14/9/15

La era del Cuero (...)

Dice Mauricio Cuero que en los entrenamientos lo cargan porque siempre hace la misma jugada. Jura que siempre termina en gol. Corrida hasta el fondo, enganche para adentro y cordonazo con el borde interno del botín derecho para que la pelota viaje con una comba perfecta al ángulo del segundo palo. Imposible para el arquero. Pero lo hace en los entrenamientos. Imposible de comprobar, más allá de la complicidad de los compañeros, el cuerpo técnico y algún que otro testigo ocasional.

Dice Cuero que se tiene una fe ciega. Va rápido como casi ningún otro. Es el hijo del viento, pero de un viento tan endiablado que a veces se termina enredando producto de esa confianza que le imprime su velocidad y su rara gambeta. Corre sin parar. Y los defensores todavía lo siguen corriendo.

Nació un 28 de enero en San Andrés de Tumaco, una importante ciudad portuaria del sur de Colombia, muy cerca del límite con Ecuador. A su ciudad natal le debe su apodo. Es que en su país, cuando empezó a lucirse con la pelota debajo de la suela y ya asomaba con sus ráfagas en La Equidad, lo bautizaron como “La Perla del Pacífico”.

En Argentina llamó la atención con sus corridas con la selección juvenil de Colombia en un Sudamericano Sub 20. Parecía predestinado, como tantos otros, a viajar a Europa para triunfar. Pasó por España y Francia, pero sin pasaporte comunitario no le alcanzó con su velocidad para seducir a los entrenadores de Mallorca y Bastía. Recaló en Rumania, en el Vaslui, y no le fue bien. Tal vez extrañaba los 28 grados de temperatura promedio y esa lluvia tropical que no deja de caer en su Tumaco.

Así fue cómo volvió a América, pero el destino no sería su Colombia, sino la Argentina. El tumaqueño llegó a Olimpo y en Bahía Blanca jugaban apuestas para ver si era más rápido que el viento. Y lo era. Y eso que el viento va rápido por allá. Pero no todo fue vértigo. Su gol contra Quilmes, el único de su cosecha por allá, incluyó un festejo apoteósico con coreografía combinada con un cartel de la publicidad estática. Cien por ciento cuero.

Así fue como llegó a Banfield. Al principio, iba tan rápido que lo hacían correr demasiado. Jugaba de puntero, pero al mismo tiempo era mediocampista y marcador lateral. Y el sacrificio no le era gratuito. Muchas ocasiones de gol desperdiciadas, casi todas por llegar apurado al lugar donde hay que tener calma. De la ovación a la puteada fácil, víctima de la ciclotimia del hincha promedio.

El domingo, sin embargo, reinó la calma. Y jugó uno de esos partidos consagratorios. Por más que su paso sea efímero y que dentro de poco vaya por su revancha a Europa, el tipo se hizo gigante en un clásico. Y de visitante. Dejó su huella con sus corridas. Volvió loco a su marcador que se cansó de mirarle la espalda y terminó pegándole un patadón que le valió la roja porque no encontró nunca la manera de frenarlo. Ni así pudo el cuatro de los otros. Porque siguió corriendo. Ya no es más “la Perla del Pacífico”. Ahora es el “Diamante negro del Sur”. Dirán los libros que la era del Cuero comenzó un 13 de septiembre de 2015. Y la historia volverá a empezar... Aunque ya nada será igual.

Dice Mauricio Cuero que en los entrenamientos lo cargan porque siempre hace la misma jugada. Jura que siempre termina en gol. Corrida hasta el fondo, enganche para adentro y cordonazo con el borde interno del botín derecho para que la pelota viaje con una comba perfecta al ángulo del segundo palo. Imposible para el arquero. Pero lo hace en los entrenamientos. Imposible de comprobar, más allá de la complicidad de los compañeros, el cuerpo técnico y algún que otro testigo ocasional. El domingo lo hizo en un partido. En el partido. En la cancha de la contra. Con unos pocos miles que quedaron aún más congelados. Corrió, frenó, enganchó, miró el ángulo y la pelota fue allá, lejos, muy lejos, de un arquero que miró y miró y se resignó. Después, como todos saben, siguió corriendo. Lo hizo para pasar a la inmortalidad. Porque a partir de ahora y para siempre será “el clásico del golazo de Cuero”.

8/9/15

La casa de los Gordos (...)

En el barrio los llamaban los Gordos. Eran cuatro hermanos, tres hombres y una mujer, que vivían en una misma casona que ocupaba tres lotes, unos 25 metros, sobre la calle Manuel Castro. Lo curioso es que los Gordos no eran gordos, pero sí eran muy viejos. Tan viejos eran que, en el tiempo que pasó entre que dejé de ser un chiquilín inquieto para convertirme en un adulto aburrido, los gordos que no eran gordos se fueron muriendo uno a uno hasta dejar la casa vacía.

Creo que se llamaban Alfredo, Juan, José y Margarita. Creo, aunque muy probablemente esté equivocado porque la memoria desde hace tiempo pierde por goleada con la imaginación. Los Gordos pasaban gran parte del día en la puerta de su casa sentados en unas banquetas destartaladas. Cada vez que pasaba por ahí, y lo hacía varias veces por día, los viejos estaban haciendo “frente”.  Los  cuatro eran solteros y no tenían hijos. Eran ellos cuatro y su casa.

Como si se tratara de un ritual, pasadas las nueve de la mañana y luego cerca de las seis de la tarde, uno de ellos salía con un plato hondo de chapa y un tenedor a dejarles comida a los pájaros. Era un menjunje de miga de pan y leche que los gorriones y palomas se devoraban con devoción. Yo los saludaba con suerte diversa. A veces me devolvían el “hola” con un amigable “buenas”. Otras veces me ignoraban. Y tenían sus motivos. Yo era el pibe que dos por tres  les interrumpía la siesta, una cuestión cuasi religiosa para los cuatro gordos que no eran gordos sino viejos para pedirles que me devolvieran la pelota de fútbol que una y otra vez caía en su casa.

Es que esos tres lotes, con poca profundidad y mucha horizontalidad, daban al fondo (en realidad, al costado) de la casa de mis viejos. Digo daban porque ya no dan más: mis viejos hace unos años vendieron una parte de la que era su casa, justo la que daba, medianera enorme mediante, con la casa de los Gordos. Y yo, gran promesa de tronco luego ratificada, me cansaba de tirar la pelota al lado. En realidad, no sólo yo la tiraba afuera. También lo hacían mis amigos, mi hermano, hecho con la misma madera que yo, y los amigos de mi hermano. El problema es que el que siempre tenía que ir a buscar la pelota era yo. Y no era por ser boludo (algo que sigo siendo), sino porque las pelotas que había en casa eran mías... Entonces, para recuperarlas, siempre tenía que ir a poner la cara, ofrecer disculpas y prometerles en vano a los Gordos que íbamos a tener más cuidado y que no los molestaríamos más.

Es imposible olvidar lo mal que lo pasaba en esos 50 metros que debía recorrer desde mi casa hasta la de los Gordos, que estaba a la vuelta. El momento de mayor tensión, el momento en que todo se me fruncía, era cuando llegaba y golpeaba en la puerta. Es que la casona era tan vieja que no tenía timbre. Tenía una mano de metal súper pesada, con los dedos amuchados (como haciendo “qué te pasa” pero al revés), a la que había que darle envión para golpear una madera que sobresalía del portón de doble hoja. Era un golpe seco que se multiplicaba por tres. Tac, tac, tac.

Había que esperar. Cuando no hacían “frente” era imposible saber si estaban despiertos o no porque los enormes ventanales estaban siempre cerrados. Ni siquiera estaban levantadas las mirillas de las persianas. Del lado de adentro todo era oscuridad. Al minuto más o menos se escuchaban a lo lejos algunos pasos y una pequeña discusión. Generalmente, el que atendía era Don José, que siempre andaba con la barba crecida y, sin pudores, se mostraba con una camiseta rosa con tres botones, tiradores y un pañuelo atado al cuello. “Otra vez vos, pibe. Otra vez tirastes (con ese) la pelota. Mirá que sos maleta, eh... Aguantá que te la alcanzo”, refunfuñaba.

El problema mayor surgió cuando Don José se murió. Fue al poco tiempo de la partida de Alfredo, que era el más viejito de todos. De modo que los cuatro hermanos, en menos de seis meses, pasaron a ser dos. Y los dos que quedaron no eran los más amigables. De hecho, la primera vez que doña Margarita atendió mis requerimientos futboleros fue terrible. La pelota apareció pinchada, con un tajo que cualquier perito, incluso el menos avispado, hubiese calificado de intencional.

A los dos días la escena se repitió con otra pelota, la otra que teníamos, una con los gajos de cuero resecos que si hubiese durado unos años más se habría convertido mágicamente en pelota de rugby. La bola, como se imaginan, volvió con otro tajo similar. Muy sospechoso todo. Tan sospechoso que obligó a replantear la estrategia de recuperar las pelotas por las buenas, sobre todo para no tener que llevarlas a la casa de deportes para hacerlas resucitar con el cambio o emparche de la cámara.

El plan era  ir a buscarlas y evitar Juan y Margarita se enteraran del asunto. No era demasiado complicado llegar a la casa de los Gordos desde lo de mis viejos. La cuestión es que según el lugar donde cayera la pelota había que invadir otras dos propiedades. Así, luego de algunos días de estudio, llegué a la conclusión de que las excursiones sólo podían hacerse de noche. Eso evitaría problemas, sobre todo con los otros vecinos. Todo según la lógica poco lógica de un chico...

La medianera que separaba mi casa de la de los Gordos era demasiado alta y resultaba imposible treparla para llegar sin escalas. Por eso, primero había que entrar a la casa de Don Antonio. Eso no era difícil porque Don Antonio vivía en la parte de arriba de mi casa. Como compartíamos el tanque de agua y el bombeador, que estaban camuflados detrás de un montón de plantas, había una puerta que comunicaba los dos terrenos. La puerta siempre estuvo sin llave y conducía a una escalera que desembocaba en el patio terraza de la casa de Don Antonio. Desde ese lugar, con un pequeño salto, se llegaba sin demasiado esfuerzo al techo de chapa del galpón de uno de los lotes de la casa de los Gordos donde habitualmente caía la pelota. Por lo tanto, linterna en mano, hacía ese simple recorrido para recuperar el vital elemento futbolístico (¡vaya eufemismo para no repetir pelota o no escribir balón!). Ya no era una pesadilla tirarla al lado. Era algo así como el inicio de una gran aventura.

En otras ocasiones, la pelota viajaba un poco más lejos y para llegar de forma más segura había que no sólo pasar por el patio-terraza de la casa de Don Antonio, sino que también había que intrusarse en la casa de Teresa y desde ahí saltar al techo de chapa de otro galpón que estaba un poco más alto en otro lote de lo de los Gordos, el que estaba más cerca de la esquina. Implicaba mayores riesgos. Era una excursión repleta de adrenalina para un chico de 12 años. El mejor recuerdo fue justamente la peor noche, cuando me resbale y me caí porque una chapa se abrió al medio. Zafé de cortarme con la placa de zinc totalmente oxidada. La que no zafó fue la linterna, que se rompió toda. No se veía nada. Por suerte, luego de contener las enormes ganas de largarme a llorar, por el golpe, por la linterna hecha pedazos y por el cagazo que me agarró, me las ingenié para trepar en la oscuridad y volver todo machucado a casa. Al otro día, al pasar por lo de los Gordos, vi cómo Margarita ordenaba todo el desastre que le había dejado. Me dio pena, pero no podía hacerme cargo... Por aquellos tiempos hiperinflacionarios se rumoreaba en el barrio que había chorros que pasaban de casa en casa por los fondos. Creo el rumor estaba infundado. No eran chorros, sino un buen pibe que buscaba recuperar lo que era suyo.

Más allá del incalculable valor de los tres lotes enclavados en la zona más residencial de Banfield, ya casi no queda casi nada de aquella casa de fachada sombría y ajada que irradiaba terror entre los pibes del barrio. La casona sigue en pie, pero erosionada por los litigios judiciales entre una vecina pícara y un párroco no menos pícaro que intentaron sacar tajada de la senilidad de los viejos. Los dos, por ahora, siguen con las manos vacías. Hace unos años el frente que algún momento supo ser hermoso fue tapiado por algunos vecinos atemorizados por la posibilidad de que el terreno se convirtiera en un aguantadero. El muro sirvió para desalentar a los ocupas, pero terminó por matar a la casa de los Gordos, que se asoma por detrás de ese muro de ladrillos huecos y grises apilados en forma desprolija. Sin vida y sin siquiera fantasmas. Con apenas un recuerdo transformado en cuento.