6/2/09

Putas (...)

Muchos no me creen cuando trato de explicarles por qué me gusta ir al cabaret. Intento argumentar que estoy muy lejos de ser de lo que algunos etiquetan como un putañero empedernido. Acepto que me gustan con locura las mujeres, sobre todo con poca ropa o desnudas, pero no tengo la necesidad de pagar por sexo. Por ahora, claro... Si logro persuadirlos de ese prejuicio, inmediatamente y sin margen para ahondar en explicaciones, los santos inquisidores me rotulan de pajero. Y reconozco, nobleza obliga, que se me hace un poco más difícil esquivar el mote. Vale aclarar, sin embargo, que mis visitas a los lupanares rara vez terminan con un sacudón solitario en algún baño, con viejos azulejos como forzados testigos en peligro. Se preguntarán entonces para qué voy a cuanto piringundín puedo y les responderé con la verdad, aunque les suene poco creíble. Voy porque me carcome la curiosidad. Y cuanto más berreta sea el lugar, mejor.
Mis cabarulos preferidos son los que se quedaron en el tiempo. Aquellos que mantuvieron la esencia de sus épocas de fundación y esplendor, con lamparitas de todas formas y colores, mesas y sillas viejas, ventiladores que hacen más barullo que frescor, plantas asquerosamente artificiales, botellas de whisky Los Criadores y añejo Doble V rebajadas en forma poco prolija con agua de la canilla y clientes que parecen salidos de un casting hecho por Ed Wood, los hermanos Sofovich y Jorge Polaco.
Falta, obviamente, el ingrediente fundamental: las chicas. En esos lugares, aquellos que se parecen al boceto a trazo grueso que intenté dibujar en las líneas precedentes, la belleza se torna en un elemento azaroso. Son pocas las que superan los estándares mínimos que imponen los cánones estéticos de la sociedad posmoderna. A cambio, ellas tienen una notoria ventaja respecto de las diosas que ofrecen con generosidad su cuerpo en los burdeles de la alta sociedad. Sus dificultosos pasados y sus obligaciones. Y también su libertad. A medida que las chicas son más bonitas y femeninamente apolíneas, las historias se pierden entre secretos bien guardados, debajo de entramados del poder y del dinero. Además, la fantasía de casi todos se resume en pasar una noche con una súper modelo, con un culo perfecto tan perfecto como su cara y tetas que desafían con hidalguía las teorías físicas de Newton. Pero es simplemente una fantasía, ya que muy pocos elegidos disponen de una billetera capaz de solventar la tarifa estratosférica. Por eso, la mayoría termina descargando su masculinidad contra una regordeta centroamericana, con perfume barato y pezones destrozados por su interminable prole.
Aquí termina el prólogo de esta entrega. Aquí empiezan las historias del mágico submundo de las putas. Bienvenidos...

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