17/2/09

Putas: Copacabana (...)

La ansiedad por llegar a Copacabana hizo eterno el viaje hasta Caballito. Pero no todo fue culpa de las ganas inmensas de encontrarnos con el Flaco Torres abrazado a Iris. El motor del Fíat se sobrecalentó y tuvimos que hacer una parada de 20 minutos cerca del Puente Uriburu. El Tano estacionó el coche contra un cordón de la avenida y yo fui corriendo hasta la estación de servicio más cercana, una Esso, para comprar la salvadora agua destilada. El Súper Spazio parecía decidido a dejarnos a gambas. Tanto es así que a unas 30 cuadras del cabaret, se le pegaron las pastillas de los frenos y tuvimos que dejarlo estacionado, frente a una plaza que ni me acuerdo cómo se llamaba. La cuestión es que a Copacabana llegamos caminando. Eran casi las dos de la mañana. No hacía falta ser demasiado avispado para darse cuenta de que se trataba de un boliche de primera. Los 30 pesos per cápita que debimos pagar para una simple consumición hablaba a las claras de las tarifas del local y también dejaba entrever la calidad del servicio. Cuando entramos casi me caigo de culo cuando se me cruzó la primera mina. Era una modelito. Flaquita, pura fibra, gambas interminables. Un lomo de película... Nada que ver con las gordas que exhibían sin pudor sus carnes celulíticas en el viejo y querido Macao. Nerina o Yoseline, que eran dos terribles mujeres con todas las letras, no habrían calificado para integrar el staff de trolas del exclusivo Copacabana. Enseguida, tomé del brazo al Tano y le pregunté cuánta plata tenía. Fanucci, cómplice y totalmente alzado, me guiñó un ojo. "No nos vamos de acá sin ponerla", me prometió. Ya me había olvidado de que, en realidad, no había ido hasta allá para "ponerla", sino para buscar al Flaco Torres.
Mientras las trolas seguían desfilando por los pasillos que se armaban entre las mesas y dos perras, capaces de protagonizar la mejor de las películas porno jamás imaginada, jugueteaban con su cuerpo sobre un pequeño escenario, divisé al Flaco sentado en un rincón con una chica que, desde lejos, se aproximaba a la descripción de Iris. Era una muñequita. No quise arruinar el momento y sólo pasé por al lado y lo saludé con un leve movimiento de mi mano. Torres me guiñó el ojo y se sonrió. Seguí de largo y ocupé la mesa más cercana a la de mi amigo. El Tano Fanucci, sin perder una milésima, se pidió el fernet con coca reglamentario y yo me incliné por el tradicional whisky prostibulario. El mozo me aclaró que si quería tomar uno importado tenía que pagar 10 pesos extra. Le dije que no valía la pena, que me trajera uno nacional. Total, mi hígado ya estaba acostumbrado al querosene que consumía en los tugurios suburbanos.
Fanucci se bajó el fernet como si fuera un vaso de agua helada. Y enseguida se encaró una trola que era igual a una que bailaba en un programa de televisión. De repente, el Tano desapareció con la morocha. Claro, a diferencia de los tercermundistas boliches de Provincia, los cabarulos de luxe no tiene habitaciones incorporadas. Eso sí, siempre están estratégicamente ubicados a metros de un hotel alojamiento. Qué casualidad, ¿no? Yo, en cambio, me quedé en la mesa bajando a paso lento el whiskicito que afortunadamente no estaba rebajado. Esperaba que se acercara alguna chica, pero otro elemento distintivo de los prostíbulos de calidad es que las trolas están tan buenas que no necesitan hacer el trabajo sucio. Nada de rituales de frotamiento o manotazos intempestivos a las braguetas de los potenciales clientes. Ellas esperan pacientemente que las presas se les acerquen. Sin dinero que alcanzara para garpar la tarifa mínima, me tuve que conformar con ver cómo se manoseaban esas dos bestias que gateaban con extrema sensualidad sobre el escenario.
Entonces fue cuando el Flaco Torres, de quien me había vuelto a olvidar por culpa de la depresión que me había causado no tener un peso en el bolsillo, se sentó a mi lado. Me contó que una negra de Oasis -¿mi querida Selva?- le había dicho que Iris estaba trabajando acá. Y que ayer se había pasado la noche en el boliche, pero que la chica no había aparecido. Tan mal se puso por el desencuentro que le agarró algo así como un ataque de pánico que lo obligó a faltar al trabajo. Su jefe, el Negro Morales, no se había hecho demasiado drama. Y el médico que fue a visitarlo le dio unas 72 horas de descanso, con unas pastillitas para bajar la ansiedad. Yo le conté del episodio con el portero. El Flaco se cagó de risa cuando le relaté la casi muerte de la vieja pacata, pero enseguida cambió el rictus y puso una terrible cara de orto cuando le expliqué que yo también había dado con el paradero de Iris a través de la generosidad de la negra Selva. Nunca lo había visto así de quebrado. Con una lágrima a punto de caer, el Flaco me reveló que su adorada Iris se había convertido en la novia oficial del Polaco Jermak, uno de los dueños de la cadena de prostíbulos. Y que había dejado de trabajar, al menos para clientes comunes como nosotros. Sus nuevas amigas de Copacabana le recomendaron que no la buscara más, que ni siquiera la nombrara. Palabras más, palabras menos, le advirtieron que aquél que osara sacarle una minita al Polaco la iba a pasar realmente mal. "Mirá si termino como Ringo Bonavena", disparó. A mí se me puso la piel de gallina. Sabía que Torres no se iba a quedar con las ganas...

2 comentarios:

Diego Sagardía dijo...

whisky prostibulario
me encantó
saludos

Carla Irupé dijo...

Es genial lo tuyo, tincho!
me leí todos en un suspiro porque antes no había tenido tiempo de hacerlo prestandote atención....
Yo también quiero más!
Un abrazo grande grande!
besos!