31/5/08

Lágrimas (...)

-Así no puedo vivir, mi amor...

Lavalle, esquina Suipacha. Eran las tres y cuarto de la tarde de un sábado demasiado frío. Celular en mano, el hombre tenía una camiseta de mangas largas de la selección de fútbol de Francia. También tenía una gorra con la visera cubriendo la nuca. Y un par de lágrimas negras prolijamente dibujadas en sus mejillas.

-Escuchame, por favor, escuchame... No me cortes, no me cortes...

El semáforo cambió y no tuve otra alternativa que seguir camino. No pude escuchar más. Al alejarme, mientras cruzaba la calle, giré en forma disimulada para poder observarlo. Vi que el hombre se sacaba el teléfono de la oreja, miraba con bronca la pantalla y guardaba el aparato en uno de los bolsillos traseros del pantalón. La historia acababa de terminar para mí.

20/5/08

Justo ella... (...)

Entre otras cosas, sin saber qué pasaría después, ella me aconsejó que a las chicas no les hablara melosamente de sus miradas. Tampoco de sus sonrisas. Me advirtió que esos artilugios románticos rozan la cursilería. Sostuvo enfáticamente que recurrir a ellos sonará inequívocamente a poesía barata, a sanata, y que con eso voy a espantar a cuanta mujer tenga adelante. Justo ella me dijo eso... Justo ella... Es hermosa. También inteligente y divertida. No me acuerdo si usaba pollera o si tenía pantalones. Si tenía remera o musculosa. Tampoco me acuerdo si hacía calor o frío. Bah, frío no hacía y estoy casi totalmente seguro de que era una noche de verano. Eso sí, estábamos sentados en un bar en una mesa larguísima junto con un grupo de amigos. Todo era normal. Hasta que ella, un poco desinhibida por el vino blanco, se sentó enfrente y me clavó la mirada. Todo mi universo cambió. De repente, aunque odio los lugares comunes, sentí que estábamos solos. Empezamos a hablar. De cualquier cosa. Yo no escuchaba a nadie más que a ella. Y creo que a ella le sucedió lo mismo conmigo. Me volvió loco que coincidiéramos en casi todos los gustos. Y que soltara una coqueta carcajada cuando le propuse fugarnos ya a cualquier lugar. Dijo que no, obvio, que era imposible. Y tenía razón. Pero la idea quedó flotando hasta que terminó la noche. Yo también. Antes de partir, luego de esbozar su teoría sobre las palabras prohibidas, me hizo un guiño y me besó intencionadamente en el límite entre la comisura del labio y el bigote. Me dijo al oído que teníamos que volver a encontrarnos. Solos. Esa era la única condición... El problema es que me muero de ganas de decirle que no puedo olvidar su mirada y su sonrisa. Y no sé qué hacer. Mirá si se me escapa y tiro todo a la mierda por haberme enamorado.

6/5/08

Soledad (...)

Está solo, sentado en el viejo inodoro. En sus manos tiene una revista amarillenta, casi tanto como los azulejos del derruido baño. Está desnudo y tiembla. Tiene frío. También, miedo. El silencio casi absoluto ya no le molesta, aunque sí lo perturba escuchar los violentos quejidos de sus entrañas. Una gota de sudor helado recorre cansinamente su mejilla derecha. Se siente mal. Está convencido, como hace una semana, de que hoy es el día de su muerte. Probablemente, como casi siempre en su vida, esté equivocado.
La última vez que salió de su casa fue para asistir al funeral de su ex mujer. De regreso del cementerio, pasó por un mercado y compró cientos de latas de conservas. Llegó a su casa y se encerró. No volvió a abrir las ventanas ni las persianas. Raciona al máximo sus comidas. Sólo se alimenta en dosis homeopáticas para calmar los violentos espasmos intestinales.
Anestesiado por la soledad, no siente el olor a podrido que emana su cuerpo, ya consumido y golpeado. Asediado por la oscuridad, la luz sólo entra por la claraboya del baño. Y allí pasa gran parte del día. Lee viejas publicaciones. Mira fotos. Recuerda. El presente sólo es pasado. El futuro ya no existe. Cuando se agota de volver atrás en el tiempo, deja el inodoro y se recuesta en la fría bañadera. Ya no cierra los ojos para dormir. Hace tiempo que no puede descansar. Sólo se pregunta por qué nadie se acuerda de él. ¿Por qué?