22/9/14

La vida suelta de Ernesto XVIII (...)

Era verano. Una tarde pesada. Muy pesada. El sol hacía sentir su calor, pero no se veía. Ni un rayo asomaba entre la inmensidad de las nubes grises que ganaban la pulseada por el predominio del cielo banfileño. La humedad molestaba. Pero no importaba demasiado. Los huesos, todavía, no dolían. Y se largó nomás. Con todo, aunque todavía no llovía como llueve ahora. Al menos esa es la sensación que provoca la lejanía del recuerdo. Un chaparrón era un tormenta cortita, era el tiempo justo que servía como preludio para que los chicos armaran barquitos de papel y, cuando la lluvia amainaba, organizaran regatas con el agua que corría pegada a los cordones en busca de la boca de tormentas más cercana.

El chaparrón lo sorprendió a Ernesto camino a la clase de inglés. Iba con pocas ganas, a paso cansino, sin paraguas, pensando en la nada. En realidad, ya no se acuerda qué estaba pensando. Lo que si se acuerda es que la tormenta casi que no avisó. No hubo garúa ni llovizna. Estalló un relámpago acompañado por un trueno terrible y cayó un baldazo que lo empapó. Corrió en busca de algún alero protector que lo cobijara. Y ahí, todavía agitada y tan mojada como él, estaba Luciana.

-Hola.
-Hola.

Luciana era una de sus compañeras de inglés. La veía dos veces por semana hacía cuatro o cinco años, pero casi que no se hablaban. Ella era la más linda del curso. A Ernesto le parecía inalcanzable. Y esa distancia lo llevaba a alejarse. Una estupidez. La cuestión era que apenas cruzaban palabras cuando la profesora los hacía interactuar con algún diálogo extraído del libro de actividades. Y no mucho más que algún saludo de cortesía. Casi siempre un hola. Casi nunca un chau.

-¡Cómo se largó! -fue la primera frase inteligente que se le ocurrió a Ernesto como si tuviese la obligación de decir algo-.
-Uh. Sí, fue de golpe. Aunque mi abuela me dijo que me llevara paraguas y yo no le hice caso -le respondió Luciana con una sonrisa-.

No sabía qué más decirle. Se había perdido en la profundidad de su belleza, en el temor de decir una tontería. Se había perdido, sobre todo, en los laberintos de su timidez.

-Vos vas a la Normal, ¿no? -le preguntó mientras la lluvia no se tomaba descanso-. Sos compañero de Carolina González, ¿no? Ella juega al vóley conmigo en el Lomas Social y siempre me habla de vos.
-¿Carolina González te habla de mí? Si a mí ni me habla...
-Sí, dice que sos el más inteligente de la división. Y yo le digo que en inglés casi que no hablás...
-Sí, qué se yo... No me gusta demasiado.
-¿Quién? ¿Carolina?
-No, no... Inglés, digo.
-Ah... -lanzó una sonrisa hermosa- ¿Y Carolina? ¿Te gusta?

Ernesto, otra vez, no sabía qué decirle. Se sentía atrapado entre su vergüenza y el temporal. Quería que parara de llover y salir corriendo. En realidad, en un momento, pensó en salir corriendo y perderse para no volver nunca más a Ingles ni a la escuela ni a ningún otro lugar.

-Dale, Ernesto, decime. ¿Te gusta ella o te gusto más yo?
-...

Entonces, casi sin tiempo para reaccionar, Luciana se acercó y le dio un beso. De los de en serio. De los que veía en las películas de amor... Ernesto sólo recuerda que cuando reaccionó del impacto emocional había parado de llover.

-Dale, Ernesto, que vamos a llegar tarde a inglés...

Lo tomó de la mano y fueron caminando así las tres cuadras que faltaban hasta la casa de Miss Elisa. Antes de tocar el timbre, le dio otro beso. Salieron algo menos de un mes. Ella se fue con un pibe que jugaba al básquet, también en el Lomas Social. Luciana fue su primer beso. Su primer amor. En aquella época, los amores duraban casi tanto como un chaparrón.

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