26/2/09

Putas: Sofía (...)

Las palabras del Flaco quedaron revoloteando en mi cabeza. No era la primera vez que lo escuchaba manejando la posibilidad de terminar como Bonavena, con un balazo en la puerta de un prostíbulo. Además de jugar al vóley, a Torres le encantaba el boxeo y sentía devoción por Ringo. Tal vez, en lo profundo de su inconsciente, quería emular a su gran ídolo. De ahí la preocupación que me duró hasta que me señaló a una trola que pasaba por ahí. Me preguntó si me gustaba y la respuesta era obvia. La mina era un espectáculo. Se parecía a Carolina Del Nero, la modelo que estaba de moda. Enseguida, el Flaco sacó un fajito con billetes de cien pesos y me ordenó que agarrara el dinero y que me fuera con la morocha. Me dio un poco de pudor, debo reconocerlo, pero Torres ya había tomado la determinación de hacerme el regalo y me habría resultado imposible no aceptarlo. No saben cómo se ponía cuando uno le rechazaba algo. Terco, con sangre vasca por lado de madre, el Flaco era uno de los tipos más cabrones que conocí.
Me paré y encaré directo hacia la barra, donde estaba la falsa Carolina. A medida que me acercaba, la chica estaba cada vez mejor. Nada que ver con los gatos que acostumbraba a ver en los suburbios. Era un bombón. La saludé, me dio un beso y ya no sabía qué decirle. Me comporté como un pelotudo con todas las letras. Era una puta y yo tenía ganas de preguntarle dónde vivía y qué estudiaba. Un boludo a cuerda, ¿no? Ella, que sí sabía manejar la situación, me describió el tarifario en forma clara y sucinta. Con la guita que me había dado Torres me alcanzaba para pasar una noche inolvidable. Y así lo fue. No vale la pena entrar en detalles. Dicen que los caballeros no tienen memoria. Sólo les voy a contar que se llamaba Sofía y que nunca pensé que una noche de sexo rentado podría ser tan natural, tan maravillosa. Tal vez por estar mal acostumbrado a las desventuras en Macao o tugurios de peor calidad, en los que resultaba osado sacarse los pantalones por temor a quedarse sin ellos. Es que si uno se descuidaba, podía aparecer algún amigo de lo ajeno que intentara manotear la propiedad privada aprovechando la fragilidad de las paredes de cartulina. Nada que ver con la hermosa velada que había pasado hacía pocos minutos...
Cuando salimos del hotel me dieron ganas de tomar de la mano a Sofía. Pero enseguida me acordé de que ella era una puta y que me sacaría cagando. Sin embargo, al llegar a la puerta de cabaret, me abrazó y me dio un beso mágico, que me trasladó mentalmente a una escena de la adolescencia. Enseguida, sentí que estaba a la salida del colegio. Y que estaba con Noelia, una mis primeras novias, matándonos a besos contra uno de los paredones. La sensación fue idéntica. Sofía era la encarnación de la dulzura y del sexo salvaje envasado en un cuerpo de ensueño. Me dijo que volviera pronto, acompañado por un "lindo" que me comió el coco. Yo, embobado, le pregunté si quería que la esperara, le aseguré que estaba dispuesto a dejar todo por ella. Se rió con elegancia y me respondió que no del mismo modo, antes de recomendarme que lo mejor era que me fuera... Apenas cruzó la puerta de Copacabana me di cuenta de que había flasheado cualquier cosa. Era una puta con todas las letras. La más profesional de todas con las que había estado. Les debía decir a todos lo mismo. Y yo, de terrible facilidad para deslumbrarme con las mujeres, había caído en la trampa. Bah, en realidad había sido víctima de una fascinante actuación.
Convencido de que era lo indicado para no continuar con la farsa que había tejido mi imaginación, decidí no volver a entrar a Copacabana. Era lo mejor para mi sanidad mental. Además, tenía un hambre atroz. Y decidí cruzarme a la plaza que estaba enfrente del cabarulo para clavarme un choripán. Y no fui el único que tomó la misma determinación. En un banco, cerca del puestito ambulante, estaba el Tano Fanucci morfándose un súper pancho, acompañado por papas fritas de paquete y una lata de cerveza. Mientras el vendedor terminaba de cortar el chorizo en mariposa para terminar de darle un golpe de cocción, me senté a la derecha de mi amigo, que comía como si fuese la última vez. Ni me hablaba. Fui a buscar el chori y también me compré una lata de medio litro de birra para bajar el suculento embutido envuelto en chicloso pan francés. Le pregunté por el Flaco Torres y me dijo que se había ido hacía un rato a Recoleta porque le habían pasado el dato de que Iris estaba en un boliche de por ahí. No terminó la frase sin que lo agarrara con una mano de la campera. Le recriminé por haberlo dejado ir solo. Pero enseguida me convenció de que nuestro amigo era demasiado piola como para meterse con el Polaco Jermak. Y me recordó que nosotros, apenas terminara de devorar el chegusán, teníamos que ir a buscar el auto, que estaba esperándonos a 30 cuadras. Volví a la realidad de un porrazo. Enseguida, imagine a Torres tirado en las afueras del Mustang Ranch, pero no en Nevada, sino cerca del cementerio de la Recoleta. Empezamos a caminar rumbo al Súper Spazio. El Tano me contó sobre la plasticidad de la morocha con la que se había encamado. Y yo me acordé de la celestial Sofía. La negra de Fanucci no le podía ni atar los cordones. ¡Qué bombón!

No hay comentarios.: