3/5/12

Por un lado hay que empezar (...)

Café con leche con tres medialunas de manteca y un juguito de naranja recién exprimido. Doce pesos. La invitación está hecha en un pizarrón escrito prolijamente con tiza blanca detrás de un generoso escaparate. Acepto. Todo matizado por una apacible brisa otoñal, con el sol que se levantó con ganas de mostrar los vestigios de su fortaleza estival y las hojas color ocre decorando con insistencia la acera, volando de un lado a otro por el envión del transitar continuo de los autos y las motos. El cuadro se completa, a pasos del Congreso Nacional, con los diputados y sus asistentes caminando con marcha apresurada hacia sus despachos, con la premisa de llegar al recinto y terminar de convertir en ley la expropiación de una empresa hidrocarburífera que dos décadas antes había sido rifada por las egoístas urgencias del neoliberalismo. El mismo neoliberalismo que dejó su huella lacerante ante los ojos de todos. Porque el desayuno de doce pesitos, por más suculento y sabroso que sea, resulta difícil de digerir al ver a sólo quince metros un grupito de sin techo que se cobija bajo el alero de una dependencia oficial. Son dos muchachos jóvenes que no llegan a los 30 años y una chica que tiene cuerpo de niña y un rostro ajado por la desidia de una sociedad y un estado ausente que no le dieron chance alguna de elegir su vida. Uno de los hombres se incorpora de lo que queda del colchón de gomaespuma y trata de proveerse un desayuno. Entra al bar, pide medialunas. Y le dan. Otro lo sigue, pero no entra al local. En el camino, a fuerza de mangueo, consigue un billete de dos pesos, unas poquitas guitas y el culito de una botella de Coca Cola de 600 centímetros cúbicos. Lo raro, lo más raro, es la naturalización de la escena. Como si se tratara de las palomas que buscan migajas en la Plaza de los Dos Congresos.

Los dos viejos que están sentados a dos mesas de distancia de la mía comparten un matutino y toman sus titulares como verdades absolutas. Enseguida, uno rememora con gracia el paso de comedia hecho por un periodista en su nuevo show televisivo de los domingos, en el que intenta denunciar todos los males que emanan, según él, desde las instituciones democráticas y quienes las conducen por estas horas. Siempre parado en un banquito, claro, para evitar embarrarse. El veterano, con su voz ligeramente atabacada, lanza una puteada contra los políticos de turno. Reclama, calculo por enésima vez, que dejen de afanar. Pero cuando uno de los muchachos de la esquina le pide una limosna el hombre hace el típico gesto del que tiene sus bolsillos vacíos. Toda una puesta en escena: tres minutos después, luego de coquetear con la moza y preguntarle por el piercing que luce en su nariz, hace marchar otro café doble.

Unas mesas más adelante, una señora se sobresalta cuando un gordo se sienta del otro lado. Tiene una gorra idéntica al que usa el integrante eterno de los Danger Four, los imitadores uruguayos de Los Beatles, y un equipo deportivo con el escudo de Racing. La saluda secamente, le pregunta si había pedido algo y ante la respuesta negativa se desespera por llamar a la moza. Pide Seven Up, pero lo ofrecen Sprite. Opta por un agua tónica. Pide Paso de los Toros y lo terminan conformando con una latita de Schweppes. La acompaña con una empanada de pollo que segundos más tarde deglutiría como si fuera una víbora engullendo un ratón. Habla a los gritos de la reforma en una casa u oficina, repite varias veces que necesita materiales y maltrata verbalmente a su interlocutora. Incomoda a todos los que lo rodean. Con la boca llena, espanta al muchacho que le pide unas monedas. Y, casi sin terminar de masticar su bocado, se levanta y se va, volviendo a dejar sola a la señora.

A mi izquierda se había acomodado una pareja. La mujer se sienta en la silla con algo de torpeza y el hombre encara derecho, estimo, hacia el baño. El mapa de la ciudad y la cámara digital en mano los delata como turistas. Ella, con un español entreverado, pide un “cofé con leshe”. El, enérgico y ya de regreso, también muestra dificultades para sentarse y exige imperativamente una cerveza con dos “empanatas” de carne. Se disculpan con el flaquito que pedía monedas argumentando no comprenderlo. Lo curioso es que el alemán, suizo o austríaco, porque hablaban en alemán entre ellos, se hace entender como un porteño más cuando le trajeron una Quilmes de litro en vez del porroncito que había solicitado.

Los dos muchachos vuelven a su colchón, se reparten las medialunas con la pequeña y siguen mangueando, con fortuna dispar, una limosna. La escenografía no varía. El viejo no para de despotricar contra el gobierno repitiendo los argumentos poco válidos del showman de la tele. La mujer junta billetes de dos pesos hechos un bollo de su monedero para pagar la cuenta por la tónica y la empanada de pollo que se había bajado el gordo de Racing. El alemán termina su cerveza cuando ya estaba caliente. La saborea y marca un lugar en el mapa. Se va con su mujer y vuelve a ser encarado, otra vez sin suerte, por uno de los pibes sin techo.

A la vuelta de la esquina hay otros indigentes, en iguales o peores condiciones. Y dos cuadras más allá. En el barrio vecino y en los otros. Cruzando el Riachuelo y la General Paz también. Queda mucho por hacer. Está claro. El neoliberalismo, ése que los dejó sin cama, sin estufas y sin comida caliente, ése que los margina y los mata, está recibiendo una cachetada en el Congreso. Por algún lado hay que empezar.

11/2/12

Eternidad (...)

La tarde no termina de pasar. Se hace eterna. Una mosca se cree dueña del lugar y merodea insistentemente por la mesa de madera. A puro instinto, elude manotazos y aplausos asesinos. El calor agobia. Música ochentosa suena de fondo. Acompañan, medianera mediante, alaridos histéricos de niños desatados. El mate se enfría una y otra vez. El pequeño duerme. El sol no se quiere ir. Y yo, encerrado en el tedio, escribo sin parar.