27/4/15

La Pintier de Aducci (...)

La verdad es que no recuerdo bien quién de todos nosotros fue el culpable. Creo que yo no fui. No estoy seguro. Lo que resulta imposible de olvidar es la secuencia que siguió. Los que estábamos ahí observamos con toda la atención del mundo cómo la pelota viajó cortando el aire y se dirigió al único lugar al que no debía ir, al único lugar donde ninguna otra pelota fue en la historia del Normal de Banfield. Siguió el estallido, el silencio generalizado y la cara de incredulidad de Aducci. Era imposible que sucediera lo que sucedió. Pero pasó. Podríamos haberlo intentado durante los cinco años que duró –para algunos– la Secundaria y, estoy casi seguro de que nadie lo podría haber logrado si se lo hubiese propuesto. Hoy, a más de 20 años de distancia, creo que ni siquiera Messi o Maradona lo podrían haber logrado. Sin embargo, aquella mañana de sábado, en uno de los partidos por el campeonato de fútbol de la escuela, los planetas se alinearon en contra del pobre Aducci.

Aducci no había empezado la Secundaria con nosotros. No recuerdo tampoco cómo cayó en nuestra división. Creo que fue en segundo año, después de un primer año filtro que dejó a varios en el camino. Aducci, si no me falla la memoria, llegó con Gómez. Los dos, rápidamente, se sumaron sin demasiados problemas al grupo. Gómez, que se ganó el apodo de Nerón luego de llegar una mañana con un corte de pelo digno de algún emperador romano, jugaba a la pelota como los dioses. La tenía atada. Lo de Aducci era más modesto. Pero era un buen defensor.

Ellos dos se sumaron a nuestro equipo, que había sido la grata sorpresa del año anterior en el campeonato que juntaba a las divisiones de primero y segundo años. Nadie daba nada por nosotros, sobre todo después de la abultada derrota que habíamos sufrido en el debut ante un equipo de segundo año, que no sólo nos goleó sino que también nos afanó un par de buzos durante alguna distracción. Sin embargo, el grupo se recuperó del golpe y del arrebato, y remontó. A tal punto de lograr en la última fecha la clasificación para las rondas finales. Llegamos, si no me equivoco, hasta las semifinales, donde sucumbimos ante un segundo año del vespertino que hizo valer la diferencia de edad y las mañas para dejarnos afuera del campeonato.

Lo concreto es que con las incorporaciones de Aducci y Gómez, el equipo de segundo año ganó dos baluartes. Pero, también, se ganó la posibilidad de jugar con una Pintier, la pelota más deseada por todos detrás de la Tango de Adidas, que era la que se usaba en el campeonato de Primera. La Pintier, en cambio, era la que se usaba en el Ascenso. Era la que más conocíamos todos. Como la mayoría éramos de Banfield o de Los Andes, a la Pintier la veíamos de cerca todos los sábados cuando íbamos a la cancha. Porque los partidos del Ascenso, salvo excepciones, se jugaban los sábados y solo sí los sábados.

Jugar con la Pintier era para elegidos. No sólo porque salía un montón de plata y era inalcanzable –además porque por suerte todavía no estaba instalado todo el circo del marketing alrededor del fútbol–, sino porque era, exagerando un poco, como jugar con una bola de bowling. Era muchísimo más dura que la pelota de gajos de cuero sin plastificar, esa que acostumbrábamos usar en el barrio y que a la primera de cambio se deformaba porque la cámara hacía presión contra las costuras o porque los gajos se resecaban si le pasabas algo de grasa como al cuero de los botines. Ni qué hablar de lo que pesaba la Pintier cuando se jugaba en una cancha de embarrada. O lo que dolía si te pegaban un pelotazo cuando jugabas un día de invierno o si la agarrabas media mordida a la hora de cabecear...

Aducci vivía atrás de la cancha de Banfield. Y gracias a algún defensor recio del Ascenso que despejó con vehemencia y sacudió la pelota por encima de las tribunas se hizo acreedor de una Pintier. Era como una reliquia para él porque no cualquiera era dueño de una pelota de semejante calidad. Sin embargo, lejos de atesorarla en alguna repisa de su casa, tuvo el gran gesto de compartirla y llevarla al colegio para que la Pintier fuera la pelota oficial de nuestro equipo. Entonces, si la memoria no me falla, el Centro de Estudiantes organizaba el campeonato, pero obligaba a cada uno de los equipos a traer una pelota. Era obvio que todos querían jugar con la Pintier. Y esa era una leve ventaja para nosotros que ya la conocíamos un poco mejor que los demás por jugar algún que otro picado con la pelota del Aducci. La cuestión fue que la Pintier duró muy poco. Nada.

Con el correr de las líneas los recuerdos se hacen cada vez más borrosos. De hecho, no puedo acordarme cómo salimos en aquel campeonato jugando para Segundo Tercera. Creo que nos fue peor que en primero. Pasamos de ronda, pero me parece que nos eliminaron en cuartos de final. Creo que en tercero, al igual que en primero, llegamos a las semifinales y en cuarto pasó lo mismo. Si no me equivoco, en cuarto perdimos por penales, luego de ir ganando 4-0 a los quince minutos del primer tiempo. Pueden decir que fue una gallineada, pero también vale aclarar que los rivales, otra vez de un equipo del vespertino, eran mejores que nosotros. De hecho, salvo cuando estuvo Nerón, nuestro equipo nunca se caracterizó por el gran talento de sus jugadores, sino por los huevos que teníamos. Nuestra enjundia potenciaba nuestro juego y nos hizo ganar muchos partidos que debimos haber perdido ante rivales superiores. Eso pasó con aquel 4-0 parcial de ensueño que más tarde se convirtió en pesadilla. Sobre todo luego de esa fatídica definición por penales en la que volvimos a dejar la chance de ganar... Estábamos convencidos de que en quinto año no se nos escaparía y seríamos finalmente campeones, pero en el verano se cayó el paredón que da a la calle Azara y el torneo del colegio no se jugó. Unos perdedores... Pero éste no es el eje de la historia. Es otra historia.

No sé si fue antes de empezar el partido o con el partido apenas empezado. Sí recuerdo que fue un zapatazo que voló y voló. Se fue muy lejos del arco. Parecía que se iría derecho contra uno de los ventanales de las aulas del primer piso, esas que estaban arriba del buffet, cerca de la que en algún momento fue la sala de música. Sin embargo, la Pintier tenía otro destino reservado. De la construcción sobresalía un fierro. Era un fierro que en algún momento había servido para fijar un caño o un cable. Bueno, la Pintier fue derecho, sin escalas, a ese fierro que se convirtió una bayoneta letal. Atravesó de lado a lado a la pelota. Hubo una pequeña explosión. Un ruido seco. Como si fuera un balinazo. Y la mirada de todos que inmediatamente apuntó al pobre Aducci. El partido, o lo que estábamos haciendo, se detuvo. El mundo también.

Casi sin dudarlo, Aducci fue corriendo a buscar la pelota en velocidad Ben Johnson. Trepó hasta el fierro como si fuese el hombre araña –no recuerdo si había una escalera– y llegó a descolgar la Pintier. Estaba totalmente desinflada. Se parecía más a una caja de pizza abollada que a una pelota profesional. Aducci la arropó como si se tratara de un familiar gravemente herido. No era para menos. La Pintier había quedado herida de muerte.

Tampoco recuerdo si la pudo reparar. De hecho, una vez que terminamos el secundario le perdimos el rastro a Aducci. A Nerón, que se había ido a probar suerte a Brown de Adrogué, lo perdimos mucho antes. Creo que a Aducci me lo crucé un par de veces en la cancha de Banfield. Recién lo busqué por Facebook, pero no me acuerdo de su nombre. Creo que se llamaba Marcelo. De lo único que me acuerdo bien es de su Pintier. La Pintier de Aducci.

24/4/15

Achalay (...)

No hay nada más mágico que los recuerdos a través de los olores. Son, por lejos, los mejores recuerdos. Son incluso mejores que las imágenes porque a las imágenes las solemos deformar y exagerar, casi siempre a nuestro favor. Le ponemos un poco de IVA para que la situación tenga un poco más de épica. Sin embargo, los olores no fallan. Porque te transportan mágicamente al lugar que dejó esa huella.

Por ejemplo, a diferencia de aquellos que lo padecen a diario por vivir en las márgenes con todo lo que conlleva, el olor a Riachuelo me hace feliz. Me traslada sin escalas a los paseos de los fines de semana, cuando mi viejo nos subía a todos al auto, el Chevy o el Taunus, para ir al Centro y caminar por Florida y Lavalle. Lo bueno de aquel nauseabundo y breve olor a Riachuelo, que también aparecía años más tarde cuando ni siquiera subíamos al Puente Pueyrredón e íbamos a Shopping Sur, en Avellaneda, era que siempre aparecía seguido por el delicioso aroma a galletita que brotaba en la avenida Montes de Oca por obra y gracia de la Bagley. Y también era increíblemente maravilloso el olor a Riachuelo porque eso significaba que al regreso, antes de volver a sentirlo y taparse dos segundos la nariz como buen burgués, pasaríamos para degustar el inolvidable aroma a quesos del Frigorífico Santiago de Barracas.

También es difícil de olvidar el olor a la casa de mi abuela, un aroma que se evaporó con ella. Porque yo vivo en la misma casa, pero el olor al caldo que preparaba todas las mañanas, ese que colaba cuidadosamente con algodón para sacarle la grasa, nunca más volvió. Ese aroma es mucho más personal. Aunque se puede identificar. En definitiva, es olor a caldo, aunque no hubo ninguno como el de mi abuela. Como el olor a Riachuelo, el olor a galletita o el olor a queso. Sin embargo, la cuestión no pasa por ahí.

El olor que me llevó a escribir estas líneas es otro. Y, por ahora, no lo puedo identificar con algo para que todos sepan de qué se trata. Admito que la culpa es mía porque soy un analfabeto botánico. Y siempre que paso por ahí voy solo o acompañado por otro que sabe menos que yo. El olor me lleva a la casa de mis otros abuelos, los que vivían en Córdoba. Es el olor que brotaba con fuerza desde la arboleda que rodeaba el camino de entrada tras cruzar la tranquera. Es mágico porque en esos dos segundos que dura el perfume que emana esa planta, árbol o no se qué, vuelvo a allá, a Loma Bola, al pie de los Comechingones, como lo hacía cada año cuando era chico luego de un largo viaje en el asiento del medio de la parte de atrás del Chevy o del Taunus. La verdad no sé si quiero averiguar de dónde sale. Por ahora, prefiero que sea único. Que sea mío. Que sea simplemente el olor a Achalay.