con mucho morbo- cómo envolvían a su madre, con el rostro levemente desfigurado, aunque con el mismo rictus de enojo, en una bolsa morguera que luego fue subida a una F100 carrozada que hacía las veces de unidad de traslado. Mientras miraba cómo se alejaba la vieja camioneta blanca, la chica seguía con el doloroso ejercicio de intentar recordar el último beso. Pero no se le aparecía. ¿Será que nunca había recibido un beso de esa maldita mujer que era su madre?

No sentía culpa por el empujón mortal. Sentía alivio. Aunque no dejaba de llorar. Sentía también el desconocido y apacible amor de los brazos de la no menos apacible desconocida. La mujer le pedía calma. Le ofrendaba una sonrisa nerviosa. Pero una sonrisa al fin. Recordó entonces el inicio del final. No sólo nunca había sentido el calor de los labios de su madre en una mejilla. O en su cabellera. Tampoco la había visto sonreír. Siempre llena de odio y resentimiento. Con una eterna cara de enojada.

20/10/11

El periodista deportivo (...)

Estaba cansado. Sentía que el cuerpo rechinaba en cada pequeño movimiento. De tanto dolor, mis brazos se adormecieron. Pero no podía soltar el volante. No podía dejar que el cansancio me venciera. Quedaban unos 200 kilómetros por delante. Tenía que llegar sí o sí a Tandil antes de la medianoche. El calor era insoportable. El ventilador del auto trabajaba a destajo y amenazaba con fundirse. El aire que entraba por la ventana quemaba. Y eso que el Sol llevaba un par de horas descansando. La ruta 3 estaba repleta de camiones. No había forma de acelerar a fondo. Y yo me desarmaba de sueño. Para evitar que se me cerraran los ojos, busqué en la radio una emisora que pasara música. Resultaba difícil sintonizar alguna que no fuera de cumbia o reggaeton. Sentí alivio al encontraba la voz de un periodista que llevaba tiempo sin escuchar. Su voz fluía por el éter con la gracia de una bailarina clásica. Por momentos, dejé de sentir el agobio de la interminable jornada. La ruta, súbitamente, se limpió de camiones. El camino se había allanado. El aire ya no calcinaba. Me sentí liviano. Aliviado. No entendía bien por qué. Quizá mis ruegos o mis maldiciones habían servido de algo. Pero, porfiado como siempre, comencé a desconfiar de mi repentina buena fortuna. No podía ser que todo, de la nada, me estuviera saliendo bien. Algo raro debía estar pasando. Fue entonces cuando me di cuenta de que el locutor que estaba escuchando con tanto placer llevaba varios años muerto. ¿Cómo podía ser? ¿Sería una grabación? ¡Pero si hablaba del partido de Banfield del domingo!

Poco a poco volví a sentir calor. Gritos. Y chapas que se retorcían. Era un infierno. Y yo estaba adentro. Encerrado en el auto, todavía aferrado al cinturón de seguridad. Con cortes y sangre por todas partes. No tenía fuerza para nada. Quise balbucear unas palabras cuando vi a un bombero con un cortafierros. Volví a dormirme. Me desperté una semana más tarde. Me dicen que estuve siete días en coma. Me encontré magullado, pero entero. Evidentemente, el cansancio me había ganado aquella noche, me fui a la banquina y terminé dando vueltas por el aire transformando mi coche en un montón de chatarras. Un automovilista que pasaba por ahí fue el primero que me auxilió. Me salvó la vida.

Tres meses más tarde, ya casi totalmente recuperado de los golpes y del susto, volví a Las Flores para averiguar datos sobre aquel buen hombre que había evitado que muriera incinerado a la vera de la ruta. Quería agradecerle por haberme salvado la vida. Tenía la necesidad de hacerlo. Acompañado por mi hermano, fui a la comisaría de la ciudad para averiguar quién había hecho la denuncia. El oficial de turno, tras convidarme un mate amargo, buscó gentilmente en los registros. Después revisar detenidamente folio por folio, el policía se frotó la cabellera con insistencia cuando llegó al expediente en el que figuraban mis datos. "Señor, acá debe haber un error", me dijo con un gesto de perplejidad. Y siguió: "Resulta que el hombre que hizo la denuncia se llama Felipe López Jaurena. No puede ser". No podía ser.

Así se llamaba el periodista deportivo que conducía la audición que sintonicé justo antes de que me pegara el terrible palo con mi coche. Llevaba diez años muerto. Se había matado en un terrible accidente de autos, en ese mismo paraje, 15 kilómetros de Las Flores... Viajaba a Tandil y se había quedado dormido.

5/7/11

Fútbol y dinosaurios* (...)

De la nada, haciendo el recorrido del lunes, desde el jardín de infantes hacia el maternal, con Cata como pasajera y con la radio con un programa deportivo de fondo que hablaba por enésima vez del descenso de River a la Primera B Nacional.
-Viste, papá, qué lío hicieron los de River el otro día.
-Sí, un lío bárbaro -le seguí la corriente mientras trataba de pensar cómo se había enterado y cómo se acordaba de los desmanes de hacía ocho días en el Monumental-.
-Todo porque se fueron a la B, ¿no?
-Sí, linda.
-¿Pero no es tan grave?
-No, no es nada grave.
-Si Banfield se fue como cinco veces a la B y no pasó nada. ¿No, papá?
-Me parece que Banfield se fue más veces... Pero no importa porque ahora hace tiempo que está en Primera y hasta salió campeón -le repliqué-.
-Por eso. No es tan malo irse a la B. Jugás con los malos un tiempo y después volvés a jugar con los buenos... Con Banfield, con Boca...
-Claro...
-Pero viste cómo rompieron todo...
-Sí. Y eso está mal.
-Claro que está mal. ¿Cómo van a romper todo porque se fueron a la B? Mirá si un paleontólogo se pone a romper todo porque no encuentra más huesos de dinosaurio. Mirá si va a tirar todos los huesos al agua porque las cosas no le salen bien...
-Tenés razón, Cata. Los hinchas de River tendrían que haber hecho como los paleontólogos.
-Claro... Además, pueden hacer como Banfield, que ahora juega con los buenos y salió campeón... Y hasta tiene la plaza del campeón.
-...
-Papi, ¿cuándo me vas a llevar a la cancha?
-Cuando haga más calor te llevo, te lo prometo...
-¿Y me vas a comprar un superpancho?
-Claro. Todo lo que quieras...

*Diálogo 99 por ciento real.

3/7/11

La Plata hace la curiosidad (...)

Ir al estadio Ciudad de La Plata para ver la Copa América no es cosa de todos los días. Y no sólo por el lujo que implica tener la posibilidad de ver a Messi en vivo y en directo, un espectáculo que escasea por estas tierras. También por las situaciones extrañas que empezaron a aflorar camino a la capital bonaerense. Tendríamos que habernos dado cuenta de que sería una noche rara cuando nos cruzamos con el Bambino Pons y con Jorge Luz en Florida y Saenz Peña, a pasitos de la estación Catedral. La prueba de que sería una jornada para el recuerdo fue el siguiente encuentro cercano. Yendo por Pueyrredón quien caminaba en sentido contrario y pasó entre nosotros era Jean François Casanova, con sus tradicionales anteojos con marcos de color, en este caso azules. Pons, Luz y Casanova, una peculiar colección de famosos, un tridente ofensivo para la mejor de las kermeses.

Pero la historia no terminó allí. Tras un largo viaje en un Flechabus rentado por la Conmebol, llegamos al estadio y nos encontramos con una notable desorganización. Si a eso le sumamos nuestro despiste, la resultante fue terminar en las antípodas del sector destinado a la prensa, sentados una fila por debajo de la interminable y generosa humanidad de Alberto Samid (y sus curiosas ocurrencias). No era nuestro lugar en el mundo. Convencidos del error tras una serie de deliberaciones y un salvador llamado telefónico, llegamos a nuestras ubicaciones luego de cruzar medio estadio escoltados, junto con otros colegas (no éramos los únicos giles, claro), por un voluntario, el único que se dignó a decirnos la verdad. Habíamos sido engañados vilmente por unos cinco o seis acomodadores, que conocían el escenario tanto o menos que nosotros. Obviamente, nuestros lugares estaban ocupados, pero ticket en mano no resultó difícil hacernos de los asientos que nos correspondían...

El primer tiempo transitó entre la intrascendencia, el confuso planteo de Batista y el acertado diseño del DT boliviano. Y no me olvido del frío, el protagonista estelar en La Plata, incluso por encima de Messi y el resto de sobrenaturales actores del balompié mundial. ¡Qué tornillo que hacía! Por momentos resultaba intolerable. De allí la necesidad de ingerir algo para meterle una inyección de calorías al cuerpo. Sin embargo, los 22 pesos que valía una hamburguesa envuelta por dos panes y los 15 que costaba un súper pancho nos hizo calentar tanto que desistimos de engrosar la incipiente fortuna del puestero.

El calor fue pasajero, ya que el frío volvió con más crudeza en el segundo tiempo, más allá de la mini vianda, que incluyó medio sánguche de miga blanco de jamón y queso, un cuarto más, pero de miga negra, un alfajor de mousse de chocolate, un Mantecol y una Coca. Llenó mínimamente la panza, pero no alcanzó para levantar temperatura, algo que si lograba la Selección, que no daba pie con bola -nunca más apropiado-. Peor todavía cuando los bolivianos dejaban a todos literalmente congelados con el gol de Edivaldo.

Podía molestar el flojo rendimiento de Zanetti y de Rojo, la ceguera de Lavezzi y la ausencia de inteligencia futbolística de Di María, pero nada superaba la continua sensación de bajo cero. Dolía, entumecía como la pobreza táctica de los que rodeaban a Messi y Banega. Los guantes de Romero salvaban a la Argentina y provocaban envidia en estos dedos que trataban de esconderse debajo del puño de la campera. Todo salía al revés hasta que Burdisso, corajudo, se la bajó de pecho a Agüero, que fusiló al bueno de Arias. El 1-1 sólo sirvió para que no se quemaran los papeles. Pero, siguiendo con la sucesión de hechos extraños, casi provoca que un colega, ubicado un par de escalones debajo nuestro, se quemara vivo después de que una zapatilla hiciera un cortocircuito y largara una llamarada, seguida por un molesto y tóxico humo negro...

El partido terminó con pocas ideas y menos juego, pero faltaba lo mejor. O lo peor. El frío no aflojaba y sólo dejó de ser el único tema de conversación cuando Carlos Tapia, comentarista estrella de Alejandro Fantino, saludó efusivamente a mi compañero. Juró no conocerlo, aunque el gesto enfático del Chino supusiera lo contrario... Sin embargo, eso no fue nada. A la espera de que llegara la combi que nos llevara a otra combi, la de unos compañeros que tuvieron la enorme gentileza de sacarnos de la gélida La Plata y llevarnos hacia la también helada Buenos Aires, comprobé en carne propia cómo Horacio Pagani devino en rockstar. Acosado por la gente, se le hacía imposible caminar con normalidad por el estadio. Un fan se le acercó y le pidió que le grabara una frase en el teléfono para usarla como ring tone. Increíble... Casi tanto como que este servidor terminó siendo fotógrafo improvisado ante el pedido de otro muñeco que quería tener su recuerdo junto con Pagani en su celular. Enseguida vino otro, pero me negué... Igual, el fulano logró su cometido con una clásica autofoto. Al ratito, por suerte, llegó el traslado. Faltaban dos horas, otra combi, un taxi y mi auto, para completar la travesía de regreso a Banfield, casi once horas después de la salida. Una velada inolvidable por el frío extremo y por las curiosidades. Fuimos a ver fútbol y sólo volvimos con una gran anécdota. Algo es algo...

25/6/11

Daniel (...)

Duele tu partida. Duele porque nunca te dijimos cuánto te queríamos. Yo, al menos, no lo hice. Por estúpido, por egoísta, porque no pensaba que te ibas a ir tan de repente. Pero calculo que vos lo sabías, lo presentías. Por eso eras generoso. Siempre. Porque nos enseñabas todo el tiempo. Porque eras franco, aunque a veces tus mentiritas, siempre en diminutivo, nos hicieran enojar. Porque nos provocabas para sacarnos lo mejor. Para divertirte. Pero sobre todo para ayudarnos. Porque siempre nos dabas una mano cuando más lo necesitábamos. Porque nos dabas ese empujón necesario para que nos metiéramos de prepo en lo que más nos gustaba. "¿Qué querés? ¿Ser periodista o recibirte de periodista?", me dijiste alguna vez que dudaba sobre agarrar algún trabajo que, con el otro Daniel, pusiste al alcance de mi mano. Justo vos, un defensor férreo de la educación universitaria. Un maestro de esos que no abundan. Pero tenías razón. Porque también se aprende lejos del aula. Y no miento: nunca te tuve como profesor. Ni siquiera ese lujo me pude dar. Pero si te tuve como guía, como compañero, como consejero. Porque, como dice el Negro, recibí tus pellizcones en los cachetes, tus abrazos interminables, tus "pipis" y tus "chuchis". Por eso duele. Porque había pocos como vos. Porque te reías de tus pequeñas contradicciones. Porque nos cantabas la justa cuando no te gustaba lo que decíamos o escribíamos. Porque te valías de una ecuanimidad que rara vez se ve en el barro por el que transitamos día a día. Por eso te lloro. Por eso te respeto. Por eso te extraño. Perdón, por eso todos te extrañamos, Dany.

11/6/11

Paula (...)

Y ella me dijo que no. No lo hizo con palabras. Lo hizo con su mirada. Y con su silencio. Reaccioné como pude. Me sentí incómodo. No esperaba su rechazo. No supe qué decir. Ni siquiera quise preguntarle por qué. Estaba confundido. Sin volver a mirarla a los ojos, me levanté y encaré hacia el baño. No tenía ganas de nada. Sólo de escapar. Caminé unos pocos pasos. Seis, siete, ocho, no más. Frené con la intención de volver a la mesa para decirle que no se fuera, que la acompañaría, si ella quería, a su casa. Pero cuando intenté girar me choqué con otra chica. Por la inercia del contacto, la chica derramó su vaso en mi camisa. Le pedí perdón por mi torpeza. Ella también ofreció disculpas. Nos reímos. Por un instante, dejé de sentir el dolor lacerante que me partía en dos. Miré hacia la mesa que compartía con Natalia y ella me miraba con enojo, como si creyera que yo estaba tratando de levantarme a...

-Me llamo Paula -me dijo y me dio un beso en la mejilla, como si me conociera desde hace mucho tiempo-. Vení que le pido una remera a uno de los chicos de la barra. No te podés quedar así. No te vas a poder levantar ninguna chica. Aunque con los ojos que tenés no te hace falta más nada.

Volví a quedarme sin palabras. Paula me tomó de la mano hasta una de las barras y se puso a hablar con el hombre que manejaba la caja. Yo intenté pispear a mi mesa, donde debía estar Natalia. Pero no la vi. Paula todavía me tenía agarrado de la mano. Intenté soltarme. En ese momento, me di cuenta de que Natalia estaba al lado mío. Tenía los ojos, los mismos que me habían dicho que no, inyectados en lágrimas. Quise preguntarle qué le pasaba, pero no me dio tiempo. Me pegó un cachetazo y me insultó con bronca intrínseca.

-Boludo. Eso sos, un boludo. No, en realidad sabés lo que sos: un hijo de puta. Andá a la puta que te parió, pajero... -gritó Natalia como para que se enteraran en todo el bar y en todos los bares de la zona.

Natalia salió corriendo. Toda la gente que estaba en el lugar observó la escena. Al menos eso era lo que yo sentí. Paula me miró con lástima. Me dio una remera hecha una bola de tela. Y me volvió a ofrecer disculpas.

-Te cagué la noche, Negro. Perdoname.
-No, no, no -atiné a balbucear-. Creo que me la salvaste -le respondí y enseguida le devolví el beso en la mejilla.

Así fue cómo conocí a Paula.

20/5/11

Messi jugaba en el 'Taladro' y le decían 'Garrafa'

En 2001 casi nadie sabía que existía Lionel Messi. Su fama se limitaría, se estima, al entorno familiar, Rosario, y La Masía, el lugar donde trabajó con las inferiores de Barcelona y terminó de pulirse como diamante, tratamiento hormonal de por medio... Messi, sin embargo, jugaba en Banfield. No era veloz como lo es la Pulga, pero manejaba su zurda con similar talento. Y lo hacía en las canchas del ascenso, no en los billares europeos... No era el mejor del mundo, estaba claro, pero le bastaba y le sobraba para hacer felices a sus feligreses. Se habla de José Luis Sánchez, el cerebro del Taladro que volvió a Primera luego de cuatro años de padecimientos en la B Nacional. El Gordo -el mismo que en una pierna y con la casaca de El Porvenir había amargado a Banfield en un torneo reducido- sacó a relucir su repertorio de magia para que la tortuosa estadía en el fútbol de los sábados llegara a su final. Porque desde entonces nunca más se volvió a perder la categoría. Y mucho tuvo que ver 'Garrafa'...

No se trata de ser injustos con Lucchetti, que luego fue partícipe de la alegría mayor con la vuelta olímpica en el Clausura 2009. Tampoco con 'Archu' Sanguinetti, el gladiador de las mil batallas, que puso el alma y todas sus agallas al servicio de la verde y blanca. Ni con el Gato Leeb, cuyos goles generaron disfonías crónicas en Peña y Arenales y sus alrededores, ni con los otros héroes de aquella campaña con 'Mané' Ponce como DT... Garrafa, en cambio, entró en la dimensión de las leyendas.

Porque el crack de Laferrere, el que heredó el apodo por el oficio de su padre, agarraba la pelota, se plantaba, y nadie se la podía sacar. En el Florencio Sola y en cualquiera de los otros estadios de la categoría. Porque él la llevaba atada en la zurda, sin necesidad de mirarla. Nunca hacía una de más. Porque la jugada, sin exagerar, siempre terminaba con una ovación. Tenía todo para ser amado por los propios. Tenía todo para ser odiado (y admirado, por supuesto) por la contra. Gracias a él, Banfield volvió a Primera. Un año más tarde, también gracias a él, ya secundado por Josemir Lujambio, le hizo una gambeta (obvio) al fantasma del descenso. Esa ya es otra historia. Ahora, como siempre, es tiempo de rendirle tributo al equipo que corrió desde atrás y terminó dejando de rodillas al resto, incluido el temido Quilmes, en el Centenario. Como Maradona en la Selección de México '86... Como Messi en el Barcelona. Ese Banfield inolvidable de 2001 tuvo un prócer: Garrafa Sánchez.

*Publicado el 19/5/2011 en la Agencia Universitaria de Noticias y Opinión.

24/4/11

Que no se entere mamá (...)

- Veni, papi... Te tengo que contar un secreto. Agachate que te lo digo al oído. Tengo un regalito para vos por tu cumpleaños -me susurró-. Vení conmigo a mi pieza, pero vamos despacito para que mami no se dé cuenta. Ella me dijo que te lo dé mañana, pero yo no puedo esperar...

Catalina no se lo pudo aguantar. Antes de irse a dormir, en secreto, sin que se enterara la mamá, me llevó a su pieza y me mostró el dibujo que me hizo para mi cumpleaños. De la biblioteca blanca en la que guarda sus libros y apila sus vinchas y hebillas, sacó una hoja canson azul. En el dibujo estamos los dos tomados de la mano. En realidad, unidos por dos líneas que simulan ser nuestros brazos. A ella se la ve en el centro de la escena. Dominante, sonriente y rubia. Sí, rubia. Yo aparezco a su izquierda. En un segundo plano, chiquito, como si fuese su hijito. Mi boca también es una enorme letra u. También está el Sol y unas flores. Y unos cuantos garabatos rubricados con un prolijo Cata en firmes mayúsculas.

- ¿Te gusta?
- Somos nosotros dos, ¿no?
- Sí.
- Me encanta... Muchas gracias, princesa.
- Tomá, papi. Guardalo en un lugar en donde mamá no lo vea.
- No, mejor guardalo vos acá, entre los libros. Mañana me lo das y yo me hago el sorprendido. Así mamá no se da cuenta de que ya me lo mostraste y no se enoja. ¿Te parece?
- Dale - y se rió con ganas-. Ah, esto tampoco te lo puedo decir. Hoy te compramos otro regalito. Pero ése no sé dónde está. Lo escondió mamá. ¿Querés que te diga qué es?
- No, dejá. Mañana me lo dan...

Desde su habitación hasta el living fuimos caminando de la mano, como en el dibujo. Me la soltó unos centímetros antes de entrar para que no nos vieran Andrea y Manuel, su hermanito. Como para no levantar sospechas...

29/3/11

Mañana (...)

Me quedo dormido porque el despertador hace rato que ya no me despierta. Escucho desde el sueño el llanto del más chiquito de mis hijos. Creo que se trata de un delirio onírico, pero no... Es efectivamente Manuel. Me incorporo y mis tobillos rechinan como la bisagra de una puerta vieja. Están cansados de soportar tanto exceso de equipaje. Tengo que ir al baño, pero primero debo ir a calmar al chiquilín. Entro a su pieza, piso sin darme cuenta una esquirla de un juguete que se incrusta en la planta del pie derecho. Manuel me mira algo extrañado. Se asusta con mi grito gutural. También tiene hambre. Y el pañal al borde del colapso. Repite las sílabas "ma-ma" ochenta y cuatro veces. Le digo que su mamá ya se fue. La explicación no lo conforma y decide averiguar el paradero de su hermana mayor. Combina la sílaba "ca" con "ta" y la repite unas treinta veces. Le cuento que se fue con la madre, que ya debe estar con sus amiguitos en el jardín de infantes. Me mira mal. No quiere salir de la cuna. Lo saco por la fuerza y lo llevo con el brazo derecho. Con la mano izquierda abro puertas. La del pasillo y la de la heladera. Sirvo la leche en la mamadera y la pongo en el microondas para calentarla durante algo menos de un minuto. Guardo el tetra lácteo en su lugar, pero Manuel no se conforma con la única promesa de desayuno. Hace fuerza para que le muestre al perro. Dice "babau" unas quince veces hasta que Chango sale de la nada y asoma el hocico por la ventana. El se sobresalta. Su corazón se acelera con algunos latidos extra. Suena la alarma del microondas. Se sobrecalentó la leche. Abro la mamadera y también la heladera, vuelvo a sacar el cartón y pongo un poco de leche fría en la caliente. Todo con la mano izquierda. Se la doy a Manu. Me hace que no con la cabeza. Insisto. Vuelve a hacer no con la cabeza, ahora con los ojos cerrados y con una mano alejando el biberón. Le ofrezco una galletita. La agarra con gusto y muerde uno de sus bordes. Exclama "titaaaa" y encaramos hacia mi pieza para seguir con la rutina. Vuelvo a pisar el resto de un juguete. Esta vez, por suerte, no fue tan de lleno. Ya no hubo dolor en el pie. Sí en el brazo derecho, que está a punto del desgarro. Pero llega con lo justo para depositar al bebé sobre el cambiador. Busco un pañal y el paquete con toallitas húmedas. Recuerdo que tengo que ir al baño, pero el chico está semidesnudo y tiene la prioridad. Primero los niños, siempre. Le cambio el pañal, lo visto y lo llevo hasta su cuarto para dejarlo en la cuna mientras voy al baño. La idea es no correr riesgos de que intente treparse a algún lugar prohibido durante mi ausencia, forzada por una de mis urgencias fisiológicas. Vuelve a llorar apenas me alejo dos pasos, pero no puedo aguantar. Voy y regreso del baño, Manuel deja el llanto y pide upa. Enseguida, dice unas doce veces la combinación "caca-caca". Me fijo y no es mentira: había vaciado los intestinos -suena más lindo que mover el vientre, ¿o no?- en el pañal último modelo. Otra vez lo cargo en el brazo derecho y repito el operativo cambiazo, aunque ahora con un contenido más crítico y oloroso. Ya cambiado, baja de la cama y sale disparado corriendo por el pasillo que va a la cocina. Me saca diez metros de ventaja. Y lo escucho llorar. ¿Se cayó? No, simplemente vio la mamadera y exige la leche que minutos antes había desechado. Se la doy, claro. Miro el reloj. Son las 7.55 AM. Demasiado temprano para mi gusto. Demasiado tarde para empezar un día que terminará mañana.

16/3/11

Condena (...)

Duele cuando la palabra deja de ser una simple definición y se transforma en una agobiante sensación. Eso pasa con la frustración. Repiquetea en la cabeza. Te ahoga. Te quema. Te deja contra un rincón, condenado a vivir bajo la dictadura de la mediocridad. Necesitaba decirlo. Quizá sea el punto de partida para empezar a salir.