24/12/09

No es sólo una utopía (...)

Tenía siete años. Tirado panza abajo en el piso de su pieza, el pibe leía y releía una vieja revista El Gráfico que hablaba de aquel legendario equipo de 1951, ése que terminó primero y que jugó dos desempates con Racing. Miraba una y otra vez la foto del zapatazo del Atómico Boyé y hacía fuerza para que la pelota no entrara. Pero no había caso. La historia no se podía modificar.

Enseguida, el pibe corría para lo de su abuela, que vivía a la vuelta de su casa. Ella, futbolera y compinche, le contaba con lujo de detalle todo lo que había pasado aquel 5 de diciembre. El barrio se había paralizado. Hubo asueto de medio día para que la gente pudiera ir al Gasómetro. Con todos los negocios cerrados, quienes no pudieron llegar hasta Boedo pegaron la oreja a la radio para saber qué pasaba con el equipo de Eliseo Mouriño y compañía. No había nadie en la calle. Tampoco hubo nadie ni nada para festejar. Y al nene se le ponían los ojos llorosos. La abuela Baba lo consolaba. Y le decía que era mejor. Que no se pusiera mal. Así él podría ser testigo del primer Banfield campeón.

El mucho no le creía. El acelerado paso del tiempo le daba la razón. El Taladro siempre andaba a los tumbos. O era en el Ascenso. O era en Primera, mirando casi siempre los promedios. La mano había cambiado un poco en los últimos tiempos. Pero faltaba la vuelta olímpica.

El chico ya es un hombre. Con barba y cansancio intrínseco, pero con la pasión intacta. Cada vez que va a la cancha, le explica como puede a Catalina, su pequeña hija, que él no juega a la pelota, que sólo mira el partido desde la tribuna. Ella se ríe y le regala toda su energía: "Que ganen los chicos de Banfield, papito". Y los chicos de Banfield, por suerte, le hacen caso. A ella y al todopoderoso Falcioni. Y el Taladro ya es campeón. Se acabó la maldición... La abuela Baba, al fin y al cabo, tenía razón.

Manuel, el hermanito de Cata, todavía es muy chiquito. Pero también precoz. En dos meses y medio logró lo que su padre esperó treinta y pico de años. Como Matías, Fidel y Felipe, otros enanitos verdes y blancos que no llegaron a los siete y saben desde ayer que dar una vuelta olímpica no es una hermosa utopía. Ya no hay que desear que Graneros vuele más alto en la foto y le ahogue el grito de gol a Boyé. Sólo hay que disfrutar... Y gozar.

*Publicado en La Razón 14/12/2009

1/12/09

Puesto (...)

No me da tiempo. No me da réditos, aunque no me puedo quejar, es cierto. Tengo todo. No tengo nada. No veo lo que quiero ver. Veo lo que me dejan. La vida me lleva puesto. Y yo no le digo nada. No le puedo seguir el ritmo. Me agota. Me fastidia. Ufff.
Dame un respiro. ¡Me escuchás! ¡Me entendés!

12/11/09

Fuerte (...)

Tenía ganas de gritar. Y lo hizo. Fuerte. Rompió el silencio por cinco segundos. Los demás se sorprendieron. Lo miraron. Con sorpresa. Sin decir nada. Ninguno lo entendió. Nadie. Como siempre. Pero no importaba. Nada. Y todo siguió igual. Para todos. Menos para él.

11/11/09

Callado (...)

Ahí, en la mesa chica. Sentado, con cara de nada, con ganas de levantarme y pegar un violento portazo que los dejaría con sus bocas llenas de palabras que siempre forman oraciones previsibles. Porque no quiero escucharlos. Pero no me muevo. No soy tan guapo. Tengo la tácita urgencia de advertirles que no cuenten conmigo. Pero, tembloroso, no puedo modular. Apenas soy capaz de ofrecerles silencio. Es lo único que tengo para decir. No decir. Y, callado, no tengo otra alternativa que jugar a su patético juego. Aunque sea un juego que no deseo jugar. No es excusa. Lo sé.

Luces (...)

Sonrisas, ilusiones. Son faros. Señales que inequívocamente hacen explícita la obligación de seguir el camino. El resto, los alrededores, pura oscuridad que redunda en cansancio y hartazgo. Por suerte, las luces no se apagan.

7/11/09

Llantos (...)

El televisor está encendido. A media voz, el fútbol se juega en continuado. Un bebé se duerme y se despierta en su carrito. Se despierta y se duerme. Su hermana y su melena enrulada exigen atención. Grita, se acerca, pide agua, derrama el vaso sobre una mesa, vuelve a gritar porque no quiere mojarse. El bebé se despierta, se queja, llora. El perro ladra. La hermana llora. El televisor sigue encendido. Un jugador pega una patada. Lo expulsan. También llora.

5/11/09

Adentro (...)

Alcanza con salir. Sólo hay que cruzar una puerta y escuchar un pitido para recuperar la respiración normal. Para que los dolores se tomen un bienvenido descanso. Para pensar y replantearse. ¿Es necesario estar ahí adentro?

28/10/09

No pudo evitarlo (...)

Estaba en silencio. Buscaba algo con su mirada. Pero, en realidad, no veía nada. Y se hartó. La bronca se canalizó con un puñetazo furibundo contra la mesa. A la descarga física la acompañó con un gruñido gutural."Mierda", refunfuñó. Envolvió su cara con sus manos, cerró los ojos con fuerza. No quería llorar. No pudo evitarlo.

3/9/09

Esclavo (...)

Ya no le importa lo que dicen y piensan los demás. Con su lógica cínica y enceguecida, se mueve con prisa y sin disimulo. Sólo le interesa no alterar los nervios de sus insensibles dueños. Hace tiempo que les vendió su alma y sus pocas ideas. Devino, por vocación, en un esclavo de la posmodernidad. A cambio de nada.

2/9/09

Jamás (...)

Insinúa. También provoca. No tiene pudor. Tampoco valentía. Porque jamás termina de asumir sus actos. Avanza y retrocede. Lo hace en un mismo movimiento, casi en simultáneo. Se esconde detrás de sus formas armoniosas. Y, mimetizada con la estupidez, se cobija en su pueril inocencia.

1/9/09

Recreo (...)

Los conceptos se pierden. La claridad se confundió en la oscuridad. Las palabras, tiradas al azar, forman oraciones que no dicen nada. Las ideas se tomaron un recreo. Largo.

31/7/09

Matilde - Tres (...)

Robertito guardó el auto en el garaje. Antes de entrar a su casa, fue hasta el almacén de la esquina para comprarse tres botellas de cerveza que fueron sin escalas al congelador de la vieja heladera Siam. Luego, caminó un par de cuadras, hasta la pizzería del Gordo Luis, para ordenar una calabresa y una fugazzetta. No pensaba bajarse las dos de un saque. Sólo se estaba aprovisionando para el almuerzo, la cena y el desayuno del otro día, aunque no veía la hora de comer la pizza aceitosa y al molde del boliche de su amigo, algo que resulta imposible con Matilde en casa.

Es que su madre, desde su jubilación, renegaba como una fundamentalista de la comida comprada. Y, pese a que el arte culinario le era algo ajeno, ella se encargaba de hacer todo lo que se consumía en la casa. Su hijo, sumiso hasta el hartazgo, aceptaba sin chistar su insoportable repertorio de platos sosos e insípidos. La pizza, justamente, era su peor especialidad. Las hacía finitas, como si se tratara de una galletita de agua, pero curiosamente siempre las sacaba antes de tiempo del horno y la masa, a menudo mal fermentada, se doblaba por su falta de cocción. Eran prácticamente incomibles por culpa del sabor amargo de la levadura. Sólo ella y Robertito se animaban a degustarla. A Matilde le encantaba. Robertito, en cambio, comía lo mínimo e indispensable para evitar caer en la discusión eterna que arrancaba con el hiriente “sos un desagradecido”.

De ahí la locura por comerse dos pizzas como la gente. Se trataba de una necesidad primaria para el golpeado sistema digestivo de Robertito. Al rato, luego de intercambiar algunas bromas con el Gordo Luis y arreglar para juntarse por la noche, el hombre volvió raudo haciendo equilibrio para que las dos cajas de cartón atadas por un piolín no perdieran la horizontalidad, evitando de esa manera que el queso se derramara. Ya en su casa, las apoyó sobre la mesa del patio y fue directo a la cocina. Regresó con un plato, un vaso, un tenedor, un cuchillo y una cerveza. Abrió la botella con el culo del tenedor y se sirvió cuidadosamente, inclinando 45 grados el vaso para evitar la formación de espuma. Luego, cortó el piolín de un tirón, abrió la caja de arriba y se encontró con la calabresa, adornada con las tradicionales rodajas de sorpresatta y unas aceitunas negras enormes y rellenas con morrones. Cortó una porción generosa, le pegó un mordiscón, lo masticó a las apuradas y casi sin respirar se bajó el primer vaso de cerveza. Todo acompañado por un silencio encantador.

Tras acabar con la porción de calabresa, se sirvió una de fugazzetta. La disfrutó como si se tratara de un plato preparado por el más refinado de los cocineros. Ya le había llegado el turno a la segunda birra, a la que matizó con otra porción de calabresa, esta vez acompañada por la faina que vino como gentileza de la casa. Con la panza llena, Robertito se quedó sentado en el patio bajo la sombra de la parra hasta que la botella marrón, todavía transpirada, se vació.

Recién entonces se incorporó, se desabrochó el primer botón del pantalón y caminó hasta el garaje en busca del atado de puchos que había quedado en el asiento del acompañante del Fairlane. Volvió a la cocina, tomó la caja de fósforos y se acomodó en el pilar de las rejas para fumarse el tercer cigarrillo del día. Estaba un poco tocado por el alcohol. La falta de costumbre le provocó una leve borrachera que le hizo perder las inhibiciones. Así, como nunca antes en su vida, piropeó a cada una de las mujeres que pisaba la vereda de su casa. Les decía refranes trillados, pasados de moda. Hasta podía sonar cargoso. Luego de un par de groserías, se inspiró con un par de adolescentes que desfilaban por la calle un poco livianas de ropa. Ellas, inconscientemente, le devolvieron la gentileza con una sonrisa a coro y una carcajada histérica. El gesto de las chicas, simple aunque poco inocente, le provocó un calor inusitado que fluyó relampagueante por sus arterias y terminó en una súbita erección. Aturdido por la situación, Robertito recuperó instantáneamente la sobriedad y comenzó a sentir vergüenza.

Miró hacia los dos costados, como si estuviera a punto de cruzar la calle, y se desprendió del cigarrillo, al tiempo que se aseguró de que nadie lo pudiera ver. Como pudo, escondió entre sus manos el bulto que asomaba de su bragueta y se metió a las apuradas en su casa. No podía entender lo que le pasaba. Sobre todo porque llevaba como un año sin tener una erección. Hasta había ido a consultar a un médico, que le había dicho que era un problema causado por el estrés.

Sin saber bien qué hacer, Robertito subió la escalera y encaró directo para su habitación. Allí, encerrado en su cuarto, se bajó los pantalones y se acostó en su cama. Miraba con asombro su entrepierna y no entendía cómo, de golpe, había recuperado la virilidad. Enseguida, sintió la enorme urgencia de descargarse. Así, con la camisa como única vestimenta, fue al baño, se sentó en el inodoro y comenzó a masturbarse con ganas. No dejaba de pensar en las dos pibas que acababa de ver, aunque por momentos la imagen se confundía y en su imaginación aparecía la figura de Marisa, la encargada del local de ropa interior que está al costado de la talabartería. Enfocado en el escote de Marisa, estaba a punto de llegar al esperado orgasmo. Sin quererlo, abrió los ojos y se vio en el espejo. Todo se desdibujó. La erección inmediatamente dejó de tener fuerza. La imagen de un hombre canoso, con anteojos y un poco desarreglado lapidó su desenfrenado impulso sexual. A los 38 años, solo como un hongo, haciéndose una paja en el baño de su casa por culpa de una risita provocadora de un par de pendejas. Se sintió un pelotudo, un infeliz. La triste escena terminó con un ducha helada que sirvió para camuflar su llanto. Al rato, bajó y se tomó la tercera cerveza. No la terminó. Se quedó dormido escuchando la melosa voz de una locutora de un programa de radio.

30/7/09

Matilde - Dos (...)

El sí de los familiares de Córdoba se transformó en un respiro aliviador para Robertito. No se lo decía a nadie, ni siquiera a sus amigos más íntimos, pero ya no aguantaba más a su madre. Matilde, rápida como siempre, se había dado cuenta de la movida de su hijo. Aceptó la idea a regañadientes, aunque, en el fondo, no le disgustara la idea de cambiar de aire y reencontrarse con su hermana, Mabel, y a sus sobrinos. Llevaba un montón de tiempo sin verla. La última vez había sido quince años atrás, cuando fueron al funeral de su madre. Desde entonces, Matide nunca se había movido a más de 50 kilómetros desde su casa. Siempre había excusas para evitar las vacaciones.

Robertito no pudo dormir en toda la noche. Una mezcla de ansiedad y culpa lo invadía y lo hacía dar vueltas y vueltas sobre la cama, transpiraba como si tuviera cuarenta grados de fiebre. Fueron las siete horas más largas de su vida. Cuando se levantó, Matilde, que tampoco había podido pegar los ojos, ya tenía su bolso preparado y lo esperaba en el comedor de la casa tomando un mate cocido.

Dale, Rober, que vamos a llegar tarde a la terminal de micros! -gritó Matilde.
-Ya salimos, mamá. Aguantá que saco el coche del garaje y vamos…
-Podrá ser, semejante boludón, con 38 años, que todavía se quede dormido -se habló a sí misma, Matilde, aunque con el volumen suficiente para que su hijo la escuchara con claridad.

Robertito, fastidiado y fastidioso, se quedó con la palabra atragantada. Quería mandarla al carajo. Hasta se le cruzó por la cabeza y por enésima vez la idea de pasarla por encima con el imponente Ford Fairlane. “Si es una vieja de mierda. Nadie la quiere”, se dijo en voz baja y apretando los dientes. Y no estaba demasiado equivocado. Sin embargo, todos sus pensamientos se reprimieron. No tenía sentido ir preso o, en el mejor de los casos, terminar en un loquero.

Matilde también estaba un poco cansada de ejercer ese inconsciente dominio castrador. El viaje hasta Retiro fue puro silencio. Apenas se escuchó un murmullo de Robertito, cansado de que los semáforos en rojo hicieran más largo el camino. Matilde atinó a darle una serie de indicaciones, pero él la frenó con una mirada fulminante cuando ella le reiteró que no dejara de regar los malvones y el resto de las plantas que estaban en el patio.

El silencio extremo los acompañó en la terminal, mientras aguardaban el llamado para subir al micro, cuyo destino final sería Merlo, en San Luis. Mabel, la hermana de Matilde, se había ido a vivir con toda su familia a un paradisíaco paraje en Traslasierra, llamado Loma Bola, al pie de la sierra de Los Comechingones. Allí, los Figueroa administraban una hostería, donde hospedarían a Matilde. ¿Cuánto tiempo la soportarían?

-Hijo, no te olvides de todo lo que te pedí, eh. Y por favor guardame todos los diarios que después tengo que ponerme al día con los avisos fúnebres -volvió a vociferar Matilde cuando subía al micro.

Robertito ni siquiera le respondió. No quiso hacerse cargo de la orden de su madre. Apenas hizo un gesto, moviendo apenas la cabeza de arriba hacia abajo, y dio media vuelta. Ni siquiera tuvo la paciencia para aguardar que el coche arrancara. Matilde lo buscó desde su ventanilla, pero no lo encontró. El ya iba camino al estacionamiento en busca del Fairlane que también había heredado de su padre. A medida que se acercaba, pensaba en él y en su maldita suerte. Cerca de los 40 años, no tenía nada que fuera suyo. El chalet que había comprado antes de casarse, el único bien que alguna vez tuvo su nombre, había quedado en poder de la turra de Ana Clara. El resto de sus bienes eran un mal congénito. Como su vida.

Antes de subirse al auto, pasó por un kiosco y se compró un alfajor triple de dulce de leche y chocolate para compensar la omisión del desayuno. También pidió un atado de cigarrillos negros. Llevaba casi ocho años sin fumar. Lo había dejado de un día para otro, tratando de cuidar su salud y también su bolsillo. No tenía ganas de volver al vicio. Pero quería ver si lo podía controlar y fumar uno de vez en cuando, después de alguna comida. Sin embargo, apenas salió del estacionamiento de la terminal, Robertito probó si el encendedor del auto funcionaba. Al ver que el dispositivo se ponía rojo como una brasa, no resistió a la tentación y prendió el faso. La primera pitada fue tan placentera como un orgasmo. Enseguida, falto de costumbre, el humo le fue directo a la cabeza y se mareó. Apenas pudo, acercó el auto al cordón y abrió la puerta para vomitar. Un policía que caminaba por la vereda le preguntó si estaba bien y Robertito, blanco como un papel, levantó el pulgar, se incorporó y volvió a arrancar. A las diez cuadras, encendió otro. La sensación de malestar no se repitió tras el segundo orgasmo a base de nicotina. Después de mucho tiempo, volvió a sentir algo parecido a la libertad.

25/6/09

Matilde - Uno (...)

A ella no le gusta que la mencionen con el pronombre personal.
-Acaso no tengo nombre. Ella, ella, qué maldita costumbre. Tanto te cuesta decirme mamá –refunfuña enérgicamente Matilde, como si tuviese ganas de generar un problema donde no existe ni la más mínima problemática.
-Bueno, mamá, no es para tanto –responde el hombre luego de un largo bufido, señal de cansancio, hartazgo y resignación antes de seguir hablando por teléfono.

Matilde mira a Robertito con amor desbordante y empalagoso. De repente, guarda recelo, como si todos los actos de sus hijos fueran propios. Ella tomó la determinación de abandonar su vida. Lo hizo unos meses después de jubilarse, luego de atender durante cuatro décadas la misma caja del mismo banco. Se emputeció en recuperar el vínculo con Robertito, Jorge y Eduardo. En tiempos de arqueos y relaciones personales únicamente por ventanilla, Matilde había puesto piloto automático en la crianza de sus hijos. No les faltó nada material, claro. Entre ella y su marido, el difunto Roberto, se encargaron de que tuvieran todo para cubrir sus necesidades. Todo, excepto la contención que deben brindar los padres, según dictan los rigurosos manuales culturales de la sociedad. Y ella, luego de un periodo de autismo, encontró la matriz de sus culpas. Y quiso lavarlas. No se dio cuenta de que ya era demasiado tarde.

La viudez y la vejez agudizaron sus defectos y terminaron de camuflar sus virtudes, a esa altura mimetizadas con la nada. La inesperada muerte de Roberto, un año antes, sólo le había servido para confirmar que su matrimonio había sido un canto a la infelicidad. Compartieron casa, hijos, deudas y algunas pocas sonrisas forzadas. Sobre todo, muchas diferencias. El amor que los unió cuando eran adolescentes y se deslumbraron se extinguió rápidamente y ellos no se dieron por aludidos. La costumbre los mantuvo juntos durante 39 años. Y eso que ella sabía de las continuas escapadas de Roberto en horas de la siesta y en falsas excursiones de pesca. Pero la ceguera impostada era mutua. Ella intuía que sus fogosos escarceos con el ocasional gerente del banco estaban lejos de ser un secreto para su marido.

Jorge y Eduardo ya estaban lejos de su alcance. Jorge, el del medio, se había ido a vivir a Canadá por cuestiones laborales. Y también para escapar del triste escenario familiar. Jamás se le cruzó por la cabeza la idea de volver, aunque se mantiene en contacto a través de llamadas telefónicas semanales. Desde que se marchó, jamás volvió para pasar siquiera las Fiestas de fin de año. Eduardo, el menor, había sido el primero que huyó del hogar espantado por la falsedad subyugante. Apenas pudo, juntó unos mangos y se fue a vivir a Italia. No tenía ni 20 años. De vez en cuando manda un correo electrónico a una casilla virtual que Robertito casi no visita. Y rara vez atiende el teléfono. Tal vez tenga un identificador que le filtra los llamados que salen de la casa materna.

El que no pudo zafar de la herencia fue Robertito, el primogénito. Marcado a fuego por ser un diminutivo de su padre desde el instante en que nació, fue él quien aprendió el oficio de los talabartes y se hizo cargo del negocio familiar. Y también fue él quien se convirtió en el destinatario de todas las descargas de Matilde, desde que ella, ya jubilada, decidió a destiempo reconvertirse en madre.

Atormentado por las sombras casi constantes. Su vida es algo parecido a un suplicio. La timidez lo convirtió en un ser sumiso y obediente. Sin contar las vacaciones, Robertito apenas vivió ocho meses fuera de su casa paterna. Fue el tiempo que duró su matrimonio, que se agotó rápidamente ante su continua incapacidad para reaccionar ante claros estímulos. Su ex esposa, Ana Clara, se quedó con la casa que habían comprado antes de jurarse amor eterno en la capilla del barrio. Y él no tuvo otra que pegar la vuelta a su oscura habitación, la misma que compartió con los ahora exiliados Jorge y Eduardo.

-Perdón, disculpame, era mi mamá que me decía algo –se excusa Robertito ante su interlocutor-. Lo que quería saber es si ella –y Matilde vuelve a mirarlo con mala cara- puede ir a pasar unos días con ustedes, allá en Córdoba, así se pone al día con la tía Mabel.

El silencio genera algo parecido a desesperación en Matilde, que intenta adivinar qué le están diciendo a Robertito del otro lado del teléfono. Mientras, le tironea la manga de la camisa, alzando levemente la cabeza y las cejas al unísono. Robertito, fastidiado, se saca de encima la mano de su madre y ella responde con un coscorrón en la coronilla de su hijo.

-Ah, bueno, gracias. Hoy a la tarde paso por Retiro, le saco el pasaje y te llamo para confirmarte cuándo llega. Gracias, Alejandro. Saludos a la tía Mabel…

14/6/09

Putas: Ringo (...)

¿El Flaco Torres moribundo? ¡No podía ser! ¿Acaso el tipo se había dado el gran gusto de terminar como Ringo Bonavena? ¿Algún matón del Polaco Jermak se había tomado venganza por la muerte de su patrón? Todo eso y un par de cosas más que ahora no vienen a cuenta se me cruzaron por la cabeza desde que Iris y Nerina se corrieron y se me apareció la imagen de mi amigo desparramado en el catre en el fondo de la pieza. Me separaban apenas quince pasos y los corrí como si se tratara de la final de los 100 metros en los Juegos Olímpicos. Me acerqué al Flaco Torres y el tipo estaba con los ojos cerrados, pálido, emanando un sudor frío que metía miedo.
-¿Qué le pasó? -les grité a la chicas antes de girar la cabeza y verlas abrazadas, como si estuvieran a punto de llorar.
-…
Iris y Nerina no respondieron. Y yo me desesperé y tomé al Flaco Torres de su camisa y lo sacudí brutalmente.
-Reaccioná, boludo, dale. ¿Qué te pasa?
-Pará, pará… ¿Nunca viste un tipo con un cólico renal? -me gritó Iris.
-¿Y por qué no me dijeron nada? ¿Tanto les costaba? ¿Qué era? ¿Un secreto de estado por una piedra en un riñón? -les respondí a voz viva.
Enseguida me incorporé y me puse a centímetros de Iris.
-¿Por qué no lo llevaste a un hospital? ¿O al sanatorio?
-Porque él no quería… Bah, en realidad, fuimos. Le diagnosticaron eso, le dieron un remedio y le dijeron que se fuera a la casa. Como estábamos cerca de la casa de mis abuelos, lo trajimos acá. Pero le empezó a subir la fiebre y me pidió que te ubicáramos…
-No entiendo nada. Pero no perdamos más tiempo. Lo llevamos al hospital y listo -apenas terminé de decir listo, el Flaco se incorporó como si le hubiese entrado una descarga eléctrica por el culo…
-Yo al hospital no voy… Llamen a un médico, si quieren. Pero al hospital, no voy ni en pedo. Prefiero morirme acá… -vociferó Torres antes de volver a desvanecerse y ponerse más blanco que una hoja Canson.
Las miré a Iris y Nerina y les dije que me ayudaran a cargarlo al auto. El Flaco Torres le hacía honor a su apodo, era interminable, superaba largamente el metro noventa y se hacía difícil maniobrar con él encima. Así, como pude, lo cargué sobre mi espalda. Nerina me ayudaba e Iris abría camino por la casa de los viejos, que estaba repleta de adornos inútiles. Cuando pasamos por el comedor, la mujer estaba abstraída, mirando un programa de chimentos. El viejo, en cambio, atinó a mirar y hasta hizo un movimiento con la boca, como si quisiera preguntar algo, pero Iris no le dio chance.
-Nos vamos, abuelos. Vuelvo en un rato…
Cuando logré meter al Flaco Torres y su generosa humanidad en el Renault 6, le pedí a Iris que se sentara a su lado. Yo fui derecho al asiento del acompañante. Nerina, obviamente, se puso al volante. Le pedí que saliera por Saavedra. Le expliqué que íbamos para Avellaneda. Allí tenía un consultorio mi cuñado, Félix. El era médico clínico y sabría qué hacer con el Flaco Torres.
En pleno camino, no podía dejar de mirarle las tetas a Nerina. Y eso que estaba tapada. Sin embargo, quería saber por qué el Flaco no quería saber nada con ir al hospital.
-A ver, chicas. ¿Por qué este pelotudo no quiere ir a hacerse ver al hospital? ¿Tendrá algo que ver con la muerte del Polaco Jermak? -terminé de hacer la pregunta y me sentí Sherlock Holmes. Hasta se me escapó, creo, una sonrisa canchera.
Nerina me miró y empezó a reírse. Giré el cogote y la otra también se estaba cagando de risa.
-¿Qué tendrá que ver el Polaco con todo esto? -tiró Iris en plena carcajada- ¿Vos qué pensás? ¿Que el Flaco tiene algo que ver con la muerte de Jermak? Nada que ver…
-Pero… Si todo pasó la misma noche. Y en el diario… Decía que podía ser un crimen pasional… -intenté explicarme.
-¿Vos sos periodista, no? ¿Y no sabés que ustedes y la policía son una máquina de tirar fruta cuando no tienen nada? -me atacó Iris- Es cierto, el Flaco me vino a buscar la misma noche que mataron al Polaco. Y también es cierto que yo era su noviecita -mientras lo decía, hacía con el índice y el mayor de cada mano la señal de comillas-. En realidad, yo era una pantalla. Nada más.
-Pero… Y el Polaco. ¿No se calentó cuando vos te fuiste con el Flaco? A ningún cafisho le debe gustar que le afanen una mina… -ya no me sentía como Sherlock Holmes, pero quería encontrarle alguna explicación lógica a la situación.
-Yo sabía muchas cosas de él que lo comprometían. En especial, sobre su fogoso romance con uno de sus patovicas. Seguramente, lo debe haber matado algún otro puto celoso. Ruben no tuvo nada que ver con el asesinato de Jermak. Bah, nosotros nos enteramos al otro día.
-¿Y, entonces, por qué este boludo no quiere ir al hospital?
-Qué se yo… Me pedía que te ubicara a vos. Decía, en pleno delirio por la fiebre, que a Ringo no lo habían podido salvar en el hospital de Reno. Y que él no quería terminar como él. ¿Vos lo conocés a ese Ringo? ¿Es amigo de ustedes?

.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.

El Flaco Ruben Torres terminó en el quirófano. La piedra que tenía en el riñón derecho era demasiado grande para que saliera por vías naturales. A los 15 días ya estaba bárbaro… Y de novio con Iris, con quien se fue a vivir, se casó y tuvo dos nenas. Fue, tal como predijo, la señora de Torres. Y hasta se recibió de abogada. Nunca más volvió a pisar un cabarulo. Con el correr de los años, lo fui perdiendo de vista. Se fue a vivir al interior y dejó el periodismo. El otro día lo encontré en Facebook, pero todavía no me respondió.
Yo, en cambio, tuve mis pequeñas revanchas. Primero con Nerina, que obviamente no me cobró. Sólo me pidió plata para comprar merca. La saqué cagando. Después, tomé valor y me fui a tomar el desayuno con Carlita. Salimos un tiempo largo. La pendeja era un petardo. Nos seguimos viendo, aunque ella se casó con un escribano que está lleno de plata. Viven en Puerto Madero. Y tiene un departamento increíble.
De tanto en tanto, me hago una espada con Fanucci para recorrer piringundines suburbanos. Como les conté al principio, rara vez terminó pasando. Fanucci, por cierto, hace todo lo contrario, pese a que se casó con una flaca del juzgado. Pobrecita, no puede ser más cornuda…
¿Se acuerdan de Sheny? La sigo buscando. Debe tener menos dientes, las carnes más flojas. Ya nadie se acuerda de ella. Sólo yo. ¿Qué será de su puta vida?


Prólogo: Putas
I: Sheny
II: Iris
III: Nerina
IV: Selva
V: El Flaco Torres
VI: Alma
VII: Copacabana
VIII: Sofía
IX: Ultimo momento
X: Carla
XI: Minucho
XII: Ringo

29/4/09

Putas: Minucho (...)

Estaba nervioso. Había quedado un poco excitado por el frustrado desayuno con Carlita. Pero también sentía curiosidad extrema por el reencuentro con el Flaco Torres en el Bar de Minucho. Allí solíamos hacer una parada etílica antes de empezar las giras nocturnas. Lo llamábamos así porque el dueño del boliche tenía un tremendo parecido con mi viejo. Mis amigos, al principio, me gozaban. Me jodían con que los llevaba al bar de mi tío y que yo iba a medias con él. Otras veces, completamente en pedo, hasta yo mismo dudaba. Y tenía ganas de preguntarle al falso Minucho, a quien todos le decían Carlitos, sobre su familia. Mirá si mi abuelo se había tirado una canita al aire en sus años mozos y había tenido un bepi con otra mujer. Con el correr de los meses, el tipo, canoso y macizo como el Minucho original, vendió el fondo de comercio y se las tomó. Nunca supe nada más de él. Más allá del nombre -no recuerdo bien, pero creo que durante un largo tiempo se llamó Crazy-, el lugar quedó inmortalizado como el Bar de Minucho. Y hacia allá iba al encuentro con el Flaco Torres.
Llegué cuando faltaban diez minutos para las once. Me senté en la mesa que daba a uno de los ventanales del frente, pero enseguida pensé que si el Flaco había hecho lo que yo presumía que había hecho no querría exponerse a la mirada de todos los que pasaran por la calle. Por eso, aproveché para agarrar un diario y mudarme al fondo del local No tenía mucho hambre, pero por costumbre me pedí un café con leche doble con un tostado de jamón y queso. Pasaba casi sin mirar las páginas de El Nacional porque tenía la mirada clavada en la puerta. Llegó la orden y empecé a tomar el café mientras le daba unos mordiscos al suculento tostado. Y el Flaco no aparecía. De repente, cruzó la puerta una mina que me resultó familiar. No podía recordar de dónde la conocía. Apenas entró, empezó a mirar mesa por mesa. Y encaró directo hacia mí.
-¿Sos Bertoldi, no?
-¿Cómo te diste cuenta? ¿Acaso te dijeron que buscaras al más gordo del boliche?
Ella se sonrió por mi humorada y enseguida recordé de dónde la conocía. Era Nerina, la puta falopera de Oasis. La que me dejó por el grandote que tenía un papelito con merca en el bolsillo.
-Yo a vos te conozco de algún lado -me dijo y enseguida cambió de tema-. Yo soy amiga de una amiga del Flaco Torres. ¿Venís conmigo?
-Sí, linda. Pará que pago y vamos.
Vestida de civil, Nerina igual partía la tierra en dos. Era un hembrón. Cuando caminaba movía el culo de una forma increíble, casi tan increíble como las miradas de los tipos que se cruzaba por el camino.
-¿Te acordás de mí? -le pregunté.
El silencio me llevó a pensar que me había olvidado. No tenía por qué recordarme. Ni siquiera habíamos pasado. Sin embargo, uno siempre guarda la esperanza de que las chicas bonitas, sin reparar en que se trataba de una puta con todas las letras, se acordaran de uno. Me sorprendió cuando me contó detalladamente la secuencia que protagonizamos juntos.
-Vos eras el del pasacasete, ¿no?
La respuesta me generó muchas ganas de llorar. No podía ser tan perdedor. Sin embargo, enseguida me di cuenta de que Nerina jamás se habría acordado de mí si la historia hubiese sido distinta. Apenas habría sido un cliente más. Y me empecé a reír solo hasta que me volví a acordar del Flaco.
-¿De dónde conocés a Torres? -le pregunté tratando de cambiar de frente para olvidar lo más pronto posible al maldito estéreo.
-Es amigo de una amiga mía.
-Sí, de Iris.
-¿Cómo sabés?
-La historia es larga, muñeca. ¿Adónde vamos?
-Vení, subite al auto y te cuento.
Nerina se subió a un Renault 6 que pedía a gritos ser desguazado. Es más, cuando me acomodé con toda mi humanidad en el asiento de acompañantes, tuve la sensación de que el coche se terminaba de destartalar. Sin embargo, el auto se la bancó. Tanto como se la debía bancar la dueña.
-Entonces, linda, contame.
-Esta historia también es larga.
-Tengo tiempo, soy todo tuyo… Ejem, perdón, soy todo oídos.
-¡No te hagas el vivo conmigo que yo cobro, eh! -me advirtió y siguió-. ¿Qué querés? ¿Coger o encontrarte con tu amigo?
-A esta altura, supongo que mi amigo está bastante complicado. No me voy a borrar, ojo. Pero, la verdad, un polvito no estaría nada mal… Además, si te cuento lo que me pasó esta mañana en el edificio del Flaco Torres…
Todavía no entiendo qué fue lo que me pasó en ese momento. En vez de preocuparme por mi amigo, estaba obsesionado por volver a verle las tetas a Nerina. Y, de paso, pegarle una brutal sacudida.
-¿Me parece que estás un poco alzado?
-Te parece bien. Y, además, tengo plata si es que eso es lo que te preocupa.
-A mí me parece que te vas a quedar con las ganas.
-¿Por qué?
-Porque estamos a una cuadra de la casa de Iris.
Yo creía que Nerina me estaba jodiendo. Pero no. Estacionó el Renault 6 en la subida de un garaje de una casa que estaba sobre la calle Oliden, cerca de la avenida. Me pidió que me bajara, pero antes me apoyo suavemente su mano derecha en la bragueta y me dijo que no perdiera las esperanzas.
Poco menos que hirviendo, me bajé del coche y alcé la vista. Estaba a punto de entrar a un chalecito con techo a dos aguas, con una reja negra y dos enanos de jardín en el frente. Parecía la casa de una señora mayor. Y no estaba equivocado. Era la casa de los abuelos de Iris. Es más, la primera imagen que recuerdo, además de un increíblemente fuerte olor a naftalina, es la de dos viejos tomando mate en un comedor. Pasamos de largo, sin siquiera saludar a la pareja de ancianos, y encaramos hacia una pequeña construcción que estaba en el fondo del jardín.
Ahí fue donde vi por primera vez a Iris. Era, realmente, un ángel. Jovencita, con cara nena. Ojos celestes furiosos y un cuerpo endiablado. Enseguida recordé la descripción precisa de mi amigo. Si bien estaba enfundada con una remera suelta y un pantalón de frisa, se dejaban adivinar unas tetas increíbles y un culo rocoso. Era imposible no enamorarse. Ella ni siquiera me saludó. Se desplazó unos pasos y me ofreció una postal que jamás olvidaré. Más atrás aparecía la figura moribunda del Flaco Torres, que estaba desparramado en un catre.


Prólogo: Putas
I: Sheny
II: Iris
III: Nerina
IV: Selva
V: El Flaco Torres
VI: Alma
VII: Copacabana
VIII: Sofía
IX: Ultimo momento
X: Carla
XI: Minucho
XII: Ringo

3/4/09

Putas: Carla (...)

La noticia en la portada del diario me dejó desconcertado. En la radio, no sé por qué me acuerdo de eso, sonaba "Quizás, quizás, quizás", la versión de Arielle Dombasle. La conocía, simplemente, porque la escuchaba una de mis abuelas en su viejo y complejo equipo de música. Apenas me distraje un ratito recordando aquellas tardes que pasaba en el living de la antigua casa chorizo de la calle Manuel Castro. Tenía una alfombra increíblemente peluda. Enseguida, tras la invasión nostálgica, me puse a pensar en cómo conseguir más información de la muerte del Polaco Jermak. Y qué mejor que llamar a Fernán, que era el tipo que más conocía el mundillo policial dentro del periodismo. Al rubio también lo conocía de la Facultad. De hecho, había sido mi primer maestro. Puedo decir, sin ponerme colorado, que aprendí casi todo de él. Hacía mucho tiempo que no hablábamos. Busqué su número en la agenda y lo llamé. Ni siquiera me percaté de que eran las ocho de la mañana y que, seguramente, estaría durmiendo. Claro que lo desperté. Pero, se sabe, los amigos no tienen horario. Y Fernán me atendió de mil maravillas luego de lanzarme una de las más espectaculares puteadas que escuché por teléfono. Después de los saludos de rigor y las reglamentarias preguntas acerca de la familia y el trabajo, me contó que no sabía demasiado sobre el asesinato del Polaco. Lo poco que había averiguado era que el homicida se había escapado con una de sus chicas y que la Policía estaba tratando de buscar testigos para reconstruir el crimen. Yo no le dije nada del Flaco Torres, por las dudas. Pero le pedí que por favor me tuviera al tanto. No me acuerdo bien qué excusa pelotuda le puse cuando me preguntó por qué me interesaba tanto el caso. Fernán no me creyó demasiado, pero me aseguró que me tendría informado y, de paso, me invitó a morfar a su casa. Su mujer hacía unas pizzas y unas empanadas para caerse de culo.
Apenas corté con Fernán intenté ubicar al Flaco por teléfono. En su casa, nadie atendía. También llamé a lo de su vieja. Del otro lado respondió Doña Elena, a la que no le hablé. ¿Para qué? No era cuestión de alertarla. El siguiente llamado fue para Fanucci, que era abogado. Tal vez, el Flaco Torres lo había llamado para que lo asesorara. Pero el Tano tampoco sabía nada. Ni siquiera estaba al tanto de la noticia.
-Me dejás helado, papá. No habrá sido este pelotudo que estaba totalmente envaginado con Iris, la putita esa. ¿Tan buena estaba? -me preguntó.
Le dije que yo nunca la había visto. Sólo sabía de ella por el Flaco y por las putas. Tanto él como sus colegas me la habían descripto como si fuese la puta más linda de todas las putas. Por algo se la había llevado el Polaco... Fanucci me prometió averiguar por su cuenta. El tenía amigos en la Federal y en Tribunales. Así que alguna información podría encontrar. Me cortó y yo me caía de sueño.
Entonces, decidí llamar a mi jefe de la punto com para decirle que me sentía un poco mal y que esa mañana no iba a actualizar los portales. Me cagó a pedos, me retó argumentando que siempre le hacía lo mismo y que me iba a pegar una patada en el culo. Yo aproveché para putearlo de arriba a abajo. No me iba a bancar que me forreara por una vez que no cumplía mi trabajo y le avisé que le iba a hacer juicio por tenerme en negro. El muñeco dio marcha atrás y hasta me ofreció disculpas. Sólo me pidió que cuando tuviera tiempo actualizara los sitios.
La discusión volvió a sacarme el sueño. En realidad, no podía dejar de pensar en el Flaco Torres. A tal punto que me pegué un duchazo y después de tomarme un café recontra cargado, salí para el departamento de mi amigo. Sólo pensaba en su curioso fanatismo por Bonavena y se me erizaba la piel. El viaje se hizo súper corto. Me bajé en la avenida y corrí las pocas cuadras que quedaban hasta la casa del Flaco. Desde la esquina, vi a José, el encargado, con la manguera en la mano mientras hablaba animadamente con un tipo que estaba subido a una Siambretta, con una mina que estaba sentada detrás suyo y que lo abrazaba por la cintura. Agitado por el trote y por el apuro de descubrir el paradero de Torres, le pregunté a José por mi amigo y el correntino me hizo un no moviendo la cabeza de un lado al otro antes de detallar que no lo veía desde la tarde anterior. Igualmente, me dejó pasar para que le tocara la puerta del derpa. "Quizás está acá y no lo vi...", explicó. Antes de entrar, alcé la vista y miré al tipo que estaba arriba de la moto. No me había dado cuenta de que era Alberto, el portero de la otra noche, y que la chica que estaba sentada atrás era Alma. Sí, la trola endiablada que le había tirado la goma como ninguna... ¡Otro que se había enamorado de una puta!
Subí los tres pisos por escalera y golpeé fuerte la puerta del departamento del Flaco al tiempo que grité fuerte: "Soy yo, abrime, no seas boludo". No salió nadie. A excepción de la vecina del 3ºC, que salió con baby doll que dejaba traslucir sus tetas. Estaba buenísima. No debía tener más de 30 años. Explotaba.
-¿Lo buscás a Ruben? -me preguntó mientras yo procuraba -y no podía- dejar de mirarle el voluminoso escote.
-Sí, soy un amigo. ¿Por casualidad no lo viste?
-No, lo ví ayer a la tarde. ¿Querés esperarlo acá? -me preguntó e inmediatamente empecé a sentir una fuerte presión en la bragueta.
Lo pensé dos veces y le dije que no. No podía ser tan fácil. Eso sí, le dejé mi tarjeta y le pedí que por favor me llamara o me dejara un mensaje si sabía algo del Flaco.
-Vos también sos periodista. ¿No sé qué tienen ustedes? Pero son todos lindos -retrucó lo morocha, que además de ser un bombón iba al frente como loca. Resulta obvio y literal que ellas y sus tetas firmes lograron hacerme cambiar de opinión.
-Bueno, dale, te acepto un café. Pero primero decime cómo te llamás.
-Me llamo Carla...
Apenas cruzaba la puerta y comprobaba que Carlita se iba casi tan bien como venía, el beeper empezó a vibrar. "Te espero a las once en el bar de Minucho. Necesito hablar con vos. El Flaco", rezaba el mensaje que se deslizaba por la pantallita desde la derecha hacia la izquierda. Estaba claro. No podía ser tan sencillo. A mí esas historias nunca me pasan. El desayuno en lo de Carla quedaría para otra ocasión.

17/3/09

Putas: Ultimo momento (...)

La cuestión era sencilla. Uno. Había que evitar por todos los medios que Torres terminara como Ringo Bonavena. Dos. Para cumplir el objetivo inicial había que propiciar un encuentro con Iris. Tres. Era imperioso, urgente diría, retornar a Copacabana para que yo volviera a estar con Sofía. Totalmente convencido de que era un asunto serio e importante, le informé de mis objetivos a Fanucci. Estaba amaneciendo en los suburbios y yo iba maquinando mi cabeza a más revoluciones que el Súper Spazio. Cuando terminé de elucubrar mi brillante plan por escalas, el Tano me invitó a que me bajara del auto.
-Te dejo acá, así no me desvío tanto. ¿No te enojás? -me dijo y me miró con cara de pobrecito.
¿Qué le podía decir? El pobre no iba a tener más tiempo que para bañarse antes de irse al laburo. Yo, en cambio, con mi curro de las punto com podía dibujarla y trabajar desde casa. En realidad, podía hacerme el gil y tirarme a dormir un rato para recuperar energías.
-Claro, Tano. Quedate tranquilo. Después llamame al diario, así organizamos el encuentro entre el Flaco e Iris. ¿Dale? -le grité por la ventanilla cuando Fanucci ponía primera para seguir camino.
Caminé las ocho cuadras que me separaban de la avenida. Aproveché, pasé por una panadería para hacerme de un cuarto de bizcochitos de grasa. Y también compré un par de diarios. Agarré La Reforma, porque quería ver cómo había quedado la entrevista al actor italiano. Y también El Popular porque me encantaban las crónicas policiales. Ahí escribía un ex compañero mío, el rubio Fernán, que la rompía. Era un placer leerlo. Cero morbo. Pura prosa.
Llegué a casa. Me calenté agua para el mate y para acompañar los bizcochos me puse a leer el reportaje. No podía creer que mi jefe no le había tocado ni una línea. Es que era un hinchabolas del año cero que siempre metía mano y me arruinaba todo. Pero esta vez se había comportado como un editor como la gente. Es más, hasta el título estaba bueno. Tan contento me puse que ni siquiera me había tomado el tiempo de echarle un vistazo a la tapa de El Popular. Algo que vi cuando me estaba por cebar uno de los últimos mates antes de encarar para la catrera. Por encima del titular principal, en un pirulo rojo con la alarmante chapa de ULTIMO MOMENTO decía “Crimen pasional: matan de un tiro a empresario de la noche”. Y en la bajadita explicaba en forma sucinta e imprecisa: “Se trata de Walter Jermak, conocido RR.PP. de las principales discotecas de la Ciudad. El hombre habría sido asesinado por el novio de su amante”.
Mierda, me dije para adentro, el Flaco Torres mató al Polaco Jermak para quedarse con Iris. Enseguida, lo llamé por teléfono. Obviamente, nadie me atendió. También intenté hablar con Fanucci. Pero el Tano ya se había ido. Me puse de los pelos. Sentí retortijones y nauseas. Con la cabeza metida en el inodoro, entre arcada y arcada, me puse a pensar. Si el diario cierra a las once de la noche y yo había estado con el Flaco en Copacabana a las tres de la mañana. Si él fue quien me había dado la plata para pasar la inolvidable noche con Sofía. No pudo haber sido él. ¿O acaso yo era su mejor coartada?

16/3/09

Pausa (...)

A máxima velocidad, sin saber qué hacer en la milésima de segundo que se venía encima, la mejor decisión fue tomarse un pequeño descanso. Una pausa. Aunque nadie, ni uno mismo, se pudiera dar cuenta de ello. Parece difìcil. También utópico. Como mínimo, contradictorio. Pero fue vital. Sanador.

26/2/09

Putas: Sofía (...)

Las palabras del Flaco quedaron revoloteando en mi cabeza. No era la primera vez que lo escuchaba manejando la posibilidad de terminar como Bonavena, con un balazo en la puerta de un prostíbulo. Además de jugar al vóley, a Torres le encantaba el boxeo y sentía devoción por Ringo. Tal vez, en lo profundo de su inconsciente, quería emular a su gran ídolo. De ahí la preocupación que me duró hasta que me señaló a una trola que pasaba por ahí. Me preguntó si me gustaba y la respuesta era obvia. La mina era un espectáculo. Se parecía a Carolina Del Nero, la modelo que estaba de moda. Enseguida, el Flaco sacó un fajito con billetes de cien pesos y me ordenó que agarrara el dinero y que me fuera con la morocha. Me dio un poco de pudor, debo reconocerlo, pero Torres ya había tomado la determinación de hacerme el regalo y me habría resultado imposible no aceptarlo. No saben cómo se ponía cuando uno le rechazaba algo. Terco, con sangre vasca por lado de madre, el Flaco era uno de los tipos más cabrones que conocí.
Me paré y encaré directo hacia la barra, donde estaba la falsa Carolina. A medida que me acercaba, la chica estaba cada vez mejor. Nada que ver con los gatos que acostumbraba a ver en los suburbios. Era un bombón. La saludé, me dio un beso y ya no sabía qué decirle. Me comporté como un pelotudo con todas las letras. Era una puta y yo tenía ganas de preguntarle dónde vivía y qué estudiaba. Un boludo a cuerda, ¿no? Ella, que sí sabía manejar la situación, me describió el tarifario en forma clara y sucinta. Con la guita que me había dado Torres me alcanzaba para pasar una noche inolvidable. Y así lo fue. No vale la pena entrar en detalles. Dicen que los caballeros no tienen memoria. Sólo les voy a contar que se llamaba Sofía y que nunca pensé que una noche de sexo rentado podría ser tan natural, tan maravillosa. Tal vez por estar mal acostumbrado a las desventuras en Macao o tugurios de peor calidad, en los que resultaba osado sacarse los pantalones por temor a quedarse sin ellos. Es que si uno se descuidaba, podía aparecer algún amigo de lo ajeno que intentara manotear la propiedad privada aprovechando la fragilidad de las paredes de cartulina. Nada que ver con la hermosa velada que había pasado hacía pocos minutos...
Cuando salimos del hotel me dieron ganas de tomar de la mano a Sofía. Pero enseguida me acordé de que ella era una puta y que me sacaría cagando. Sin embargo, al llegar a la puerta de cabaret, me abrazó y me dio un beso mágico, que me trasladó mentalmente a una escena de la adolescencia. Enseguida, sentí que estaba a la salida del colegio. Y que estaba con Noelia, una mis primeras novias, matándonos a besos contra uno de los paredones. La sensación fue idéntica. Sofía era la encarnación de la dulzura y del sexo salvaje envasado en un cuerpo de ensueño. Me dijo que volviera pronto, acompañado por un "lindo" que me comió el coco. Yo, embobado, le pregunté si quería que la esperara, le aseguré que estaba dispuesto a dejar todo por ella. Se rió con elegancia y me respondió que no del mismo modo, antes de recomendarme que lo mejor era que me fuera... Apenas cruzó la puerta de Copacabana me di cuenta de que había flasheado cualquier cosa. Era una puta con todas las letras. La más profesional de todas con las que había estado. Les debía decir a todos lo mismo. Y yo, de terrible facilidad para deslumbrarme con las mujeres, había caído en la trampa. Bah, en realidad había sido víctima de una fascinante actuación.
Convencido de que era lo indicado para no continuar con la farsa que había tejido mi imaginación, decidí no volver a entrar a Copacabana. Era lo mejor para mi sanidad mental. Además, tenía un hambre atroz. Y decidí cruzarme a la plaza que estaba enfrente del cabarulo para clavarme un choripán. Y no fui el único que tomó la misma determinación. En un banco, cerca del puestito ambulante, estaba el Tano Fanucci morfándose un súper pancho, acompañado por papas fritas de paquete y una lata de cerveza. Mientras el vendedor terminaba de cortar el chorizo en mariposa para terminar de darle un golpe de cocción, me senté a la derecha de mi amigo, que comía como si fuese la última vez. Ni me hablaba. Fui a buscar el chori y también me compré una lata de medio litro de birra para bajar el suculento embutido envuelto en chicloso pan francés. Le pregunté por el Flaco Torres y me dijo que se había ido hacía un rato a Recoleta porque le habían pasado el dato de que Iris estaba en un boliche de por ahí. No terminó la frase sin que lo agarrara con una mano de la campera. Le recriminé por haberlo dejado ir solo. Pero enseguida me convenció de que nuestro amigo era demasiado piola como para meterse con el Polaco Jermak. Y me recordó que nosotros, apenas terminara de devorar el chegusán, teníamos que ir a buscar el auto, que estaba esperándonos a 30 cuadras. Volví a la realidad de un porrazo. Enseguida, imagine a Torres tirado en las afueras del Mustang Ranch, pero no en Nevada, sino cerca del cementerio de la Recoleta. Empezamos a caminar rumbo al Súper Spazio. El Tano me contó sobre la plasticidad de la morocha con la que se había encamado. Y yo me acordé de la celestial Sofía. La negra de Fanucci no le podía ni atar los cordones. ¡Qué bombón!

17/2/09

Putas: Copacabana (...)

La ansiedad por llegar a Copacabana hizo eterno el viaje hasta Caballito. Pero no todo fue culpa de las ganas inmensas de encontrarnos con el Flaco Torres abrazado a Iris. El motor del Fíat se sobrecalentó y tuvimos que hacer una parada de 20 minutos cerca del Puente Uriburu. El Tano estacionó el coche contra un cordón de la avenida y yo fui corriendo hasta la estación de servicio más cercana, una Esso, para comprar la salvadora agua destilada. El Súper Spazio parecía decidido a dejarnos a gambas. Tanto es así que a unas 30 cuadras del cabaret, se le pegaron las pastillas de los frenos y tuvimos que dejarlo estacionado, frente a una plaza que ni me acuerdo cómo se llamaba. La cuestión es que a Copacabana llegamos caminando. Eran casi las dos de la mañana. No hacía falta ser demasiado avispado para darse cuenta de que se trataba de un boliche de primera. Los 30 pesos per cápita que debimos pagar para una simple consumición hablaba a las claras de las tarifas del local y también dejaba entrever la calidad del servicio. Cuando entramos casi me caigo de culo cuando se me cruzó la primera mina. Era una modelito. Flaquita, pura fibra, gambas interminables. Un lomo de película... Nada que ver con las gordas que exhibían sin pudor sus carnes celulíticas en el viejo y querido Macao. Nerina o Yoseline, que eran dos terribles mujeres con todas las letras, no habrían calificado para integrar el staff de trolas del exclusivo Copacabana. Enseguida, tomé del brazo al Tano y le pregunté cuánta plata tenía. Fanucci, cómplice y totalmente alzado, me guiñó un ojo. "No nos vamos de acá sin ponerla", me prometió. Ya me había olvidado de que, en realidad, no había ido hasta allá para "ponerla", sino para buscar al Flaco Torres.
Mientras las trolas seguían desfilando por los pasillos que se armaban entre las mesas y dos perras, capaces de protagonizar la mejor de las películas porno jamás imaginada, jugueteaban con su cuerpo sobre un pequeño escenario, divisé al Flaco sentado en un rincón con una chica que, desde lejos, se aproximaba a la descripción de Iris. Era una muñequita. No quise arruinar el momento y sólo pasé por al lado y lo saludé con un leve movimiento de mi mano. Torres me guiñó el ojo y se sonrió. Seguí de largo y ocupé la mesa más cercana a la de mi amigo. El Tano Fanucci, sin perder una milésima, se pidió el fernet con coca reglamentario y yo me incliné por el tradicional whisky prostibulario. El mozo me aclaró que si quería tomar uno importado tenía que pagar 10 pesos extra. Le dije que no valía la pena, que me trajera uno nacional. Total, mi hígado ya estaba acostumbrado al querosene que consumía en los tugurios suburbanos.
Fanucci se bajó el fernet como si fuera un vaso de agua helada. Y enseguida se encaró una trola que era igual a una que bailaba en un programa de televisión. De repente, el Tano desapareció con la morocha. Claro, a diferencia de los tercermundistas boliches de Provincia, los cabarulos de luxe no tiene habitaciones incorporadas. Eso sí, siempre están estratégicamente ubicados a metros de un hotel alojamiento. Qué casualidad, ¿no? Yo, en cambio, me quedé en la mesa bajando a paso lento el whiskicito que afortunadamente no estaba rebajado. Esperaba que se acercara alguna chica, pero otro elemento distintivo de los prostíbulos de calidad es que las trolas están tan buenas que no necesitan hacer el trabajo sucio. Nada de rituales de frotamiento o manotazos intempestivos a las braguetas de los potenciales clientes. Ellas esperan pacientemente que las presas se les acerquen. Sin dinero que alcanzara para garpar la tarifa mínima, me tuve que conformar con ver cómo se manoseaban esas dos bestias que gateaban con extrema sensualidad sobre el escenario.
Entonces fue cuando el Flaco Torres, de quien me había vuelto a olvidar por culpa de la depresión que me había causado no tener un peso en el bolsillo, se sentó a mi lado. Me contó que una negra de Oasis -¿mi querida Selva?- le había dicho que Iris estaba trabajando acá. Y que ayer se había pasado la noche en el boliche, pero que la chica no había aparecido. Tan mal se puso por el desencuentro que le agarró algo así como un ataque de pánico que lo obligó a faltar al trabajo. Su jefe, el Negro Morales, no se había hecho demasiado drama. Y el médico que fue a visitarlo le dio unas 72 horas de descanso, con unas pastillitas para bajar la ansiedad. Yo le conté del episodio con el portero. El Flaco se cagó de risa cuando le relaté la casi muerte de la vieja pacata, pero enseguida cambió el rictus y puso una terrible cara de orto cuando le expliqué que yo también había dado con el paradero de Iris a través de la generosidad de la negra Selva. Nunca lo había visto así de quebrado. Con una lágrima a punto de caer, el Flaco me reveló que su adorada Iris se había convertido en la novia oficial del Polaco Jermak, uno de los dueños de la cadena de prostíbulos. Y que había dejado de trabajar, al menos para clientes comunes como nosotros. Sus nuevas amigas de Copacabana le recomendaron que no la buscara más, que ni siquiera la nombrara. Palabras más, palabras menos, le advirtieron que aquél que osara sacarle una minita al Polaco la iba a pasar realmente mal. "Mirá si termino como Ringo Bonavena", disparó. A mí se me puso la piel de gallina. Sabía que Torres no se iba a quedar con las ganas...

Putas: Alma (...)

Después de recorrer la insufrible avenida Pavón hasta la altura de la estación de trenes de Lanús llegamos al edificio en el que vivía el Flaco Torres. Dejamos el auto estacionado a unos 30 metros de la puerta, bajamos del Fíat y tocamos el timbre del 3º D. El Flaco llevaba un año y medio viviendo en ese departamento de dos ambientes híper oscuro, con vista a un lúgubre pulmón. Tenía plata de sobra para mudarse al Centro y alquilar un bulín un poco mejor ubicado y un poco más presentable. Pero él prefería estar cerca de su vieja, que vivía en la casa de toda su vida en Valentín Alsina. Mientras esperábamos en vano que nos atendiera, una terrible morocha salió por la puerta acompañada por un tipo que estaba vestido de portero. Creo que tocamos unas 20 veces el timbre sin suerte... Hasta que el fulano se despidió efusivamente de la mina, que tenía una terrible pinta de gato, y nos encaró. Nos preguntó a quién buscábamos y nos hicimos los boludos. Es que yo conocía a José, el viejo encargado. Pero de éste no tenía ni la más mínima idea. Se presentó y nos explicó que era nuevo en el edificio, porque don José se había pedido una licencia de tres meses para ir a resolver “unos problemitas familiares” en Corrientes. Ahí le creí. Es que el Negro, así le decía el Flaco, era fanático de Mandiyú. Siempre andaba con un gorrito verde y blanco de tela que estaba autografiado por Pedro Barrios, Adolfino Cañete y José Horacio Basualdo, el Pepe, las figuras del equipo que salió campeón del Nacional B en el 88.
Recién entonces, tras el argumento creíble, le contamos que éramos amigos de Torres. El hombre, que tenía una inconfundible tonada mendocina, se sonrió y rápidamente nos relató que nuestro amigo no había salido en todo el día del derpa y que hasta había venido un doctor, con ambo celeste, estetoscopio y maletín, para revisarlo. Sin embargo, apenas se fue el médico, a los 15 minutos, el Flaco Torres se las había tomado. Le pidió por favor que no se lo contara a nadie, a excepción de que viniera un gordito de barba o un colorado pecoso preguntando por él. El gordito barbudo –se había quedado corto con la descripción- era yo, mientras que el Tano Fanucci respondía a la perfección con el identikit de colorado con pecas.
Pero eso no era todo. El muñeco, que se llamaba Alberto, nos dijo que Torres nos había dejado un recado. Enseguida, me entregó una tarjeta toda arrugada que rezaba: “Copacabana. Acá se cumplen todas tus fantasías”. Con Fanucci nos miramos y no lo podíamos creer. Sin tiempo para perder, le agradecimos y le rogamos que no le dijera nada a nadie. El encargado hizo la señal de juramento, llevándose el índice derecho a la boca y haciendo una cruz. Y antes de que volviéramos hacia el auto nos preguntó si nos había gustado la morocha. “Se llamaba Alma y fue un regalito de su amigo del 3ºD”, gritó a los cuatro vientos sin ánimo de ser discreto. Y agregó con una terrible cara de pajero: “Nunca me habían tirado la goma tan bien. Esa chica está endiablada”. En ese momento, como si estuviese escrito para un guión, pasaba una vecina con terrible cara de pacata. La mina llevaba un caniche micro-toy en una mano y una bolsa de polietileno, ésas del supermercado, en la otra. Apenas escuchó el vozarrón libidinoso del encargado, la vieja se espantó, cruzó la calle enceguecida y casi se la lleva puesta un Gol que venía a los santos pedos. Zafó de milagro y porque los frenos del Volkswagen eran una maravilla.
Tras la escena bizarra que casi termina en una tragedia digna de una placa roja de Crónica TV, no tuve necesidad de decirle nada a Fanucci. Apenas lo miré. Nos subimos al Súper Spazio y encaramos hacia Pavón. El nuevo destino era Doblas 327, la dirección que figuraba en la tarjeta que nos había dejado Torres. El hijo de puta del Flaco no estaba enfermo ni a ganchos. Vaya uno a saber qué le dio al médico para que le diera un par de días de reposo. Quizás había recurrido a alguna amiguita de Alma para ganarse la confianza del hombre del ambo celeste y maletín. Lo cierto, más allá de todas las especulaciones, es que se había cortado solo en su cruzada por volver a ver a Iris, escultural puta y aspirante a abogada. Ya sabía que la minuza estaba trabajando en Copacabana. También sabía que nosotros íbamos a ir a buscarlo. Un fenómeno.

11/2/09

Putas: El Flaco Torres

En aquella época, no demasiado atrás en el tiempo, los celulares eran un elemento de lujo reservado para algunos pocos. Yo estaba en una escala intermedia en la pirámide de la comunicación. En el trabajo me habían dado un beeper. Me querían tener localizado. Sin embargo, para responder a los llamados había que recurrir a los teléfonos públicos. No había otra alternativa. Así, pese al espectáculo acrobáticamente erótico que se desarrollaba sobre la barra, salí de Oasis con la idea fija de llamar al Flaco Torres. No me importó demasiado que fueran las cinco de la mañana. A dos cuadras del cabarulo, había una estación de servicio Isaura. Allí, encontré el teléfono. No tenía monedas, pero sí un par de tarjetas con algo de crédito. Marqué el número de la casa de mi amigo y nadie me atendió. Me resultó raro, aunque no tanto ya que el Flaco vivía de noche. Así, con el misterio de Iris a punto de resolverse –al menos, eso era lo que creía-, volví a mi casa con la idea de darme una ducha y tomarme unos mates antes de ir al trabajo.
Entonces, yo laburaba por la mañana en una incipiente punto com y por la tarde lo hacía en la sección Espectáculos del diario La Reforma. A Torres lo había conocido en la facultad. El también era periodista y dimos juntos los primeros pasos en la profesión. Dejé de verlo unos cuantos años hasta que se incorporó al staff de Deportes del diario. El Flaco, que pasaba el metro noventa, también jugaba al vóley en el Country Club de Banfield. De ahí conocía al Tano Fanucci, que era el armador del equipo. A mí, en cambio, el vóley no me gustaba para nada. Me parecía un juego de maricones que aprovechan cada punto ganado para tocarse un poco. Puro prejuicio, obvio.
Sin ir más lejos, mi teoría se desmoronaba con los ejemplos de Torres y Fanucci, los dos tipos más putañeros del universo. Ellos, sobre todo el Flaco, son los culpables de mi perdición por los cabarets. De hecho, antes de conocerlo, había ido unas dos o tres veces. Eso sí, lo que no puedo olvidar nunca fue la primera excursión a un lupanar. Todavía no tenía 18 años y uno de mis amigos, que ya había ido con sus hermanos mayores, nos llevó un tugurio en San Francisco Solano. En los alrededores había más camiones que en la fábrica de Scania. Dudamos en cruzar la puerta, pero Nahuel, el experto del grupo, nos convenció y nos recomendó entrar al lugar con gesto adusto así no se notaba tanto que éramos unos pendejos. “Con cara de perro, eh”, insistió. Y nosotros, giles por donde se nos mirara, le hicimos caso. Así, con un rictus digno de un milico malcogido, pasamos la cortina espantamoscas, la misma que había en las verdulerías, y encaramos al patovica, que parecía un ex compañero de andanzas de Martín Karadagian y el Ancho Peucelle, al que sólo le interesaba recaudar dinero. Cuando entramos, el boliche estaba a pleno. Con suerte, en un rincón muy cerca del baño, encontramos una mesa. La trola más joven tenía, sin exagerar, 40 años. Y todos entramos en pánico escénico. Cambiamos las consumiciones por una cerveza y ya estábamos listos para irnos. Entonces, Eduardo, otro de mis amigos, dio la nota. Aprovechó el amontonamiento para pellizcarle el culo a una de las minas. Pero la apiolada apenas la pudo festejar unas milésimas de segundo. La puta se dio vuelta, lo detectó como si tuviese un radar, y le pegó un coscorrón terrible acompañado por un estruendoso “pendejo pajero”. Eduardo no sabía dónde meterse. Se tuvo que bancar las gastadas durante todo el viaje de vuelta. Incluso, cada vez que nos juntamos a comer un asado, algún hijo de puta recuerda la anécdota y Eduardo se pone de la cabeza...
El Flaco Torres, como les había contado antes, tenía extrema debilidad por las putas. En todos los años que lo conocí, el tipo tuvo unas cuatro o cinco novias. Sólo dos no habían sido putas. Estaba enfermo, claro. Se enamoraba. Lo de Iris, como se ve, no era una excepción. Lo volví a llamar un par de veces desde el trabajo para contarle la pista que me había pasado Selva, pero nunca me atendió los llamados. Así que esperé a cruzármelo por la tarde en el diario. Sin embargo, el Flaco no estaba. Cuando llegué, lo fui a buscar por su escritorio, pero en su lugar había un pasante. Encaré al Negro Morales, su jefe, y me dijo que Torres lo había llamado para decirle que estaba enfermo y pedirle que le mandara el médico. Yo estaba tapado de trabajo. Tenía una nota con un actor italiano que estaba filmando una película en la Argentina. Y no podía zafar. Insistí por el teléfono, pero seguía sin atender. No veía la hora de que terminara la jornada para ir a ver qué le pasaba a mi amigo. También llamé a Fanucci. Quizás él sabía algo. Pero el Tano tampoco tenía noticias. Y quedamos en que me pasaría a buscar con su Fiat Súper Spazio por el diario para ir al departamento del Flaco. A las once, Fanucci me levantó de la esquina de Avenida de Mayo y San José y encaramos derecho hacia Lanús. Torres vivía en unos departamentos a unas cinco cuadras de la estación sobre la calle Melo. Durante el viaje por la avenida Pavón, el Tano estaba extrañado por la supuesta desaparición de Torres. También me detalló las habilidades de la petisa Bettina y me preguntó cómo me había ido la noche anterior en Oasis. Le conté de la negra Selva y también de la pista sobre Iris. Y me dijo que conocía el cabaret que tenía el dueño de Oasis en Caballito. Era de primera y se llamaba Copacabana.

10/2/09

Putas: Selva (...)

Desde aquel jueves de frustraciones en Oasis mi cabeza había quedado un poquito alterada. Las imágenes se repetían en mi mente cada vez que cerraba los ojos. Yoseline, con sus labios carnosos, desfilaba hacia mí y me mostraba su culo rocoso. Enseguida, se me aparecía Nerina, con sus tetas majestuosas al aire, que se pegaba un saque antes de preguntarme si me apetecía una tirada de goma. Lo triste era que Nerina se esfumaba como la línea de merca y yo me quedaba solo, sentado frente a una mesa cuadrada, con otras dos sillas vacías. Sólo veía un par de camperas: una de cuero como la del Flaco Torres y otra de jean con corderito, igualita a la del Tano Fanucci. Y también estaba el puto estéreo, apostado sobre una fórmica roja que no paraba de transpirar por culpa de un solitario fernet. Así me desperté el viernes y el fin de semana. Y lo mismo me sucedió el miércoles. Pegué un terrible salto de la cama. Aturdido por la pesadilla, miré el reloj despertador. Marcaba las dos de la mañana. Me quedaban unas cinco horas de sueño. Pero tenía una sed terrible y me tuve que levantar. Fui derecho al baño, abrí la canilla de agua fría y tomé un largo trago. Volví a la habitación y me senté unos minutos en el borde de la cama. Tenía que volver al cabaret para poder ponerle punto final a la historia que me torturaba.
Así, con la decisión tomada, me pegué un duchazo para despabilarme un poco, me bañé en desodorante y me vestí. Salí encendido. Tanto como para esperar 45 minutos hasta que pasara un bondi que me dejara cerca del puterío. Llegué con la idea fija de sacarme las ganas y las fantasías de la azotea. La primera opción era Nerina. La segunda, claro, era Yoseline. Antes de subir la escalera, me interceptó un pelado que tenía una cara de terrible hijo de puta. Me pidió que le mostrara mi documento y me dijo que los miércoles había un show de lesbianas "fetén, fetén" y que debía pagarle una consumición antes de entrar. Le di un billete todo arrugado con el rostro de Sarmiento y él peló un talonario verde con números, de esos que se usaban en las rifas de barrios. Me había tocado el 72, la sorpresa según la numerología de los sueños.
Subí y llegué al salón. Habría unas cuatro mesas ocupadas y en una estaba el Tano Fanucci con una chica. Me acerqué, los saludé y me senté junto a ellos. Enseguida, pedí un whisky con hielo y le pregunté al mozo si estaban Nerina o Yoseline. El tipo me miró y se rió con una fuerte carcajada. Me dijo que era el quinto que le preguntaba por las mismas minas y me contó al oído, como si se tratara de un secreto de estado, que se las había llevado un amigo del dueño para una fiesta privada. Mientras empinaba el trago, no paraba de maldecir mi mala fortuna. A los cinco minutos, el Tano se fue con la petisa que se llamaba Bettina y que era bastante fulera. Otra vez me había quedado solo. Al menos, tenía un consuelo: Fanucci, esta vez, no había dejado pertenencia alguna sobre la mesa.
Fue entonces cuando llegó Selva. A esta altura todos saben lo que sucede en el momento que se te acerca una chica en este tipo de boliches. Como les conté, era morocha como Sheny, aunque bastante más agraciada que la dominicana. La negra, sin pedir permiso, hizo lo que quiso conmigo. Se me sentó arriba de las gambas y puso en marcha un violento ritual de seducción. Aterrizó con una mano en la bragueta, me encajó un beso en el cuello y con un movimiento magistral me hundió la nariz en sus tetas carnosas y oscuras. Recién entonces me dijo su nombre y yo le correspondí con el mío. Le pregunté de dónde era y ella me contestó que primero le tenía que comprar una cerveza. Le dije que sí y me contó que era cubana. Apenas se terminó la birra, en menos de un minuto y medio, me invitó generosamente a pasar un rato "solitos". Y le tuve que decir que sí. No vale la pena ahondar en detalles. Sólo que pagué por 40 minutos y que sólo necesité cinco para terminar con mi faena. Selva se quería ir, sobre todo porque yo la llamaba Nerina. A la negra no le gustó ni un poquito que me confundiera de nombre. Y no hay nada peor que una puta con cara de orto. Uno se siente estafado y, a la vez, con temor a que lo caguen a palos. Pero como tenía media hora a mi favor, casi que le rogué para que me aguantara un poquito. Necesitaba un poco más de cariño. A cambio, le ofrecí unos billetes más. Me sentía un poco incómodo en esa cama de una plaza y media, con el colchón envuelto en un nailon, enclavada en una piecita de dos por dos, separada por paredes de cartulina que servían para lotear las veinte habitaciones del boliche. Pero era lo que había. En pleno masajeo de resurrección, Selva acusó tener 21 años. Creo que se le había quedado una década en el camino. Igual estaba buenísima. Era pura fibra. Me explicó que había llegado acá, a la Argentina, hacía tres años, pero no le entendí muy bien cómo se había escapado de la isla. Eso sí, me miró como si fuese el diablo en persona cuando le pregunté por Fidel. También me contó que vivía en Wilde con otra de las chicas de Oasis, pero que su sueño era conseguir un departamento en Buenos Aires para trabajar sin depender de nadie.
Ahí, cuando nada parecía pasar, llegó el momento de la revelación, de la gran sorpresa, como si el 72 hubiese sido premonitorio. Me dijo, tal vez molesta por mi confusión en los nombres, que Nerina era la estrellita del boliche y que había llegado hacía un mes y medio con otra "modelito" que se llamaba Iris. Enseguida, se me apareció la imagen del Flaco Torres y su desesperada búsqueda e intenté hacerme el investigador privado para sacarle algún dato más a la morocha, que seguía trabajando en mi parte baja con mucho empeño y pocos resultados. Sólo me dijo que Iris apenas estuvo un par de semanas, ya que el patrón se la había llevado a otro local que funcionaba en Caballito. Al final, gracias a la buena voluntad de Selva, pude tener mi revancha en la catrera. Estaba agotado, pero también feliz por el gran descubrimiento. Cuando salía de la zona de cuartos lo busqué a Fanucci, pero no estaba. Eso sí, había dos terribles perras caminando en bolas sobre la barra. El show de lesbianas había comenzado. Y daba ganas de quedarse un rato. Pero primero tenía que buscar un teléfono público para contarle todo al Flaco Torres.

9/2/09

Putas: Nerina (...)

Como no podía dar con el paradero de Iris, el Flaco Torres, obsesionado y enceguecido, comenzó a hacer una búsqueda casi policial para encontrarla. Insistía con que era un bombón y con que no había ninguna que la pudiera igualar. Rompía un poco las pelotas, es cierto, pero todos sabíamos que el metejón se le iba a pasar apenas conociera a otra. Era cuestión de tiempo. Sin embargo, el Flaco estaba enroscado y se tomó el trabajo de rastrearla. Había decidido abandonar por un tiempo a Macao, el boliche de la también desaparecida Sheny, para probar fortuna en otros tugurios de la zona. Esa noche, luego de unas cuantas cervezas en el bar del Bingo, me convenció a mí y al Tano Fanucci sin demasiado esfuerzo para que lo acompañáramos a Oasis, al que yo nunca había entrado. En ese tiempo, el Flaco ya había visitado varios cabarets diferentes para encontrar a Iris. Pese a fallar en sus intentos, él jamás se volvía a su departamento con la billetera intacta. Al fernet con Coca Cola reglamentario, siempre le agregaba una fichita. "No hay que ser ingrato con las chicas. No hay que hacerlas ilusionar con que se van a ganar un mango", rezaba para excusarse de sus impublicables revolcones con las obesas Jacqueline y Marilyn...
Esa noche en Oasis todo había empezado mal. No había noticias de Iris, obvio. Y tampoco había whisky. Por lo tanto, decidí imitar al Flaco y al Tano y clavarme un fernecito. Torres, con el corazón despedazado, se bajó el trago en menos de un minuto y se llevó a una morocha que no estaba nada mal. Creo que se llamaba Bárbara. Fanucci, otro al que le apasionaba el sexo rentado, le siguió los pasos. Y se encamó con una que acusó el nombre de Paula y que tenía unas tetas extraordinarias. Yo, como de costumbre, me quedé de garpe y las muchachas empezaron a desfilar por mi entrepierna como si estuvieran jugando al juego de la silla. Venían, se presentaban, yo les decía mi nombre y me manoseaban un poco por ahí abajo prometiéndome los mejores 40 minutos de mi vida.
La verdad es que las trolas de Oasis estaban diez veces mejor que las de Macao. Casi me enamoro de Yoseline, una morocha de ojos claros y labios carnosos, que tenía un corpiño de red y una tanga hilo dental que te sacaba el aliento. Me mató cuando le pregunté cómo se escribía su nombre y me lo deletreó al oído mordiéndome suavemente el lóbulo de la oreja. Estaba por explotar, pero preferí esperar un ratito. Es que el Flaco y el Tano habían dejado sus camperas en las sillas y el pasacasete sobre la mesa. Me sentí un pelotudo importante, sobre todo porque sabía Yoseline iba a encontrar compañía enseguida. Y así sucedió. En menos de tres minutos, se levantó un flaquito que tenía una camisa blanca con los botones abrochados hasta el cuello. Me había dejado por un gil... Sin embargo, las malditas camperas y el puto pasacasete, ése que se sacaba entero y se podía llevar como una valijita, me permitieron conocer a Nerina. Yo sé que no me van a creer. No parecía puta. No olía como puta. Y, lo mejor, no te hablaba como puta. Sería una estrategia de marketing. O simplemente sería así. Podía pasar, tranquilamente, como si fuera una compañera de trabajo o de la facultad. Tenía un lomo bárbaro, envuelto en un top negro sin breteles que era medio transparente y un culotte que le dibujaba una cola casi perfecta. La mina ni siquiera se sentó sobre mis piernas. Agarró la silla en la que estaba la campera de Fanucci y se me puso a hablar. Obviamente, me pidió que le comprara un trago. Quería un vodka con naranja. Yo, encantado, se lo compré. Ahí, rápido, aproveché para que me contara su historia. Aunque no los pareciera, tenía 28 años. Y una nena de seis, Camila, que vivía con la abuela por “obvios motivos”. El padre de la pequeña se había ido apenas se enteró del embarazo. Ella, que hasta entonces era ama de casa, tuvo que salir a trabajar. Empezó con promociones hasta que se dio cuenta de que los hombres no dejaban de hacerle propuestas indecentes, casi siempre hipnotizados con sus tetas. Ahí nomás, como si hicieran falta evidencias visuales, se bajó el top y me las mostró. Increíbles, casi me tiro encima. Me habría gustado tener un espejo para ver la cara que puse...
Enseguida, Nerina dejó su silla y se sentó en mi falda. Jugó un poco con sus manos y me consultó si quería pasar, pero le expliqué que no pretendía que mis amigos se quedaran sin abrigo ni música para el regreso a casa. Soné muy convincente. Y también como un tarado. Ella pareció entenderme y me dijo que me hacía el aguante si le compraba otro trago. Yo, totalmente encendido, acepté. Le pedí otro destornillador e hice marchar mi tercer fernet. Mientras esperábamos al mozo, me preguntó si tenía merca. Le dije que no y me puso cara de ojete. Se levantó y se fue a otra mesa. Encaró a un gordo de pelo largo y rubio, le apoyó una mano en la bragueta y con la otra sacó un papelito del bolsillo de la campera del fulano. Le dio un beso y encaró para la zona de los cuartitos. El gordo se incorporó y la siguió. Adiós a Nerina. Como consuelo, mientras esperaba al Flaco y al Tano, ahogué mis penas en alcohol y me clavé los dos tragos, el de ella y el mío. Me pareció, de lejos, ver a Sheny. Pero era otra morocha. Ah, se llamaba Selva.

7/2/09

Putas: Iris (...)

Se llamaba Marilyn. Como les dije era una rubia rellenita que impresionaba, sobre todas las cosas, por su tanga mínima. Sus curvas, excesivamente pronunciadas, desbordaban la ropa interior. Cuando le pregunté por Sheny, se sentó sobre mis piernas y comenzó con el ya conocido ritual de frotamiento. Pero rápidamente la espanté. Insisto: no había ido para descargarme, sino para ver si podía reconstruir el puzzle de la vida de la dominicana.
Era una noche complicada. Verano, mucho calor, demasiada clientela. Apenas Marilyn y Jacqueline -si fuera JFK, me habría asustado por la increíble coincidencia- habían quedado a la deriva. Y no era para menos. Si Marilyn había tenido poca fortuna en el reparto de belleza, se hacía difícil entender cómo habían aceptado a la otra, que era aún más gorda y kilométricamente más fea. Por suerte, Jacqueline apenas me saludó con un beso. Enseguida, salí al cruce y le dije que sólo había ido para acompañar a mi amigo, el Flaco Torres. Ese sí que entraba en la categoría de putañero empedernido. Se conocía todos los cabarulos de la zona Sur y me había quemado la cabeza durante la noche con ir a ese boliche, porque ahí se había topado con Iris, a quien describió como "la puta más puta y hermosa" con la que había compartido un turno. Cuando estábamos en el bar tomando una cerveza, el Flaco me estuvo contando que dos días antes se había dado una vuelta por aquel piringundín y que apenas había dos mesas ocupadas. Es decir, había chicas libres como nunca antes había visto en sus frecuentes excursiones por los lupanares de la ciudad. De repente, envuelta en un aura de luces ultravioletas, se le apareció una flaquita que rajaba la tierra. Y Torres, como casi siempre le sucede, se enamoró. Era, obviamente, Iris. Me dijo que apenas superaba el metro sesenta, pero que tenía unas tetas increíbles y un culo que era una roca. "Era un petardo, boludo", sintetizó con su prosa llana y barrial. Y agregó: "En la cama, no sabés, me dejó hacer lo que quisiera". Encantado, como le había sucedido cientos de veces, el Flaco me arrastró al cabaret, aquél donde había conocido a Sheny. Yo, con apenas 20 pesos en el bolsillo, había ido con la ilusión de reencontrarme con la morocha para que me siguiera contando su vida. Y él lo hizo con la idea fija y heroica de "rescatar a Iris del puterío para convertirla en la señora de Torres". Pero la dominicana se había fugado y me tuve que consolar bajándome un maldito farol de whisky que no podía terminar de pasar. Y mi compañero, despechado por Iris, terminó bajándose a la desagradable Jacqueline.
Cuando volvíamos en el Renault 12 verde aceituna, el Flaco seguía obsesionado con Iris. Me juraba que era un minón. Y que apenas denunciaba 22 años. Me dijo que la “muñequita” era de Temperley y que había estudiado en la Universidad de Lomas, como nosotros, hasta que sus padres murieron en un accidente de autos y debió salir a trabajar para sobrevivir. Entonces, procurando sacar provecho de su belleza, intentó ser modelo. Con los clasificados bajo el brazo, había recalado en una oficina de mala muerte de un edificio de Almagro, en donde tuvo que pagar 50 pesos para que le armaran un book. Obviamente, la habían engañado. Presa de la desesperación, terminó siendo reclutada en una casa de masajes de Flores. Así, luego de unas cuantas fugas, había llegado al cabaret del que acabábamos de salir. Después de un polvo, catalogado de “terrible e inolvidable”, Iris le confesó a Torres que seguía soñando con recibirse de abogada. Y que el año siguiente, si podía, se iba a reinscribir en la facultad. El Flaco volvió varias veces y nunca jamás la encontró. Eso sí, tuvo varias revanchas con la gorda Jacqueline. Y con Marilyn también.

6/2/09

Putas: Sheny (...)

Se llamaba Jenny. Así, apenas se presentó, empezó a sonar en mi cabeza "Sube a mi voiture", de Pappo. También, no sé por qué, recordé a la novia de Forrest Gump y a una chica que iba a la facultad que era una hermosa fotocopia de aquella actriz. Sin embargo, la Jenny que estaba sentada sobre mis piernas en aquel cabaret suburbano no se parecía en nada a la rubia que desparramaba belleza por los pasillos de Sociales. De hecho, cuando ella pronunció el dulce Jenny, a mí me llegó un grosero "Sheny". Además, era morocha por donde se la mirara.
Con una aguardentosa tonada caribeña, ella averiguó rápidamente mi nombre. Pero no paraba de decirme papi. Casi me engaña cuando me susurró que era muy lindo y que tenía una sonrisa preciosa. Se lo decía a todos, seguro. Trabajaba de eso, claro. Su cuerpo, digamos, era generoso. Alta, pelo mota naturalmente frizado, una cara seis puntos con muchas batallas encima, mucha teta, culo macizo y piernas interminables. Todo eso envuelto en una mínima ropa interior que "fosforecía" con la luz ultravioleta. Ella, mientras yo tomaba un sorbo de un asqueroso whisky nacional, empezó a mover sus manos con sensualidad hasta detenerse en mi contenida entrepierna. Me preguntó qué me pasaba, si le gustaba. Le contesté que sí, aunque creo que no soné demasiado convincente. Por eso, decidí contarle la verdad, que había ido con unos amigos y con intención casi nula (nunca se sabe, no) de coger. Jenny o Sheny, como quieran, me miró con una terrible cara de orto. Y era obvio, no ganaba plata por hablar. Sólo perdía el tiempo conmigo. Enseguida se levantó enojada. Pero, con inusitada rapidez, le tomé la mano y le rogué que volviera en un rato.
A los 30 minutos, más o menos, Jenny volvió a sentarse sobre mis piernas. Y se frotó vulgarmente sobre mi bragueta. Me preguntó si había cambiado de opinión, pero le advertí que no. Sólo la invité a tomar algo y le prometí unos pesos a cambio de que me contara su historia. Me aceptó el trago y me rechazó la segunda propuesta porque los dueños del lugar, según aseguró, la iban a matar. Aunque pudo hablar un poco mientras se bajaba algo que intentaba ser un Gancia con Seven Up. Ahí me dijo que tenía 32 años y que era de República Dominicana. Me contó que allá habían quedado un par de hijos y un marido que la golpeaba y la obligaba a trabajar de puta. Y que vino acá por consejo de una prima, porque no aguantaba más. Me confesó que extrañaba a los chicos, pero que ya eran grandes porque los había tenido de muy joven y que seguramente iban a ser tan hijos de puta como su ex. Y también juró que ya se había acostumbrado a trabajar de esto y que difícilmente ganara lo mismo haciendo otro tipo de labor. Ah, también me dijo que unas horas atrás se tuvo que coger a un tipo que era muy desagradable, pero que eso ya nada le daba asco. Apenas se terminó el trago, volvió a frotarse contra mí e insistió con que pasara al cuarto con ella. Me negué, pero le puse un billete en la mano. Se sonrió -le faltaban unos cuantos molares- y me pidió que volviera porque con clientes como yo daba gusto ganarse la plata.
Al mes y medio regresé a ese tugurio que apestaba a pachuli. No quedaban rastros de Jenny. Una de sus compañeras, una rubia gorda con una tanga minúscula, me dijo que hacía dos semanas que no aparecía, que seguro se había ido a trabajar a otro lado y que si quería ella me podía hacer un bucal por 30 pesos y un completo por 60. Le dije que no. Se llamaba Marilyn.

Putas (...)

Muchos no me creen cuando trato de explicarles por qué me gusta ir al cabaret. Intento argumentar que estoy muy lejos de ser de lo que algunos etiquetan como un putañero empedernido. Acepto que me gustan con locura las mujeres, sobre todo con poca ropa o desnudas, pero no tengo la necesidad de pagar por sexo. Por ahora, claro... Si logro persuadirlos de ese prejuicio, inmediatamente y sin margen para ahondar en explicaciones, los santos inquisidores me rotulan de pajero. Y reconozco, nobleza obliga, que se me hace un poco más difícil esquivar el mote. Vale aclarar, sin embargo, que mis visitas a los lupanares rara vez terminan con un sacudón solitario en algún baño, con viejos azulejos como forzados testigos en peligro. Se preguntarán entonces para qué voy a cuanto piringundín puedo y les responderé con la verdad, aunque les suene poco creíble. Voy porque me carcome la curiosidad. Y cuanto más berreta sea el lugar, mejor.
Mis cabarulos preferidos son los que se quedaron en el tiempo. Aquellos que mantuvieron la esencia de sus épocas de fundación y esplendor, con lamparitas de todas formas y colores, mesas y sillas viejas, ventiladores que hacen más barullo que frescor, plantas asquerosamente artificiales, botellas de whisky Los Criadores y añejo Doble V rebajadas en forma poco prolija con agua de la canilla y clientes que parecen salidos de un casting hecho por Ed Wood, los hermanos Sofovich y Jorge Polaco.
Falta, obviamente, el ingrediente fundamental: las chicas. En esos lugares, aquellos que se parecen al boceto a trazo grueso que intenté dibujar en las líneas precedentes, la belleza se torna en un elemento azaroso. Son pocas las que superan los estándares mínimos que imponen los cánones estéticos de la sociedad posmoderna. A cambio, ellas tienen una notoria ventaja respecto de las diosas que ofrecen con generosidad su cuerpo en los burdeles de la alta sociedad. Sus dificultosos pasados y sus obligaciones. Y también su libertad. A medida que las chicas son más bonitas y femeninamente apolíneas, las historias se pierden entre secretos bien guardados, debajo de entramados del poder y del dinero. Además, la fantasía de casi todos se resume en pasar una noche con una súper modelo, con un culo perfecto tan perfecto como su cara y tetas que desafían con hidalguía las teorías físicas de Newton. Pero es simplemente una fantasía, ya que muy pocos elegidos disponen de una billetera capaz de solventar la tarifa estratosférica. Por eso, la mayoría termina descargando su masculinidad contra una regordeta centroamericana, con perfume barato y pezones destrozados por su interminable prole.
Aquí termina el prólogo de esta entrega. Aquí empiezan las historias del mágico submundo de las putas. Bienvenidos...

22/1/09

Amor invisible (...)

El es real. Ella también. Sin embargo, todo lo que sucede entre ellos es una dulce ficción. Besos virtuales. Abrazos y jugueteos por celular. Sus pieles rara vez se tocan. Apenas unas caricias esporádicas pero electrizantes que alcanzan para alimentar su romance imposible. Amor invisible.

13/1/09

Caretas (...)

Su juego se basa en el engaño. Y está convencida de que nadie se da cuenta. Es patológico. También es aburrido. Porque se enreda en sus propias historias y siempre queda en evidencia. Yo prefiero que no mienta. Que diga la verdad. No quiero jugar a su juego. No es cómodo andar con caretas.

Falsa contemporaneidad (...)

Después de pasar varias noches sin pegar un ojo, Gustavo creyó haber encontrado la respuesta a su gran problema. Y no se lo aguantó. Era tarde, pero igual buscó el teléfono y llamó a Paula.

-Hola, Pau
-¿Quién habla?
-Gustavo. ¿Estás bien?
-Sí. Me había quedado dormida, pero... ¿Qué te pasa?
-Te quería contar algo, pero si estás durmiendo, no...
-Boludo, ya me despertaste. Ahora me lo contás.
-Bueno... Después de mucho pensarlo llegué a la conclusión de que nuestro principal problema es la contemporaneidad tardía.
-¿Qué me querés decir con eso? ¿Estás borracho?
-No, nena, estoy totalmente sobrio.
-No te entiendo.
-A ver. Es simple: vivimos al mismo tiempo, tenemos un montón de cosas en común, pero nos conocimos demasiado tarde.
-Estás completamente loco. ¿Para eso me llamaste?
-Sí, es una teoría brillante. Explica todo.
-A ver: ¿y los que dicen que nunca es demasiado tarde?
-En este caso sí. Está claro. Lo nuestro sería algo así como construir una falsa contemporaneidad. ¿Para qué?
-Me das un poco de miedo.
-Tenés razón. No me hagas caso... Chau, nos vemos.
-Chau.