24/4/15

Achalay (...)

No hay nada más mágico que los recuerdos a través de los olores. Son, por lejos, los mejores recuerdos. Son incluso mejores que las imágenes porque a las imágenes las solemos deformar y exagerar, casi siempre a nuestro favor. Le ponemos un poco de IVA para que la situación tenga un poco más de épica. Sin embargo, los olores no fallan. Porque te transportan mágicamente al lugar que dejó esa huella.

Por ejemplo, a diferencia de aquellos que lo padecen a diario por vivir en las márgenes con todo lo que conlleva, el olor a Riachuelo me hace feliz. Me traslada sin escalas a los paseos de los fines de semana, cuando mi viejo nos subía a todos al auto, el Chevy o el Taunus, para ir al Centro y caminar por Florida y Lavalle. Lo bueno de aquel nauseabundo y breve olor a Riachuelo, que también aparecía años más tarde cuando ni siquiera subíamos al Puente Pueyrredón e íbamos a Shopping Sur, en Avellaneda, era que siempre aparecía seguido por el delicioso aroma a galletita que brotaba en la avenida Montes de Oca por obra y gracia de la Bagley. Y también era increíblemente maravilloso el olor a Riachuelo porque eso significaba que al regreso, antes de volver a sentirlo y taparse dos segundos la nariz como buen burgués, pasaríamos para degustar el inolvidable aroma a quesos del Frigorífico Santiago de Barracas.

También es difícil de olvidar el olor a la casa de mi abuela, un aroma que se evaporó con ella. Porque yo vivo en la misma casa, pero el olor al caldo que preparaba todas las mañanas, ese que colaba cuidadosamente con algodón para sacarle la grasa, nunca más volvió. Ese aroma es mucho más personal. Aunque se puede identificar. En definitiva, es olor a caldo, aunque no hubo ninguno como el de mi abuela. Como el olor a Riachuelo, el olor a galletita o el olor a queso. Sin embargo, la cuestión no pasa por ahí.

El olor que me llevó a escribir estas líneas es otro. Y, por ahora, no lo puedo identificar con algo para que todos sepan de qué se trata. Admito que la culpa es mía porque soy un analfabeto botánico. Y siempre que paso por ahí voy solo o acompañado por otro que sabe menos que yo. El olor me lleva a la casa de mis otros abuelos, los que vivían en Córdoba. Es el olor que brotaba con fuerza desde la arboleda que rodeaba el camino de entrada tras cruzar la tranquera. Es mágico porque en esos dos segundos que dura el perfume que emana esa planta, árbol o no se qué, vuelvo a allá, a Loma Bola, al pie de los Comechingones, como lo hacía cada año cuando era chico luego de un largo viaje en el asiento del medio de la parte de atrás del Chevy o del Taunus. La verdad no sé si quiero averiguar de dónde sale. Por ahora, prefiero que sea único. Que sea mío. Que sea simplemente el olor a Achalay.

No hay comentarios.: