6/3/15

El mejor gol de la historia (...)

Dicen que el gol de Maradona a los ingleses fue el mejor de la historia. Eso dicen, pero Messi metió uno parecido, muy parecido, aunque menos trascendente, jugando con Barcelona contra Getafe. O sea, razonamiento rápido, si dos tipos, no importa que uno fuese Maradona y el otro Messi, hicieron el mismo gol, eso significa que ese gol, gambeteando rivales a velocidad Bolt y corriendo 50 metros, no era tan difícil de hacer.

Dicen los más memoriosos que Alonso hizo el gol que no pudo hacer Pelé. Eso dicen lo que vieron al Beto gambetear al arquero sin tocar la pelota y luego empujarla al fondo del arco, algo que Edson Arantes do Nascimento, el que algunos dicen que debutó con un pibe, no pudo hacer contra Uruguay en pleno Mundial de México 1970. Sin embargo, el gol que hizo Alonso y que no pudo hacer Pelé no fue ni por lejos el mejor de la historia.

Digo yo --y tengo nueve testigos que no sé si dirán lo mismo-- que el otro día metí el mejor gol de la historia. Es el último gol que metí en mi oscura carrera como aficionado. Lo hice, para agigantar la leyenda, con la rodilla derecha maltrecha, con dolores insoportables y haciendo ruidos extraños, como pidiendo a crujidos WB40 para que las articulaciones respondan mejor luego de pasar años bajo la esclavitud del sobrepeso. Pero eso no va a salir en los diarios...

Lo concreto es que aquel sábado, con los amigotes de los sábados, en la canchita de los sábados, la pelota vino desde lejos y cayó en mi pecho. La controlé, vale aclarar, con una sabiduría milenaria, como si supiera de esto tan hermoso que es jugar al fútbol... Ah, me olvidaba, yo estaba de espalda al arco y mientras la pelota caía al piso haciéndole caso de la gravedad, comencé a pensar la mejor manera de resolver la jugada. LA JUGADA, ¿entienden?

En milésimas de segundo y fruto de un rapto de inspiración (quería escribirlo, suena lindo), decidí unilateralmente meter el mejor gol de la historia. Decidí hacerlo porque me tenía una confianza ciega. Y porque también me importa un carajo que un compañero me raje una puteada por terminar mal una jugada. Y fue, nomás, el mejor gol de la historia. De mi historia, claro. Aunque, nobleza obliga, debo decirles que nunca antes vi un gol igual... Y eso que vi goles. Así que señores de la FIFA, de la CIA, de la SIDE (mejor, no) y de Youtube, les pido encarecidamente que revisen las grabaciones de sus putos drones, porque lo que hice ese sábado fue para que lo pasen en la próxima gala de Zurich y, obviamente, me den el premio Puskas que merezco largamente.

Bueno, como les decía, mientras la pelota bajaba tomé la sabia determinación de no dejar que la pelota picara, para no darle tiempo de reacción a los defensores y al arquero. Y también porque tardo algo así como media hora para darme vuelta... Pensé todo eso y más porque, mientras la pelota bajaba, también pensé en que tenía que pasar por el supermercado y comprar algunas cosas antes de volver a casa. Así, entre razonamiento futbolero y el recuerdo de no olvidar comprar pan lactal, tomé la determinación de sorprender a todos y definir de aire... Y con un tacazo.

Debo reconocer que unas semanas antes había intentado lo mismo y no hice más que pegarle al aire, mientras la pelota se la llevaba un rival. Sin embargo, ese sábado caluroso de febrero, bajo un tinglado que elevaba la sensación térmica y un pasto sintético que tiene la ilógica costumbre de crecer, le entré de lleno --esa sensación inigualable que conocen todos los que osaron jugar alguna vez bien o mal al fútbol-- y la pelota, para sorpresa de todos, incluso la mía, fue sin escalas al fondo del arco. Nada que hacer para el arquero. Gol. Golazo. Aplausos de compañeros y rivales. El mejor gol de la historia. Sin dudas.

Volví a mi campo para que el otro equipo sacara del medio con el brazo derecho en alto y el índice señalando las chapas de la canchita. Me dieron ganas de irme y llamar a una conferencia de prensa para anunciar mi retiro. Que no tenía sentido prolongar mi malograda carrera como futbolista y decirles que, pese a todo y como bien dijo Diego, la pelota no se mancha.

Pero había que terminar el partido. El gol de taco que acababa de meter, el mejor gol de la historia, significaba el empate. Había que ir por el triunfo. Por la victoria. Como siempre. Sin embargo, en la jugada siguiente quise tirar un caño para sortear un rival y para seguir alimentando la fantasía, pero la perdí y nos la mandaron a guardar. Al toque, nos metieron otro.

Al final, perdimos por dos. El gol no sirvió de mucho. No sirvió de nada. Mientras unos tomaban una bebida energizante, algunos compartían un agua saborizada y otros recuperaban fuerzas con una cerveza helada, nadie se acordaba del gol, EL GOL. Uno de mis compañeros, para colmo, tuvo el atrevimiento de cuestionarme ese fantástico caño que nunca jamás salió y que desembocó en un gol de los otros. Por suerte, el sábado que viene hay revancha. Capaz meta un gol mejor, uno de chilena con doble mortal incluida... No les prometo nada. Será muy difícil superar ese maravilloso gol que, insisto, fue sin dudas el mejor gol de la historia. Una pena que se lo hayan perdido...