10/2/16

Calor (...)

La calle transpiraba sin parar. No importaba que faltaran minutos para la medianoche. Del cemento, ese que abunda en los alrededores de la estación de trenes de Lanús, todavía brotaba un calor insoportable. Se hacía difícil encontrar un poco de aire, una brisa rebelde que refrescara el infierno en que se habían convertido los suburbios de la ciudad. En eso estaba ella, mientras se apoyaba ligeramente sobre una de esas rejas que obliga a los peatones a cruzar sí o sí por las esquinas. Lo que se veía de su piel, que era bastante, encandilaba por el sudor. El efecto se potenciaba con el reflejo de las luces. Era inevitable. Ojotas, un viejo jean cortado y gastado y una musculosa negra, con una leyenda de Hermética algo borroneada, que no alcanzaba a cubrirle el ombligo. Con una mano intentaba abanicarse. Con la otra, con la zurda, ensayaba sin suerte la transformación de su interminable melena morocha en un rodete aliviador. Se dio cuenta de que él no le quitó la mirada en los 45 segundos que duró el semáforo en rojo. El auto de atrás lo apuró a bocinazo limpio. Ella lo miró, sonrió y alzó las cejas como diciendo se acabó. Con la mano que usaba de abanico le tiró un beso. Un nuevo bocinazo le puso el final definitivo a la escena. Una historia que, como casi todas, terminó antes de empezar.