29/9/14

La vida suelta de Ernesto XIX (...)

Apenas trepó sin demasiada dificultad lo que quedaba de un médano enano para dejar la playa, Ernesto se cruzó con una morocha que caminaba en dirección contraria. Tenía un bikini rojo, muy llamativo por lo diminuto. Paseaba un perro lanudo, casi tan diminuto como el bikini y como la propia morocha, que parecía comprobar en carne propia el viejo dicho sobre lo breve, si bueno, dos veces bueno. Ernesto la miró con atención lasciva. Ella sonreía. Y él sólo pensaba en algún acto telequinético que la dejara aun más en descubierto. Hacía mucho tiempo que no veía una chica con tan poca ropa y con tantas redondeces (y un perro tan chiquito y tan peludo). Laura, hace ya mucho tiempo ya, había sido la última mujer que Ernesto había visto desnuda. Y, pese a que Laura se mantenía muy bien, siempre delgada con sus piernas infinitas, ya no le despertaba el apetito sexual que sí le despertó repentinamente la morocha. No estaba desnuda, pero sí estaba a dos nudos (de muy fácil resolución) de estarlo... Sin embargo, la chica, sus nudos y el perro se perdieron gradualmente detrás del médano. Se alejaba como todo se alejaba en la monocorde vida de Ernesto.

Al llegar a la avenida 3, como aquella tarde de verano que acababa de recordar, comenzó a llover. Con todo. Ernesto corrió para cobijarse debajo del toldo de chapa de un negocio que vendía de todo pero que parecía llevar varios meses cerrado. Cada vez que se largaba un chaparrón, Ernesto pensaba en Luciana. Sin embargo, nunca había vivido una situación parecida. Es obvio que nunca volvería a repetirse un primer beso. Sin embargo, jamás perdió la esperanza de volver a encontrar una aventura amorosa a la salida de un temporal. Hasta esa mañana.

La primera señal fue la aparición a toda máquina del perrito peludo, al que detuvo con la agilidad de un arquero que rápido de reflejos se agacha y pone las manos con las piernas detrás como resguardo para evitar que la pelota se le escurra por debajo de su humanidad.

El perrito que literalmente atajó traía a cuestas la correa y con sus dientes apretadísimos el pedazo de un rastrillo de plástico, esos que usan los chicos para jugar en la playa. El perrito estaba todo mojado y enarenado. Temblaba. Como no la veía, Ernesto pensó en buscar a la dueña para devolverlo. Pero no resultó necesario. Apenas alzó la cabeza, vio a la morocha doblar en la esquina a toda velocidad y al grito desesperado “Coco, Coco, Coco, vení”. Como por arte de magia, la mente alteró la velocidad de la temporalidad. La escena comenzó a transcurrir en una súper cámara lenta, con nivel de detalle ultra HD, como si fuera la imagen que devuelve la última tecnología del más inteligente de los televisores de alta gama.

Para la mente de Ernesto, viejo adorador de películas ochentosas, la morocha recreó sin quererlo la escena de ‘La chica 10’, en que Bo Derek corre en bikini y en slow motion para delirio de los adoradores de Onán. Era mucho menos glamorosa la situación, está claro. No había un sol que rajara la tierra con un cielo celeste impoluto. Llovía y soplaba algo de viento. Tampoco era una playa paradisíaca, más allá de que Gesell, pese a todo, tiene sus encantos. Sin embargo, la petisa se las ingenió para levantar la temperatura de Ernesto, durante esos diez segundos que en su cabeza duraron 90 minutos, el alargue y la definición por penales más larga del mundo. Ernesto no tuvo demasiado para ofrecerle. Paralizado, la miraba con su peor cara de asombro, esa que pone en evidencia el adolescente alzado y en plena edad del pavo que todo hombre lleva adentro. Nada de Adonis apolíneo. Todo lo contrario.

Ya con la velocidad otra vez normal, la morocha llegó al refugio improvisado casi tan agitada como Luciana, la noviecita de la infancia, la de la clase de inglés, aunque al borde de un ataque de nervios.

-Ay, creía que se escapaba... Gracias, gracias… A ver, Coco, venga con mamá –hiló tres conceptos en una misma frase casi sin tomar aire mientras Ernesto seguía con la misma cara de monumental pajero-.

-Tomá, lo agarré justo. Está asustado el Boby –así le decía Ernesto a todos los perros-. No para de temblar –acotó mientras le alcanzaba el perrito a su dueña, que tampoco paraba de temblar-.

 -Lo que pasa es que se asustó mucho, pobrecito… Se estaba haciendo el valiente, le ladraba a un perro que dormía debajo de la casilla del guardavidas y, de repente, estalló un trueno y Coco salió despavorido. ¿Escuchaste qué fuerte que sonó el trueno? Para mí que cayó un rayo por acá –divagó-. Menos mal que estabas vos… Si no, no lo alcanzaba más. Te debo la vida -exageró-.
-...

-Me presentó. Soy Lola. Bah, Dolores. Pero todos acá me dicen Lola –se identificó antes de darle un beso, esos en los que por el apuro de la situación el labio de la dadora roza con la comisura de la boca del receptor, y un no menos efusivo abrazo-. ¿Vos sos?

-Ernesto.

-¿No sos de acá, no?

-No, vine a visitar un amigo. Pero como era muy temprano me quedé haciendo tiempo en la playa.

-¿Y cómo se llama tu amigo? Acá, cuando no hay turistas, nos conocemos todos…

-Salvador. Salvador Alfano…

-¿El gordo? ¿Vos sos amigo del gordo? ¡No te lo puedo creer!

Ernesto estalló en una tonta carcajada. Lola era explosiva. No sólo físicamente. También cuando hablaba. Los rulos negros eran contenidos por una vincha roja que combinaba con las dos piezas mínimas que contenían sus juveniles redondeces.

-Sí, soy su amigo, casi que somos hermanos, a pesar de la distancia y del tiempo que no nos vemos. Nos conocemos desde que éramos chicos. Igual, él no sabe que estoy acá… Le caigo de sorpresa.

-Ay, ¿pero vos tenés la misma edad que el Gordo?

-Sí...

-No te lo puedo creer. Vos parecés mucho más joven… Bah, no importa… Vení que te acompaño. Yo vivo a dos casas de su taller. Dale. Vamos...

-Mejor esperemos que pare de llover. ¿Fumás?

-No.

-¿No te molesta que me encienda uno?

-Dejate de embromar. Vos, después de lo que hiciste, después de salvar a Coco, podés hacer lo que quieras… Soy tu esclava –se rió y le hizo un guiño pícaro, entrecerrando un ojo y frunciendo el ceño de la nariz-. Bah, no te ilusiones mucho… Si tenés la edad de Salvador, sos muy viejo para mí. Es más, el Gordo fue mi “papá” por un rato -volvió a reírse-. El muy turro salió un par de veces con mi mamá… Dale, viejito, vamos a caminar, que ya paró.

22/9/14

La vida suelta de Ernesto XVIII (...)

Era verano. Una tarde pesada. Muy pesada. El sol hacía sentir su calor, pero no se veía. Ni un rayo asomaba entre la inmensidad de las nubes grises que ganaban la pulseada por el predominio del cielo banfileño. La humedad molestaba. Pero no importaba demasiado. Los huesos, todavía, no dolían. Y se largó nomás. Con todo, aunque todavía no llovía como llueve ahora. Al menos esa es la sensación que provoca la lejanía del recuerdo. Un chaparrón era un tormenta cortita, era el tiempo justo que servía como preludio para que los chicos armaran barquitos de papel y, cuando la lluvia amainaba, organizaran regatas con el agua que corría pegada a los cordones en busca de la boca de tormentas más cercana.

El chaparrón lo sorprendió a Ernesto camino a la clase de inglés. Iba con pocas ganas, a paso cansino, sin paraguas, pensando en la nada. En realidad, ya no se acuerda qué estaba pensando. Lo que si se acuerda es que la tormenta casi que no avisó. No hubo garúa ni llovizna. Estalló un relámpago acompañado por un trueno terrible y cayó un baldazo que lo empapó. Corrió en busca de algún alero protector que lo cobijara. Y ahí, todavía agitada y tan mojada como él, estaba Luciana.

-Hola.
-Hola.

Luciana era una de sus compañeras de inglés. La veía dos veces por semana hacía cuatro o cinco años, pero casi que no se hablaban. Ella era la más linda del curso. A Ernesto le parecía inalcanzable. Y esa distancia lo llevaba a alejarse. Una estupidez. La cuestión era que apenas cruzaban palabras cuando la profesora los hacía interactuar con algún diálogo extraído del libro de actividades. Y no mucho más que algún saludo de cortesía. Casi siempre un hola. Casi nunca un chau.

-¡Cómo se largó! -fue la primera frase inteligente que se le ocurrió a Ernesto como si tuviese la obligación de decir algo-.
-Uh. Sí, fue de golpe. Aunque mi abuela me dijo que me llevara paraguas y yo no le hice caso -le respondió Luciana con una sonrisa-.

No sabía qué más decirle. Se había perdido en la profundidad de su belleza, en el temor de decir una tontería. Se había perdido, sobre todo, en los laberintos de su timidez.

-Vos vas a la Normal, ¿no? -le preguntó mientras la lluvia no se tomaba descanso-. Sos compañero de Carolina González, ¿no? Ella juega al vóley conmigo en el Lomas Social y siempre me habla de vos.
-¿Carolina González te habla de mí? Si a mí ni me habla...
-Sí, dice que sos el más inteligente de la división. Y yo le digo que en inglés casi que no hablás...
-Sí, qué se yo... No me gusta demasiado.
-¿Quién? ¿Carolina?
-No, no... Inglés, digo.
-Ah... -lanzó una sonrisa hermosa- ¿Y Carolina? ¿Te gusta?

Ernesto, otra vez, no sabía qué decirle. Se sentía atrapado entre su vergüenza y el temporal. Quería que parara de llover y salir corriendo. En realidad, en un momento, pensó en salir corriendo y perderse para no volver nunca más a Ingles ni a la escuela ni a ningún otro lugar.

-Dale, Ernesto, decime. ¿Te gusta ella o te gusto más yo?
-...

Entonces, casi sin tiempo para reaccionar, Luciana se acercó y le dio un beso. De los de en serio. De los que veía en las películas de amor... Ernesto sólo recuerda que cuando reaccionó del impacto emocional había parado de llover.

-Dale, Ernesto, que vamos a llegar tarde a inglés...

Lo tomó de la mano y fueron caminando así las tres cuadras que faltaban hasta la casa de Miss Elisa. Antes de tocar el timbre, le dio otro beso. Salieron algo menos de un mes. Ella se fue con un pibe que jugaba al básquet, también en el Lomas Social. Luciana fue su primer beso. Su primer amor. En aquella época, los amores duraban casi tanto como un chaparrón.

1/9/14

La vida suelta de Ernesto XVII (...)

Esperaba que le alcanzaran su equipaje que había guardado en el depósito del micro y no podía entender cómo tardaban tanto en entregárselo si había sido el último en subir. Pero a Ernesto mucho no le preocupaba. Tenía todo el tiempo del mundo para no tener apuro. Asomaba un día nublado en Gesell y unas doce cuadras separaban a la terminal de micros de la casa del gordo Salvador. Era demasiado temprano para caer en lo de su viejo amigo y tenía que dejar que el reloj hiciese su trabajo. No quería sentarse en el bar para tomarse algo entre borrachines. Quería pensar. Por eso, decidió pasar por un kiosco para comprar un atado de cigarrillos, un encendedor y unas pastillas de menta.

Así, bolso en mano y aprovisionado, encaró para la playa tras caminar unas cuadras hacia el Norte por la Avenida 3. Entendió que debía reconciliarse con el mar y que en ese amanecer no había mejor lugar para que el tiempo pasara y para ordenar algunas ideas. Ernesto sentía que habían pasado cinco años de su separación de Laura. Y no porque extrañara. Todo lo contrario. Hacía tiempo que no se sentía tan libre, tan despojado de toda la mierda con la que había construido su vida.
Había muy poquita playa. El mar había crecido con muchas ganas durante la noche y la arena formaba una fina pasarela que poco a poco iba ganando terreno. Ernesto, ya sin zapatillas y con los pantalones de gabardina color crema arremangados por encima de las rodillas, se acomodó en un lugar donde tenía garantía de no mojarse y se sentó cuidadosamente sobre el bolso. Las paces con la arena había que hacerlas en forma pausada.

Allí, como señal de amistad, rompió el ritual de fumar exclusivamente en la cancha. Le costó encender el cigarrillo por el viento, pero lo logró luego de unos cuantos intentos. En ese momento, mientras saboreaba la primera pitada y sentía que el humo le calentaba deliciosamente la boca y la garganta, Ernesto pensó en que no volvería a hacer nada de lo que hasta el momento había hecho en su vida adulta. Chau a Laura, a su mundo y a la obsesión horrenda de controlar vidas ajenas que en el fondo no le interesaban nada. Adiós a los trabajos indeseables. Nunca más a la sumisión y a las rutinas. Había que volver a empezar. Y si eso implicaba sacrificios y dejar de hacer las pocas cosas que le gustaban, como seguir a Banfield a todos lados, estaba dispuesto a hacerlo. Ahora sus objetivos eran a corto plazo. Primero el reencuentro con el gordo Salvador y la búsqueda de un techo y un trabajo. Su plan más ambicioso, pensaba mientras apagaba el cigarrillo con la arena mojada, era buscar a Carla. Sólo había que ir a buscarla a General Madariaga sin mucha más información que su nombre y el recuerdo, tal vez aumentado, de su belleza.

La vida suelta de Ernesto XVI (...)

Y Ernesto se fue, como llegó, un poco confundido, sin la certeza de haber hecho las cosas mal ni la tranquilidad por haber hecho las cosas bien.