26/2/09

Putas: Sofía (...)

Las palabras del Flaco quedaron revoloteando en mi cabeza. No era la primera vez que lo escuchaba manejando la posibilidad de terminar como Bonavena, con un balazo en la puerta de un prostíbulo. Además de jugar al vóley, a Torres le encantaba el boxeo y sentía devoción por Ringo. Tal vez, en lo profundo de su inconsciente, quería emular a su gran ídolo. De ahí la preocupación que me duró hasta que me señaló a una trola que pasaba por ahí. Me preguntó si me gustaba y la respuesta era obvia. La mina era un espectáculo. Se parecía a Carolina Del Nero, la modelo que estaba de moda. Enseguida, el Flaco sacó un fajito con billetes de cien pesos y me ordenó que agarrara el dinero y que me fuera con la morocha. Me dio un poco de pudor, debo reconocerlo, pero Torres ya había tomado la determinación de hacerme el regalo y me habría resultado imposible no aceptarlo. No saben cómo se ponía cuando uno le rechazaba algo. Terco, con sangre vasca por lado de madre, el Flaco era uno de los tipos más cabrones que conocí.
Me paré y encaré directo hacia la barra, donde estaba la falsa Carolina. A medida que me acercaba, la chica estaba cada vez mejor. Nada que ver con los gatos que acostumbraba a ver en los suburbios. Era un bombón. La saludé, me dio un beso y ya no sabía qué decirle. Me comporté como un pelotudo con todas las letras. Era una puta y yo tenía ganas de preguntarle dónde vivía y qué estudiaba. Un boludo a cuerda, ¿no? Ella, que sí sabía manejar la situación, me describió el tarifario en forma clara y sucinta. Con la guita que me había dado Torres me alcanzaba para pasar una noche inolvidable. Y así lo fue. No vale la pena entrar en detalles. Dicen que los caballeros no tienen memoria. Sólo les voy a contar que se llamaba Sofía y que nunca pensé que una noche de sexo rentado podría ser tan natural, tan maravillosa. Tal vez por estar mal acostumbrado a las desventuras en Macao o tugurios de peor calidad, en los que resultaba osado sacarse los pantalones por temor a quedarse sin ellos. Es que si uno se descuidaba, podía aparecer algún amigo de lo ajeno que intentara manotear la propiedad privada aprovechando la fragilidad de las paredes de cartulina. Nada que ver con la hermosa velada que había pasado hacía pocos minutos...
Cuando salimos del hotel me dieron ganas de tomar de la mano a Sofía. Pero enseguida me acordé de que ella era una puta y que me sacaría cagando. Sin embargo, al llegar a la puerta de cabaret, me abrazó y me dio un beso mágico, que me trasladó mentalmente a una escena de la adolescencia. Enseguida, sentí que estaba a la salida del colegio. Y que estaba con Noelia, una mis primeras novias, matándonos a besos contra uno de los paredones. La sensación fue idéntica. Sofía era la encarnación de la dulzura y del sexo salvaje envasado en un cuerpo de ensueño. Me dijo que volviera pronto, acompañado por un "lindo" que me comió el coco. Yo, embobado, le pregunté si quería que la esperara, le aseguré que estaba dispuesto a dejar todo por ella. Se rió con elegancia y me respondió que no del mismo modo, antes de recomendarme que lo mejor era que me fuera... Apenas cruzó la puerta de Copacabana me di cuenta de que había flasheado cualquier cosa. Era una puta con todas las letras. La más profesional de todas con las que había estado. Les debía decir a todos lo mismo. Y yo, de terrible facilidad para deslumbrarme con las mujeres, había caído en la trampa. Bah, en realidad había sido víctima de una fascinante actuación.
Convencido de que era lo indicado para no continuar con la farsa que había tejido mi imaginación, decidí no volver a entrar a Copacabana. Era lo mejor para mi sanidad mental. Además, tenía un hambre atroz. Y decidí cruzarme a la plaza que estaba enfrente del cabarulo para clavarme un choripán. Y no fui el único que tomó la misma determinación. En un banco, cerca del puestito ambulante, estaba el Tano Fanucci morfándose un súper pancho, acompañado por papas fritas de paquete y una lata de cerveza. Mientras el vendedor terminaba de cortar el chorizo en mariposa para terminar de darle un golpe de cocción, me senté a la derecha de mi amigo, que comía como si fuese la última vez. Ni me hablaba. Fui a buscar el chori y también me compré una lata de medio litro de birra para bajar el suculento embutido envuelto en chicloso pan francés. Le pregunté por el Flaco Torres y me dijo que se había ido hacía un rato a Recoleta porque le habían pasado el dato de que Iris estaba en un boliche de por ahí. No terminó la frase sin que lo agarrara con una mano de la campera. Le recriminé por haberlo dejado ir solo. Pero enseguida me convenció de que nuestro amigo era demasiado piola como para meterse con el Polaco Jermak. Y me recordó que nosotros, apenas terminara de devorar el chegusán, teníamos que ir a buscar el auto, que estaba esperándonos a 30 cuadras. Volví a la realidad de un porrazo. Enseguida, imagine a Torres tirado en las afueras del Mustang Ranch, pero no en Nevada, sino cerca del cementerio de la Recoleta. Empezamos a caminar rumbo al Súper Spazio. El Tano me contó sobre la plasticidad de la morocha con la que se había encamado. Y yo me acordé de la celestial Sofía. La negra de Fanucci no le podía ni atar los cordones. ¡Qué bombón!

17/2/09

Putas: Copacabana (...)

La ansiedad por llegar a Copacabana hizo eterno el viaje hasta Caballito. Pero no todo fue culpa de las ganas inmensas de encontrarnos con el Flaco Torres abrazado a Iris. El motor del Fíat se sobrecalentó y tuvimos que hacer una parada de 20 minutos cerca del Puente Uriburu. El Tano estacionó el coche contra un cordón de la avenida y yo fui corriendo hasta la estación de servicio más cercana, una Esso, para comprar la salvadora agua destilada. El Súper Spazio parecía decidido a dejarnos a gambas. Tanto es así que a unas 30 cuadras del cabaret, se le pegaron las pastillas de los frenos y tuvimos que dejarlo estacionado, frente a una plaza que ni me acuerdo cómo se llamaba. La cuestión es que a Copacabana llegamos caminando. Eran casi las dos de la mañana. No hacía falta ser demasiado avispado para darse cuenta de que se trataba de un boliche de primera. Los 30 pesos per cápita que debimos pagar para una simple consumición hablaba a las claras de las tarifas del local y también dejaba entrever la calidad del servicio. Cuando entramos casi me caigo de culo cuando se me cruzó la primera mina. Era una modelito. Flaquita, pura fibra, gambas interminables. Un lomo de película... Nada que ver con las gordas que exhibían sin pudor sus carnes celulíticas en el viejo y querido Macao. Nerina o Yoseline, que eran dos terribles mujeres con todas las letras, no habrían calificado para integrar el staff de trolas del exclusivo Copacabana. Enseguida, tomé del brazo al Tano y le pregunté cuánta plata tenía. Fanucci, cómplice y totalmente alzado, me guiñó un ojo. "No nos vamos de acá sin ponerla", me prometió. Ya me había olvidado de que, en realidad, no había ido hasta allá para "ponerla", sino para buscar al Flaco Torres.
Mientras las trolas seguían desfilando por los pasillos que se armaban entre las mesas y dos perras, capaces de protagonizar la mejor de las películas porno jamás imaginada, jugueteaban con su cuerpo sobre un pequeño escenario, divisé al Flaco sentado en un rincón con una chica que, desde lejos, se aproximaba a la descripción de Iris. Era una muñequita. No quise arruinar el momento y sólo pasé por al lado y lo saludé con un leve movimiento de mi mano. Torres me guiñó el ojo y se sonrió. Seguí de largo y ocupé la mesa más cercana a la de mi amigo. El Tano Fanucci, sin perder una milésima, se pidió el fernet con coca reglamentario y yo me incliné por el tradicional whisky prostibulario. El mozo me aclaró que si quería tomar uno importado tenía que pagar 10 pesos extra. Le dije que no valía la pena, que me trajera uno nacional. Total, mi hígado ya estaba acostumbrado al querosene que consumía en los tugurios suburbanos.
Fanucci se bajó el fernet como si fuera un vaso de agua helada. Y enseguida se encaró una trola que era igual a una que bailaba en un programa de televisión. De repente, el Tano desapareció con la morocha. Claro, a diferencia de los tercermundistas boliches de Provincia, los cabarulos de luxe no tiene habitaciones incorporadas. Eso sí, siempre están estratégicamente ubicados a metros de un hotel alojamiento. Qué casualidad, ¿no? Yo, en cambio, me quedé en la mesa bajando a paso lento el whiskicito que afortunadamente no estaba rebajado. Esperaba que se acercara alguna chica, pero otro elemento distintivo de los prostíbulos de calidad es que las trolas están tan buenas que no necesitan hacer el trabajo sucio. Nada de rituales de frotamiento o manotazos intempestivos a las braguetas de los potenciales clientes. Ellas esperan pacientemente que las presas se les acerquen. Sin dinero que alcanzara para garpar la tarifa mínima, me tuve que conformar con ver cómo se manoseaban esas dos bestias que gateaban con extrema sensualidad sobre el escenario.
Entonces fue cuando el Flaco Torres, de quien me había vuelto a olvidar por culpa de la depresión que me había causado no tener un peso en el bolsillo, se sentó a mi lado. Me contó que una negra de Oasis -¿mi querida Selva?- le había dicho que Iris estaba trabajando acá. Y que ayer se había pasado la noche en el boliche, pero que la chica no había aparecido. Tan mal se puso por el desencuentro que le agarró algo así como un ataque de pánico que lo obligó a faltar al trabajo. Su jefe, el Negro Morales, no se había hecho demasiado drama. Y el médico que fue a visitarlo le dio unas 72 horas de descanso, con unas pastillitas para bajar la ansiedad. Yo le conté del episodio con el portero. El Flaco se cagó de risa cuando le relaté la casi muerte de la vieja pacata, pero enseguida cambió el rictus y puso una terrible cara de orto cuando le expliqué que yo también había dado con el paradero de Iris a través de la generosidad de la negra Selva. Nunca lo había visto así de quebrado. Con una lágrima a punto de caer, el Flaco me reveló que su adorada Iris se había convertido en la novia oficial del Polaco Jermak, uno de los dueños de la cadena de prostíbulos. Y que había dejado de trabajar, al menos para clientes comunes como nosotros. Sus nuevas amigas de Copacabana le recomendaron que no la buscara más, que ni siquiera la nombrara. Palabras más, palabras menos, le advirtieron que aquél que osara sacarle una minita al Polaco la iba a pasar realmente mal. "Mirá si termino como Ringo Bonavena", disparó. A mí se me puso la piel de gallina. Sabía que Torres no se iba a quedar con las ganas...

Putas: Alma (...)

Después de recorrer la insufrible avenida Pavón hasta la altura de la estación de trenes de Lanús llegamos al edificio en el que vivía el Flaco Torres. Dejamos el auto estacionado a unos 30 metros de la puerta, bajamos del Fíat y tocamos el timbre del 3º D. El Flaco llevaba un año y medio viviendo en ese departamento de dos ambientes híper oscuro, con vista a un lúgubre pulmón. Tenía plata de sobra para mudarse al Centro y alquilar un bulín un poco mejor ubicado y un poco más presentable. Pero él prefería estar cerca de su vieja, que vivía en la casa de toda su vida en Valentín Alsina. Mientras esperábamos en vano que nos atendiera, una terrible morocha salió por la puerta acompañada por un tipo que estaba vestido de portero. Creo que tocamos unas 20 veces el timbre sin suerte... Hasta que el fulano se despidió efusivamente de la mina, que tenía una terrible pinta de gato, y nos encaró. Nos preguntó a quién buscábamos y nos hicimos los boludos. Es que yo conocía a José, el viejo encargado. Pero de éste no tenía ni la más mínima idea. Se presentó y nos explicó que era nuevo en el edificio, porque don José se había pedido una licencia de tres meses para ir a resolver “unos problemitas familiares” en Corrientes. Ahí le creí. Es que el Negro, así le decía el Flaco, era fanático de Mandiyú. Siempre andaba con un gorrito verde y blanco de tela que estaba autografiado por Pedro Barrios, Adolfino Cañete y José Horacio Basualdo, el Pepe, las figuras del equipo que salió campeón del Nacional B en el 88.
Recién entonces, tras el argumento creíble, le contamos que éramos amigos de Torres. El hombre, que tenía una inconfundible tonada mendocina, se sonrió y rápidamente nos relató que nuestro amigo no había salido en todo el día del derpa y que hasta había venido un doctor, con ambo celeste, estetoscopio y maletín, para revisarlo. Sin embargo, apenas se fue el médico, a los 15 minutos, el Flaco Torres se las había tomado. Le pidió por favor que no se lo contara a nadie, a excepción de que viniera un gordito de barba o un colorado pecoso preguntando por él. El gordito barbudo –se había quedado corto con la descripción- era yo, mientras que el Tano Fanucci respondía a la perfección con el identikit de colorado con pecas.
Pero eso no era todo. El muñeco, que se llamaba Alberto, nos dijo que Torres nos había dejado un recado. Enseguida, me entregó una tarjeta toda arrugada que rezaba: “Copacabana. Acá se cumplen todas tus fantasías”. Con Fanucci nos miramos y no lo podíamos creer. Sin tiempo para perder, le agradecimos y le rogamos que no le dijera nada a nadie. El encargado hizo la señal de juramento, llevándose el índice derecho a la boca y haciendo una cruz. Y antes de que volviéramos hacia el auto nos preguntó si nos había gustado la morocha. “Se llamaba Alma y fue un regalito de su amigo del 3ºD”, gritó a los cuatro vientos sin ánimo de ser discreto. Y agregó con una terrible cara de pajero: “Nunca me habían tirado la goma tan bien. Esa chica está endiablada”. En ese momento, como si estuviese escrito para un guión, pasaba una vecina con terrible cara de pacata. La mina llevaba un caniche micro-toy en una mano y una bolsa de polietileno, ésas del supermercado, en la otra. Apenas escuchó el vozarrón libidinoso del encargado, la vieja se espantó, cruzó la calle enceguecida y casi se la lleva puesta un Gol que venía a los santos pedos. Zafó de milagro y porque los frenos del Volkswagen eran una maravilla.
Tras la escena bizarra que casi termina en una tragedia digna de una placa roja de Crónica TV, no tuve necesidad de decirle nada a Fanucci. Apenas lo miré. Nos subimos al Súper Spazio y encaramos hacia Pavón. El nuevo destino era Doblas 327, la dirección que figuraba en la tarjeta que nos había dejado Torres. El hijo de puta del Flaco no estaba enfermo ni a ganchos. Vaya uno a saber qué le dio al médico para que le diera un par de días de reposo. Quizás había recurrido a alguna amiguita de Alma para ganarse la confianza del hombre del ambo celeste y maletín. Lo cierto, más allá de todas las especulaciones, es que se había cortado solo en su cruzada por volver a ver a Iris, escultural puta y aspirante a abogada. Ya sabía que la minuza estaba trabajando en Copacabana. También sabía que nosotros íbamos a ir a buscarlo. Un fenómeno.

11/2/09

Putas: El Flaco Torres

En aquella época, no demasiado atrás en el tiempo, los celulares eran un elemento de lujo reservado para algunos pocos. Yo estaba en una escala intermedia en la pirámide de la comunicación. En el trabajo me habían dado un beeper. Me querían tener localizado. Sin embargo, para responder a los llamados había que recurrir a los teléfonos públicos. No había otra alternativa. Así, pese al espectáculo acrobáticamente erótico que se desarrollaba sobre la barra, salí de Oasis con la idea fija de llamar al Flaco Torres. No me importó demasiado que fueran las cinco de la mañana. A dos cuadras del cabarulo, había una estación de servicio Isaura. Allí, encontré el teléfono. No tenía monedas, pero sí un par de tarjetas con algo de crédito. Marqué el número de la casa de mi amigo y nadie me atendió. Me resultó raro, aunque no tanto ya que el Flaco vivía de noche. Así, con el misterio de Iris a punto de resolverse –al menos, eso era lo que creía-, volví a mi casa con la idea de darme una ducha y tomarme unos mates antes de ir al trabajo.
Entonces, yo laburaba por la mañana en una incipiente punto com y por la tarde lo hacía en la sección Espectáculos del diario La Reforma. A Torres lo había conocido en la facultad. El también era periodista y dimos juntos los primeros pasos en la profesión. Dejé de verlo unos cuantos años hasta que se incorporó al staff de Deportes del diario. El Flaco, que pasaba el metro noventa, también jugaba al vóley en el Country Club de Banfield. De ahí conocía al Tano Fanucci, que era el armador del equipo. A mí, en cambio, el vóley no me gustaba para nada. Me parecía un juego de maricones que aprovechan cada punto ganado para tocarse un poco. Puro prejuicio, obvio.
Sin ir más lejos, mi teoría se desmoronaba con los ejemplos de Torres y Fanucci, los dos tipos más putañeros del universo. Ellos, sobre todo el Flaco, son los culpables de mi perdición por los cabarets. De hecho, antes de conocerlo, había ido unas dos o tres veces. Eso sí, lo que no puedo olvidar nunca fue la primera excursión a un lupanar. Todavía no tenía 18 años y uno de mis amigos, que ya había ido con sus hermanos mayores, nos llevó un tugurio en San Francisco Solano. En los alrededores había más camiones que en la fábrica de Scania. Dudamos en cruzar la puerta, pero Nahuel, el experto del grupo, nos convenció y nos recomendó entrar al lugar con gesto adusto así no se notaba tanto que éramos unos pendejos. “Con cara de perro, eh”, insistió. Y nosotros, giles por donde se nos mirara, le hicimos caso. Así, con un rictus digno de un milico malcogido, pasamos la cortina espantamoscas, la misma que había en las verdulerías, y encaramos al patovica, que parecía un ex compañero de andanzas de Martín Karadagian y el Ancho Peucelle, al que sólo le interesaba recaudar dinero. Cuando entramos, el boliche estaba a pleno. Con suerte, en un rincón muy cerca del baño, encontramos una mesa. La trola más joven tenía, sin exagerar, 40 años. Y todos entramos en pánico escénico. Cambiamos las consumiciones por una cerveza y ya estábamos listos para irnos. Entonces, Eduardo, otro de mis amigos, dio la nota. Aprovechó el amontonamiento para pellizcarle el culo a una de las minas. Pero la apiolada apenas la pudo festejar unas milésimas de segundo. La puta se dio vuelta, lo detectó como si tuviese un radar, y le pegó un coscorrón terrible acompañado por un estruendoso “pendejo pajero”. Eduardo no sabía dónde meterse. Se tuvo que bancar las gastadas durante todo el viaje de vuelta. Incluso, cada vez que nos juntamos a comer un asado, algún hijo de puta recuerda la anécdota y Eduardo se pone de la cabeza...
El Flaco Torres, como les había contado antes, tenía extrema debilidad por las putas. En todos los años que lo conocí, el tipo tuvo unas cuatro o cinco novias. Sólo dos no habían sido putas. Estaba enfermo, claro. Se enamoraba. Lo de Iris, como se ve, no era una excepción. Lo volví a llamar un par de veces desde el trabajo para contarle la pista que me había pasado Selva, pero nunca me atendió los llamados. Así que esperé a cruzármelo por la tarde en el diario. Sin embargo, el Flaco no estaba. Cuando llegué, lo fui a buscar por su escritorio, pero en su lugar había un pasante. Encaré al Negro Morales, su jefe, y me dijo que Torres lo había llamado para decirle que estaba enfermo y pedirle que le mandara el médico. Yo estaba tapado de trabajo. Tenía una nota con un actor italiano que estaba filmando una película en la Argentina. Y no podía zafar. Insistí por el teléfono, pero seguía sin atender. No veía la hora de que terminara la jornada para ir a ver qué le pasaba a mi amigo. También llamé a Fanucci. Quizás él sabía algo. Pero el Tano tampoco tenía noticias. Y quedamos en que me pasaría a buscar con su Fiat Súper Spazio por el diario para ir al departamento del Flaco. A las once, Fanucci me levantó de la esquina de Avenida de Mayo y San José y encaramos derecho hacia Lanús. Torres vivía en unos departamentos a unas cinco cuadras de la estación sobre la calle Melo. Durante el viaje por la avenida Pavón, el Tano estaba extrañado por la supuesta desaparición de Torres. También me detalló las habilidades de la petisa Bettina y me preguntó cómo me había ido la noche anterior en Oasis. Le conté de la negra Selva y también de la pista sobre Iris. Y me dijo que conocía el cabaret que tenía el dueño de Oasis en Caballito. Era de primera y se llamaba Copacabana.

10/2/09

Putas: Selva (...)

Desde aquel jueves de frustraciones en Oasis mi cabeza había quedado un poquito alterada. Las imágenes se repetían en mi mente cada vez que cerraba los ojos. Yoseline, con sus labios carnosos, desfilaba hacia mí y me mostraba su culo rocoso. Enseguida, se me aparecía Nerina, con sus tetas majestuosas al aire, que se pegaba un saque antes de preguntarme si me apetecía una tirada de goma. Lo triste era que Nerina se esfumaba como la línea de merca y yo me quedaba solo, sentado frente a una mesa cuadrada, con otras dos sillas vacías. Sólo veía un par de camperas: una de cuero como la del Flaco Torres y otra de jean con corderito, igualita a la del Tano Fanucci. Y también estaba el puto estéreo, apostado sobre una fórmica roja que no paraba de transpirar por culpa de un solitario fernet. Así me desperté el viernes y el fin de semana. Y lo mismo me sucedió el miércoles. Pegué un terrible salto de la cama. Aturdido por la pesadilla, miré el reloj despertador. Marcaba las dos de la mañana. Me quedaban unas cinco horas de sueño. Pero tenía una sed terrible y me tuve que levantar. Fui derecho al baño, abrí la canilla de agua fría y tomé un largo trago. Volví a la habitación y me senté unos minutos en el borde de la cama. Tenía que volver al cabaret para poder ponerle punto final a la historia que me torturaba.
Así, con la decisión tomada, me pegué un duchazo para despabilarme un poco, me bañé en desodorante y me vestí. Salí encendido. Tanto como para esperar 45 minutos hasta que pasara un bondi que me dejara cerca del puterío. Llegué con la idea fija de sacarme las ganas y las fantasías de la azotea. La primera opción era Nerina. La segunda, claro, era Yoseline. Antes de subir la escalera, me interceptó un pelado que tenía una cara de terrible hijo de puta. Me pidió que le mostrara mi documento y me dijo que los miércoles había un show de lesbianas "fetén, fetén" y que debía pagarle una consumición antes de entrar. Le di un billete todo arrugado con el rostro de Sarmiento y él peló un talonario verde con números, de esos que se usaban en las rifas de barrios. Me había tocado el 72, la sorpresa según la numerología de los sueños.
Subí y llegué al salón. Habría unas cuatro mesas ocupadas y en una estaba el Tano Fanucci con una chica. Me acerqué, los saludé y me senté junto a ellos. Enseguida, pedí un whisky con hielo y le pregunté al mozo si estaban Nerina o Yoseline. El tipo me miró y se rió con una fuerte carcajada. Me dijo que era el quinto que le preguntaba por las mismas minas y me contó al oído, como si se tratara de un secreto de estado, que se las había llevado un amigo del dueño para una fiesta privada. Mientras empinaba el trago, no paraba de maldecir mi mala fortuna. A los cinco minutos, el Tano se fue con la petisa que se llamaba Bettina y que era bastante fulera. Otra vez me había quedado solo. Al menos, tenía un consuelo: Fanucci, esta vez, no había dejado pertenencia alguna sobre la mesa.
Fue entonces cuando llegó Selva. A esta altura todos saben lo que sucede en el momento que se te acerca una chica en este tipo de boliches. Como les conté, era morocha como Sheny, aunque bastante más agraciada que la dominicana. La negra, sin pedir permiso, hizo lo que quiso conmigo. Se me sentó arriba de las gambas y puso en marcha un violento ritual de seducción. Aterrizó con una mano en la bragueta, me encajó un beso en el cuello y con un movimiento magistral me hundió la nariz en sus tetas carnosas y oscuras. Recién entonces me dijo su nombre y yo le correspondí con el mío. Le pregunté de dónde era y ella me contestó que primero le tenía que comprar una cerveza. Le dije que sí y me contó que era cubana. Apenas se terminó la birra, en menos de un minuto y medio, me invitó generosamente a pasar un rato "solitos". Y le tuve que decir que sí. No vale la pena ahondar en detalles. Sólo que pagué por 40 minutos y que sólo necesité cinco para terminar con mi faena. Selva se quería ir, sobre todo porque yo la llamaba Nerina. A la negra no le gustó ni un poquito que me confundiera de nombre. Y no hay nada peor que una puta con cara de orto. Uno se siente estafado y, a la vez, con temor a que lo caguen a palos. Pero como tenía media hora a mi favor, casi que le rogué para que me aguantara un poquito. Necesitaba un poco más de cariño. A cambio, le ofrecí unos billetes más. Me sentía un poco incómodo en esa cama de una plaza y media, con el colchón envuelto en un nailon, enclavada en una piecita de dos por dos, separada por paredes de cartulina que servían para lotear las veinte habitaciones del boliche. Pero era lo que había. En pleno masajeo de resurrección, Selva acusó tener 21 años. Creo que se le había quedado una década en el camino. Igual estaba buenísima. Era pura fibra. Me explicó que había llegado acá, a la Argentina, hacía tres años, pero no le entendí muy bien cómo se había escapado de la isla. Eso sí, me miró como si fuese el diablo en persona cuando le pregunté por Fidel. También me contó que vivía en Wilde con otra de las chicas de Oasis, pero que su sueño era conseguir un departamento en Buenos Aires para trabajar sin depender de nadie.
Ahí, cuando nada parecía pasar, llegó el momento de la revelación, de la gran sorpresa, como si el 72 hubiese sido premonitorio. Me dijo, tal vez molesta por mi confusión en los nombres, que Nerina era la estrellita del boliche y que había llegado hacía un mes y medio con otra "modelito" que se llamaba Iris. Enseguida, se me apareció la imagen del Flaco Torres y su desesperada búsqueda e intenté hacerme el investigador privado para sacarle algún dato más a la morocha, que seguía trabajando en mi parte baja con mucho empeño y pocos resultados. Sólo me dijo que Iris apenas estuvo un par de semanas, ya que el patrón se la había llevado a otro local que funcionaba en Caballito. Al final, gracias a la buena voluntad de Selva, pude tener mi revancha en la catrera. Estaba agotado, pero también feliz por el gran descubrimiento. Cuando salía de la zona de cuartos lo busqué a Fanucci, pero no estaba. Eso sí, había dos terribles perras caminando en bolas sobre la barra. El show de lesbianas había comenzado. Y daba ganas de quedarse un rato. Pero primero tenía que buscar un teléfono público para contarle todo al Flaco Torres.

9/2/09

Putas: Nerina (...)

Como no podía dar con el paradero de Iris, el Flaco Torres, obsesionado y enceguecido, comenzó a hacer una búsqueda casi policial para encontrarla. Insistía con que era un bombón y con que no había ninguna que la pudiera igualar. Rompía un poco las pelotas, es cierto, pero todos sabíamos que el metejón se le iba a pasar apenas conociera a otra. Era cuestión de tiempo. Sin embargo, el Flaco estaba enroscado y se tomó el trabajo de rastrearla. Había decidido abandonar por un tiempo a Macao, el boliche de la también desaparecida Sheny, para probar fortuna en otros tugurios de la zona. Esa noche, luego de unas cuantas cervezas en el bar del Bingo, me convenció a mí y al Tano Fanucci sin demasiado esfuerzo para que lo acompañáramos a Oasis, al que yo nunca había entrado. En ese tiempo, el Flaco ya había visitado varios cabarets diferentes para encontrar a Iris. Pese a fallar en sus intentos, él jamás se volvía a su departamento con la billetera intacta. Al fernet con Coca Cola reglamentario, siempre le agregaba una fichita. "No hay que ser ingrato con las chicas. No hay que hacerlas ilusionar con que se van a ganar un mango", rezaba para excusarse de sus impublicables revolcones con las obesas Jacqueline y Marilyn...
Esa noche en Oasis todo había empezado mal. No había noticias de Iris, obvio. Y tampoco había whisky. Por lo tanto, decidí imitar al Flaco y al Tano y clavarme un fernecito. Torres, con el corazón despedazado, se bajó el trago en menos de un minuto y se llevó a una morocha que no estaba nada mal. Creo que se llamaba Bárbara. Fanucci, otro al que le apasionaba el sexo rentado, le siguió los pasos. Y se encamó con una que acusó el nombre de Paula y que tenía unas tetas extraordinarias. Yo, como de costumbre, me quedé de garpe y las muchachas empezaron a desfilar por mi entrepierna como si estuvieran jugando al juego de la silla. Venían, se presentaban, yo les decía mi nombre y me manoseaban un poco por ahí abajo prometiéndome los mejores 40 minutos de mi vida.
La verdad es que las trolas de Oasis estaban diez veces mejor que las de Macao. Casi me enamoro de Yoseline, una morocha de ojos claros y labios carnosos, que tenía un corpiño de red y una tanga hilo dental que te sacaba el aliento. Me mató cuando le pregunté cómo se escribía su nombre y me lo deletreó al oído mordiéndome suavemente el lóbulo de la oreja. Estaba por explotar, pero preferí esperar un ratito. Es que el Flaco y el Tano habían dejado sus camperas en las sillas y el pasacasete sobre la mesa. Me sentí un pelotudo importante, sobre todo porque sabía Yoseline iba a encontrar compañía enseguida. Y así sucedió. En menos de tres minutos, se levantó un flaquito que tenía una camisa blanca con los botones abrochados hasta el cuello. Me había dejado por un gil... Sin embargo, las malditas camperas y el puto pasacasete, ése que se sacaba entero y se podía llevar como una valijita, me permitieron conocer a Nerina. Yo sé que no me van a creer. No parecía puta. No olía como puta. Y, lo mejor, no te hablaba como puta. Sería una estrategia de marketing. O simplemente sería así. Podía pasar, tranquilamente, como si fuera una compañera de trabajo o de la facultad. Tenía un lomo bárbaro, envuelto en un top negro sin breteles que era medio transparente y un culotte que le dibujaba una cola casi perfecta. La mina ni siquiera se sentó sobre mis piernas. Agarró la silla en la que estaba la campera de Fanucci y se me puso a hablar. Obviamente, me pidió que le comprara un trago. Quería un vodka con naranja. Yo, encantado, se lo compré. Ahí, rápido, aproveché para que me contara su historia. Aunque no los pareciera, tenía 28 años. Y una nena de seis, Camila, que vivía con la abuela por “obvios motivos”. El padre de la pequeña se había ido apenas se enteró del embarazo. Ella, que hasta entonces era ama de casa, tuvo que salir a trabajar. Empezó con promociones hasta que se dio cuenta de que los hombres no dejaban de hacerle propuestas indecentes, casi siempre hipnotizados con sus tetas. Ahí nomás, como si hicieran falta evidencias visuales, se bajó el top y me las mostró. Increíbles, casi me tiro encima. Me habría gustado tener un espejo para ver la cara que puse...
Enseguida, Nerina dejó su silla y se sentó en mi falda. Jugó un poco con sus manos y me consultó si quería pasar, pero le expliqué que no pretendía que mis amigos se quedaran sin abrigo ni música para el regreso a casa. Soné muy convincente. Y también como un tarado. Ella pareció entenderme y me dijo que me hacía el aguante si le compraba otro trago. Yo, totalmente encendido, acepté. Le pedí otro destornillador e hice marchar mi tercer fernet. Mientras esperábamos al mozo, me preguntó si tenía merca. Le dije que no y me puso cara de ojete. Se levantó y se fue a otra mesa. Encaró a un gordo de pelo largo y rubio, le apoyó una mano en la bragueta y con la otra sacó un papelito del bolsillo de la campera del fulano. Le dio un beso y encaró para la zona de los cuartitos. El gordo se incorporó y la siguió. Adiós a Nerina. Como consuelo, mientras esperaba al Flaco y al Tano, ahogué mis penas en alcohol y me clavé los dos tragos, el de ella y el mío. Me pareció, de lejos, ver a Sheny. Pero era otra morocha. Ah, se llamaba Selva.

7/2/09

Putas: Iris (...)

Se llamaba Marilyn. Como les dije era una rubia rellenita que impresionaba, sobre todas las cosas, por su tanga mínima. Sus curvas, excesivamente pronunciadas, desbordaban la ropa interior. Cuando le pregunté por Sheny, se sentó sobre mis piernas y comenzó con el ya conocido ritual de frotamiento. Pero rápidamente la espanté. Insisto: no había ido para descargarme, sino para ver si podía reconstruir el puzzle de la vida de la dominicana.
Era una noche complicada. Verano, mucho calor, demasiada clientela. Apenas Marilyn y Jacqueline -si fuera JFK, me habría asustado por la increíble coincidencia- habían quedado a la deriva. Y no era para menos. Si Marilyn había tenido poca fortuna en el reparto de belleza, se hacía difícil entender cómo habían aceptado a la otra, que era aún más gorda y kilométricamente más fea. Por suerte, Jacqueline apenas me saludó con un beso. Enseguida, salí al cruce y le dije que sólo había ido para acompañar a mi amigo, el Flaco Torres. Ese sí que entraba en la categoría de putañero empedernido. Se conocía todos los cabarulos de la zona Sur y me había quemado la cabeza durante la noche con ir a ese boliche, porque ahí se había topado con Iris, a quien describió como "la puta más puta y hermosa" con la que había compartido un turno. Cuando estábamos en el bar tomando una cerveza, el Flaco me estuvo contando que dos días antes se había dado una vuelta por aquel piringundín y que apenas había dos mesas ocupadas. Es decir, había chicas libres como nunca antes había visto en sus frecuentes excursiones por los lupanares de la ciudad. De repente, envuelta en un aura de luces ultravioletas, se le apareció una flaquita que rajaba la tierra. Y Torres, como casi siempre le sucede, se enamoró. Era, obviamente, Iris. Me dijo que apenas superaba el metro sesenta, pero que tenía unas tetas increíbles y un culo que era una roca. "Era un petardo, boludo", sintetizó con su prosa llana y barrial. Y agregó: "En la cama, no sabés, me dejó hacer lo que quisiera". Encantado, como le había sucedido cientos de veces, el Flaco me arrastró al cabaret, aquél donde había conocido a Sheny. Yo, con apenas 20 pesos en el bolsillo, había ido con la ilusión de reencontrarme con la morocha para que me siguiera contando su vida. Y él lo hizo con la idea fija y heroica de "rescatar a Iris del puterío para convertirla en la señora de Torres". Pero la dominicana se había fugado y me tuve que consolar bajándome un maldito farol de whisky que no podía terminar de pasar. Y mi compañero, despechado por Iris, terminó bajándose a la desagradable Jacqueline.
Cuando volvíamos en el Renault 12 verde aceituna, el Flaco seguía obsesionado con Iris. Me juraba que era un minón. Y que apenas denunciaba 22 años. Me dijo que la “muñequita” era de Temperley y que había estudiado en la Universidad de Lomas, como nosotros, hasta que sus padres murieron en un accidente de autos y debió salir a trabajar para sobrevivir. Entonces, procurando sacar provecho de su belleza, intentó ser modelo. Con los clasificados bajo el brazo, había recalado en una oficina de mala muerte de un edificio de Almagro, en donde tuvo que pagar 50 pesos para que le armaran un book. Obviamente, la habían engañado. Presa de la desesperación, terminó siendo reclutada en una casa de masajes de Flores. Así, luego de unas cuantas fugas, había llegado al cabaret del que acabábamos de salir. Después de un polvo, catalogado de “terrible e inolvidable”, Iris le confesó a Torres que seguía soñando con recibirse de abogada. Y que el año siguiente, si podía, se iba a reinscribir en la facultad. El Flaco volvió varias veces y nunca jamás la encontró. Eso sí, tuvo varias revanchas con la gorda Jacqueline. Y con Marilyn también.

6/2/09

Putas: Sheny (...)

Se llamaba Jenny. Así, apenas se presentó, empezó a sonar en mi cabeza "Sube a mi voiture", de Pappo. También, no sé por qué, recordé a la novia de Forrest Gump y a una chica que iba a la facultad que era una hermosa fotocopia de aquella actriz. Sin embargo, la Jenny que estaba sentada sobre mis piernas en aquel cabaret suburbano no se parecía en nada a la rubia que desparramaba belleza por los pasillos de Sociales. De hecho, cuando ella pronunció el dulce Jenny, a mí me llegó un grosero "Sheny". Además, era morocha por donde se la mirara.
Con una aguardentosa tonada caribeña, ella averiguó rápidamente mi nombre. Pero no paraba de decirme papi. Casi me engaña cuando me susurró que era muy lindo y que tenía una sonrisa preciosa. Se lo decía a todos, seguro. Trabajaba de eso, claro. Su cuerpo, digamos, era generoso. Alta, pelo mota naturalmente frizado, una cara seis puntos con muchas batallas encima, mucha teta, culo macizo y piernas interminables. Todo eso envuelto en una mínima ropa interior que "fosforecía" con la luz ultravioleta. Ella, mientras yo tomaba un sorbo de un asqueroso whisky nacional, empezó a mover sus manos con sensualidad hasta detenerse en mi contenida entrepierna. Me preguntó qué me pasaba, si le gustaba. Le contesté que sí, aunque creo que no soné demasiado convincente. Por eso, decidí contarle la verdad, que había ido con unos amigos y con intención casi nula (nunca se sabe, no) de coger. Jenny o Sheny, como quieran, me miró con una terrible cara de orto. Y era obvio, no ganaba plata por hablar. Sólo perdía el tiempo conmigo. Enseguida se levantó enojada. Pero, con inusitada rapidez, le tomé la mano y le rogué que volviera en un rato.
A los 30 minutos, más o menos, Jenny volvió a sentarse sobre mis piernas. Y se frotó vulgarmente sobre mi bragueta. Me preguntó si había cambiado de opinión, pero le advertí que no. Sólo la invité a tomar algo y le prometí unos pesos a cambio de que me contara su historia. Me aceptó el trago y me rechazó la segunda propuesta porque los dueños del lugar, según aseguró, la iban a matar. Aunque pudo hablar un poco mientras se bajaba algo que intentaba ser un Gancia con Seven Up. Ahí me dijo que tenía 32 años y que era de República Dominicana. Me contó que allá habían quedado un par de hijos y un marido que la golpeaba y la obligaba a trabajar de puta. Y que vino acá por consejo de una prima, porque no aguantaba más. Me confesó que extrañaba a los chicos, pero que ya eran grandes porque los había tenido de muy joven y que seguramente iban a ser tan hijos de puta como su ex. Y también juró que ya se había acostumbrado a trabajar de esto y que difícilmente ganara lo mismo haciendo otro tipo de labor. Ah, también me dijo que unas horas atrás se tuvo que coger a un tipo que era muy desagradable, pero que eso ya nada le daba asco. Apenas se terminó el trago, volvió a frotarse contra mí e insistió con que pasara al cuarto con ella. Me negué, pero le puse un billete en la mano. Se sonrió -le faltaban unos cuantos molares- y me pidió que volviera porque con clientes como yo daba gusto ganarse la plata.
Al mes y medio regresé a ese tugurio que apestaba a pachuli. No quedaban rastros de Jenny. Una de sus compañeras, una rubia gorda con una tanga minúscula, me dijo que hacía dos semanas que no aparecía, que seguro se había ido a trabajar a otro lado y que si quería ella me podía hacer un bucal por 30 pesos y un completo por 60. Le dije que no. Se llamaba Marilyn.

Putas (...)

Muchos no me creen cuando trato de explicarles por qué me gusta ir al cabaret. Intento argumentar que estoy muy lejos de ser de lo que algunos etiquetan como un putañero empedernido. Acepto que me gustan con locura las mujeres, sobre todo con poca ropa o desnudas, pero no tengo la necesidad de pagar por sexo. Por ahora, claro... Si logro persuadirlos de ese prejuicio, inmediatamente y sin margen para ahondar en explicaciones, los santos inquisidores me rotulan de pajero. Y reconozco, nobleza obliga, que se me hace un poco más difícil esquivar el mote. Vale aclarar, sin embargo, que mis visitas a los lupanares rara vez terminan con un sacudón solitario en algún baño, con viejos azulejos como forzados testigos en peligro. Se preguntarán entonces para qué voy a cuanto piringundín puedo y les responderé con la verdad, aunque les suene poco creíble. Voy porque me carcome la curiosidad. Y cuanto más berreta sea el lugar, mejor.
Mis cabarulos preferidos son los que se quedaron en el tiempo. Aquellos que mantuvieron la esencia de sus épocas de fundación y esplendor, con lamparitas de todas formas y colores, mesas y sillas viejas, ventiladores que hacen más barullo que frescor, plantas asquerosamente artificiales, botellas de whisky Los Criadores y añejo Doble V rebajadas en forma poco prolija con agua de la canilla y clientes que parecen salidos de un casting hecho por Ed Wood, los hermanos Sofovich y Jorge Polaco.
Falta, obviamente, el ingrediente fundamental: las chicas. En esos lugares, aquellos que se parecen al boceto a trazo grueso que intenté dibujar en las líneas precedentes, la belleza se torna en un elemento azaroso. Son pocas las que superan los estándares mínimos que imponen los cánones estéticos de la sociedad posmoderna. A cambio, ellas tienen una notoria ventaja respecto de las diosas que ofrecen con generosidad su cuerpo en los burdeles de la alta sociedad. Sus dificultosos pasados y sus obligaciones. Y también su libertad. A medida que las chicas son más bonitas y femeninamente apolíneas, las historias se pierden entre secretos bien guardados, debajo de entramados del poder y del dinero. Además, la fantasía de casi todos se resume en pasar una noche con una súper modelo, con un culo perfecto tan perfecto como su cara y tetas que desafían con hidalguía las teorías físicas de Newton. Pero es simplemente una fantasía, ya que muy pocos elegidos disponen de una billetera capaz de solventar la tarifa estratosférica. Por eso, la mayoría termina descargando su masculinidad contra una regordeta centroamericana, con perfume barato y pezones destrozados por su interminable prole.
Aquí termina el prólogo de esta entrega. Aquí empiezan las historias del mágico submundo de las putas. Bienvenidos...