29/9/14

La vida suelta de Ernesto XIX (...)

Apenas trepó sin demasiada dificultad lo que quedaba de un médano enano para dejar la playa, Ernesto se cruzó con una morocha que caminaba en dirección contraria. Tenía un bikini rojo, muy llamativo por lo diminuto. Paseaba un perro lanudo, casi tan diminuto como el bikini y como la propia morocha, que parecía comprobar en carne propia el viejo dicho sobre lo breve, si bueno, dos veces bueno. Ernesto la miró con atención lasciva. Ella sonreía. Y él sólo pensaba en algún acto telequinético que la dejara aun más en descubierto. Hacía mucho tiempo que no veía una chica con tan poca ropa y con tantas redondeces (y un perro tan chiquito y tan peludo). Laura, hace ya mucho tiempo ya, había sido la última mujer que Ernesto había visto desnuda. Y, pese a que Laura se mantenía muy bien, siempre delgada con sus piernas infinitas, ya no le despertaba el apetito sexual que sí le despertó repentinamente la morocha. No estaba desnuda, pero sí estaba a dos nudos (de muy fácil resolución) de estarlo... Sin embargo, la chica, sus nudos y el perro se perdieron gradualmente detrás del médano. Se alejaba como todo se alejaba en la monocorde vida de Ernesto.

Al llegar a la avenida 3, como aquella tarde de verano que acababa de recordar, comenzó a llover. Con todo. Ernesto corrió para cobijarse debajo del toldo de chapa de un negocio que vendía de todo pero que parecía llevar varios meses cerrado. Cada vez que se largaba un chaparrón, Ernesto pensaba en Luciana. Sin embargo, nunca había vivido una situación parecida. Es obvio que nunca volvería a repetirse un primer beso. Sin embargo, jamás perdió la esperanza de volver a encontrar una aventura amorosa a la salida de un temporal. Hasta esa mañana.

La primera señal fue la aparición a toda máquina del perrito peludo, al que detuvo con la agilidad de un arquero que rápido de reflejos se agacha y pone las manos con las piernas detrás como resguardo para evitar que la pelota se le escurra por debajo de su humanidad.

El perrito que literalmente atajó traía a cuestas la correa y con sus dientes apretadísimos el pedazo de un rastrillo de plástico, esos que usan los chicos para jugar en la playa. El perrito estaba todo mojado y enarenado. Temblaba. Como no la veía, Ernesto pensó en buscar a la dueña para devolverlo. Pero no resultó necesario. Apenas alzó la cabeza, vio a la morocha doblar en la esquina a toda velocidad y al grito desesperado “Coco, Coco, Coco, vení”. Como por arte de magia, la mente alteró la velocidad de la temporalidad. La escena comenzó a transcurrir en una súper cámara lenta, con nivel de detalle ultra HD, como si fuera la imagen que devuelve la última tecnología del más inteligente de los televisores de alta gama.

Para la mente de Ernesto, viejo adorador de películas ochentosas, la morocha recreó sin quererlo la escena de ‘La chica 10’, en que Bo Derek corre en bikini y en slow motion para delirio de los adoradores de Onán. Era mucho menos glamorosa la situación, está claro. No había un sol que rajara la tierra con un cielo celeste impoluto. Llovía y soplaba algo de viento. Tampoco era una playa paradisíaca, más allá de que Gesell, pese a todo, tiene sus encantos. Sin embargo, la petisa se las ingenió para levantar la temperatura de Ernesto, durante esos diez segundos que en su cabeza duraron 90 minutos, el alargue y la definición por penales más larga del mundo. Ernesto no tuvo demasiado para ofrecerle. Paralizado, la miraba con su peor cara de asombro, esa que pone en evidencia el adolescente alzado y en plena edad del pavo que todo hombre lleva adentro. Nada de Adonis apolíneo. Todo lo contrario.

Ya con la velocidad otra vez normal, la morocha llegó al refugio improvisado casi tan agitada como Luciana, la noviecita de la infancia, la de la clase de inglés, aunque al borde de un ataque de nervios.

-Ay, creía que se escapaba... Gracias, gracias… A ver, Coco, venga con mamá –hiló tres conceptos en una misma frase casi sin tomar aire mientras Ernesto seguía con la misma cara de monumental pajero-.

-Tomá, lo agarré justo. Está asustado el Boby –así le decía Ernesto a todos los perros-. No para de temblar –acotó mientras le alcanzaba el perrito a su dueña, que tampoco paraba de temblar-.

 -Lo que pasa es que se asustó mucho, pobrecito… Se estaba haciendo el valiente, le ladraba a un perro que dormía debajo de la casilla del guardavidas y, de repente, estalló un trueno y Coco salió despavorido. ¿Escuchaste qué fuerte que sonó el trueno? Para mí que cayó un rayo por acá –divagó-. Menos mal que estabas vos… Si no, no lo alcanzaba más. Te debo la vida -exageró-.
-...

-Me presentó. Soy Lola. Bah, Dolores. Pero todos acá me dicen Lola –se identificó antes de darle un beso, esos en los que por el apuro de la situación el labio de la dadora roza con la comisura de la boca del receptor, y un no menos efusivo abrazo-. ¿Vos sos?

-Ernesto.

-¿No sos de acá, no?

-No, vine a visitar un amigo. Pero como era muy temprano me quedé haciendo tiempo en la playa.

-¿Y cómo se llama tu amigo? Acá, cuando no hay turistas, nos conocemos todos…

-Salvador. Salvador Alfano…

-¿El gordo? ¿Vos sos amigo del gordo? ¡No te lo puedo creer!

Ernesto estalló en una tonta carcajada. Lola era explosiva. No sólo físicamente. También cuando hablaba. Los rulos negros eran contenidos por una vincha roja que combinaba con las dos piezas mínimas que contenían sus juveniles redondeces.

-Sí, soy su amigo, casi que somos hermanos, a pesar de la distancia y del tiempo que no nos vemos. Nos conocemos desde que éramos chicos. Igual, él no sabe que estoy acá… Le caigo de sorpresa.

-Ay, ¿pero vos tenés la misma edad que el Gordo?

-Sí...

-No te lo puedo creer. Vos parecés mucho más joven… Bah, no importa… Vení que te acompaño. Yo vivo a dos casas de su taller. Dale. Vamos...

-Mejor esperemos que pare de llover. ¿Fumás?

-No.

-¿No te molesta que me encienda uno?

-Dejate de embromar. Vos, después de lo que hiciste, después de salvar a Coco, podés hacer lo que quieras… Soy tu esclava –se rió y le hizo un guiño pícaro, entrecerrando un ojo y frunciendo el ceño de la nariz-. Bah, no te ilusiones mucho… Si tenés la edad de Salvador, sos muy viejo para mí. Es más, el Gordo fue mi “papá” por un rato -volvió a reírse-. El muy turro salió un par de veces con mi mamá… Dale, viejito, vamos a caminar, que ya paró.

22/9/14

La vida suelta de Ernesto XVIII (...)

Era verano. Una tarde pesada. Muy pesada. El sol hacía sentir su calor, pero no se veía. Ni un rayo asomaba entre la inmensidad de las nubes grises que ganaban la pulseada por el predominio del cielo banfileño. La humedad molestaba. Pero no importaba demasiado. Los huesos, todavía, no dolían. Y se largó nomás. Con todo, aunque todavía no llovía como llueve ahora. Al menos esa es la sensación que provoca la lejanía del recuerdo. Un chaparrón era un tormenta cortita, era el tiempo justo que servía como preludio para que los chicos armaran barquitos de papel y, cuando la lluvia amainaba, organizaran regatas con el agua que corría pegada a los cordones en busca de la boca de tormentas más cercana.

El chaparrón lo sorprendió a Ernesto camino a la clase de inglés. Iba con pocas ganas, a paso cansino, sin paraguas, pensando en la nada. En realidad, ya no se acuerda qué estaba pensando. Lo que si se acuerda es que la tormenta casi que no avisó. No hubo garúa ni llovizna. Estalló un relámpago acompañado por un trueno terrible y cayó un baldazo que lo empapó. Corrió en busca de algún alero protector que lo cobijara. Y ahí, todavía agitada y tan mojada como él, estaba Luciana.

-Hola.
-Hola.

Luciana era una de sus compañeras de inglés. La veía dos veces por semana hacía cuatro o cinco años, pero casi que no se hablaban. Ella era la más linda del curso. A Ernesto le parecía inalcanzable. Y esa distancia lo llevaba a alejarse. Una estupidez. La cuestión era que apenas cruzaban palabras cuando la profesora los hacía interactuar con algún diálogo extraído del libro de actividades. Y no mucho más que algún saludo de cortesía. Casi siempre un hola. Casi nunca un chau.

-¡Cómo se largó! -fue la primera frase inteligente que se le ocurrió a Ernesto como si tuviese la obligación de decir algo-.
-Uh. Sí, fue de golpe. Aunque mi abuela me dijo que me llevara paraguas y yo no le hice caso -le respondió Luciana con una sonrisa-.

No sabía qué más decirle. Se había perdido en la profundidad de su belleza, en el temor de decir una tontería. Se había perdido, sobre todo, en los laberintos de su timidez.

-Vos vas a la Normal, ¿no? -le preguntó mientras la lluvia no se tomaba descanso-. Sos compañero de Carolina González, ¿no? Ella juega al vóley conmigo en el Lomas Social y siempre me habla de vos.
-¿Carolina González te habla de mí? Si a mí ni me habla...
-Sí, dice que sos el más inteligente de la división. Y yo le digo que en inglés casi que no hablás...
-Sí, qué se yo... No me gusta demasiado.
-¿Quién? ¿Carolina?
-No, no... Inglés, digo.
-Ah... -lanzó una sonrisa hermosa- ¿Y Carolina? ¿Te gusta?

Ernesto, otra vez, no sabía qué decirle. Se sentía atrapado entre su vergüenza y el temporal. Quería que parara de llover y salir corriendo. En realidad, en un momento, pensó en salir corriendo y perderse para no volver nunca más a Ingles ni a la escuela ni a ningún otro lugar.

-Dale, Ernesto, decime. ¿Te gusta ella o te gusto más yo?
-...

Entonces, casi sin tiempo para reaccionar, Luciana se acercó y le dio un beso. De los de en serio. De los que veía en las películas de amor... Ernesto sólo recuerda que cuando reaccionó del impacto emocional había parado de llover.

-Dale, Ernesto, que vamos a llegar tarde a inglés...

Lo tomó de la mano y fueron caminando así las tres cuadras que faltaban hasta la casa de Miss Elisa. Antes de tocar el timbre, le dio otro beso. Salieron algo menos de un mes. Ella se fue con un pibe que jugaba al básquet, también en el Lomas Social. Luciana fue su primer beso. Su primer amor. En aquella época, los amores duraban casi tanto como un chaparrón.

1/9/14

La vida suelta de Ernesto XVII (...)

Esperaba que le alcanzaran su equipaje que había guardado en el depósito del micro y no podía entender cómo tardaban tanto en entregárselo si había sido el último en subir. Pero a Ernesto mucho no le preocupaba. Tenía todo el tiempo del mundo para no tener apuro. Asomaba un día nublado en Gesell y unas doce cuadras separaban a la terminal de micros de la casa del gordo Salvador. Era demasiado temprano para caer en lo de su viejo amigo y tenía que dejar que el reloj hiciese su trabajo. No quería sentarse en el bar para tomarse algo entre borrachines. Quería pensar. Por eso, decidió pasar por un kiosco para comprar un atado de cigarrillos, un encendedor y unas pastillas de menta.

Así, bolso en mano y aprovisionado, encaró para la playa tras caminar unas cuadras hacia el Norte por la Avenida 3. Entendió que debía reconciliarse con el mar y que en ese amanecer no había mejor lugar para que el tiempo pasara y para ordenar algunas ideas. Ernesto sentía que habían pasado cinco años de su separación de Laura. Y no porque extrañara. Todo lo contrario. Hacía tiempo que no se sentía tan libre, tan despojado de toda la mierda con la que había construido su vida.
Había muy poquita playa. El mar había crecido con muchas ganas durante la noche y la arena formaba una fina pasarela que poco a poco iba ganando terreno. Ernesto, ya sin zapatillas y con los pantalones de gabardina color crema arremangados por encima de las rodillas, se acomodó en un lugar donde tenía garantía de no mojarse y se sentó cuidadosamente sobre el bolso. Las paces con la arena había que hacerlas en forma pausada.

Allí, como señal de amistad, rompió el ritual de fumar exclusivamente en la cancha. Le costó encender el cigarrillo por el viento, pero lo logró luego de unos cuantos intentos. En ese momento, mientras saboreaba la primera pitada y sentía que el humo le calentaba deliciosamente la boca y la garganta, Ernesto pensó en que no volvería a hacer nada de lo que hasta el momento había hecho en su vida adulta. Chau a Laura, a su mundo y a la obsesión horrenda de controlar vidas ajenas que en el fondo no le interesaban nada. Adiós a los trabajos indeseables. Nunca más a la sumisión y a las rutinas. Había que volver a empezar. Y si eso implicaba sacrificios y dejar de hacer las pocas cosas que le gustaban, como seguir a Banfield a todos lados, estaba dispuesto a hacerlo. Ahora sus objetivos eran a corto plazo. Primero el reencuentro con el gordo Salvador y la búsqueda de un techo y un trabajo. Su plan más ambicioso, pensaba mientras apagaba el cigarrillo con la arena mojada, era buscar a Carla. Sólo había que ir a buscarla a General Madariaga sin mucha más información que su nombre y el recuerdo, tal vez aumentado, de su belleza.

La vida suelta de Ernesto XVI (...)

Y Ernesto se fue, como llegó, un poco confundido, sin la certeza de haber hecho las cosas mal ni la tranquilidad por haber hecho las cosas bien.

19/5/14

La vida suelta de Ernesto XV (...)

De tanto fingir, con los ojos entrecerrados, aunque espiando los movimientos de Carla, Ernesto se quedó dormido. Posiblemente ocurrió antes de pasar por el peaje de Samborombón. Al menos ésa fue la última imagen que guardó de la ruta 2, a la que creía conocer de memoria al cabo de inumerables idas y vueltas desde Buenos Aires hasta Mar del Plata y otras ciudades balnearias de la costa.

Una de las pocas virtudes que Ernesto creía tener era recordar vívidamente los sueños. Tanto es así que muchas veces confundió escenas de la vida real con situaciones puramente oníricas. Por eso nunca supo bien si fue cierto que Carla, con un inesperado espíritu maternal, lo abrazó, lo acarició y le dio un beso en la frente antes de quedar efectivamente dormido.

El sueño de Ernesto no tuvo demasiada lógica. Tras el abrazo de Carla, se trasladó mágicamente, como suele suceder en los sueños, a un recital de Silvio Rodríguez. Sonaba de fondo, con un loop infinito, una estrofa de “Óleo de una mujer con sombrero”. “La cobardía es asunto de los hombres, no de los amantes. Los amores cobardes no llegan a amores, ni a historias, se quedan allí. Ni el recuerdo los puede salvar, ni el mejor orador conjugar”.

El mensaje del subconsciente era un golpe directo al mentón de la conciencia. Un llamado de atención a esa actitud constante de desidia que caracterizaba a Ernesto, maestro de la relatividad cuando de cuestiones íntimas se trataba. Efectivamente, se había enamorado de Carla. En el recital de Silvio, Ernesto creía estar solo. Pero no. A su lado estaba Salvador, el Gordo Salvador. Vaya si tenía cosas en la cabeza que se resistían a salir en estado de supuesta lucidez.

A Salvador no lo veía hace mucho tiempo. Pero no les hacía falta verse. Eran hermanos. De hecho, se sentía más hermano de Salvador que de Gustavo. Una relación mágica que fue perdiendo cotidianeidad con el correr del tiempo, pero que no se resintió jamás. En el sueño, como en la vida, Salvador le guiñó un ojo y enseguida le pegó una certera trompada en el brazo, esas que duelen porque los nudillos se clavan en una inserción entre dos músculos. Ernesto lo sintió como si fuera real. Y le dijo: "Preparate que en un tiempo me voy a vivir con vos". Claro, Ernesto se había lanzado a la aventura sin siquiera saber qué era de la vida gesellina de su amigo. Y, tal vez, lavó culpas tratando de avisarle en forma telepática a través de las ondas delta del sueño profundo. "No hay problema, hermano. Para vos siempre hay lugar. Cualquier cosa, dormimos juntos", le respondió el Salvador onírico antes de largar una de sus clásicas carcajadas y de mudarse, como por arte de magia, en realidad arte de sueño, a un cabaret de mala muerte de la calle Eva Perón, en Temperley, donde iban a tomar whisky barato una vez que la noche se agotaba.

Ernesto se despertó cuando Salvador, desquiciado, gastaba sus últimos mangos en una morocha que se llamaba Yvonne y aseguraba, con serio riesgo de perjurio, ser brasileña y tener 24 años. Antes de abrir los ojos, sintió que un hilo de saliva le corría por la comisura de la boca. Se secó con un movimiento autómata con el puño de la campera y con su peor cara de dormido giró para intentar decirle algo a Carla. Pero la muchacha ya no estaba a su lado. Miró por la ventana y ya estaban en Gesell. Desesperado, Ernesto le preguntó a la vieja que le había cedido su asiento si sabía qué había pasado con la chica.

 -Se bajó en Madariaga, querido.

5/5/14

La vida suelta de Ernesto XIV (...)

-Carla. Lindo nombre –dijo Ernesto sin mirar a su interlocutora antes de acomodarse en el asiento que le había cedido una amable señora para evitar su inminente desalojo del micro. Habría deseado completar el “lindo nombre” con un pueril “como su dueña”, pero el miedo escénico lo dominaba cada vez que quedaba cara a cara con una mujer, incluida Laura.

Carla le respondió con una sonrisa, en silencio, como si supiera que su compañero de viaje no tendría mucho más para decirle. De cerca, a pocos centímetros de distancia, casi que no se le veían imperfecciones. Era como si hubiese sido extraída mágicamente de una de esas películas berretas de Hollywood, en las que la chica más bonita aparece de la nada en la vida del protagonista, generalmente un perdedor empedernido como Ernesto.

En otro momento, cuando era más joven y a pesar de su aversión al diálogo, Ernesto habría intentado entablar un diálogo con la muchachita que lo salvó de bajarse del micro por culpa de una vieja psicótica. Pero después de salirse del sometimiento de Laura y de su vida rutinaria, Ernesto no quería saber nada de nada con intentar relacionarse con alguien. En definitiva, había cambiado para no cambiar demasiado... Además, a ciencia cierta, palpó que sus posibilidades de sostener una charla entretenida con una chica mucho más joven (y tan bonita) como Carla eran ínfimas. La aburriría en menos de cinco minutos. Para qué sumar un nuevo eslabón de desencantos en su vida. Además, Ernesto evaluó rápidamente que la acción de evitar que lo bajaran del micro fue un simple ejercicio de justicia y concluyó en forma acelerada y apresurada que el gesto no tuvo nada que ver con un probable flechazo de Cupido. De hecho, si bien no podía confirmarlo con la implacable devolución de un espejo, Ernesto sabía que lucía mucho más impresentable que el resto de sus días, luego de haber pasado horas y horas redactando la carta de despedida para Laura y pasearse, bolso en mano, por media ciudad. Ni que hablar de las secuelas que habían dejado en su cuerpo el sándwich de salame y queso en pan francés y las dos cervezas enlatadas. La única impresión que podía causar era mala. O malísima.

Ernesto no sabía como consumir el tiempo. Incómodo, sintió vergüenza de sacar sus cómics para adultos ante la mirada de Carla, que podría pensar que era, como mínimo, un viejo pajero. Por eso, para evitar malos entendidos, eligió girar la cabeza para dormir las seis o siete horas que duraría el viaje hasta Gesell. Sin embargo, Ernesto no podía conciliar el sueño. Primero porque su cabeza no paraba de dar vueltas por todo lo que había vivido en los últimos meses y por toda la incertidumbre que sentía cuando se ponía a pensar en su futuro. Segundo, y principal, porque no quería dormirse por temor a despertarse apoyado en el hombro de Carla, todo babeado y atontado, producto de su poco frugal cena improvisada en Retiro. Así que para evitar hablar decidió entrecerrar los ojos y fingir que dormía mientras fisgoneaba los movimientos de Carla.

La muchacha, tras pasar varios minutos con la mirada enfocada en la ventanilla, tomó una agenda de su mochila e hizo un par de anotaciones. Escribía en versos de ocho sílabas y bajaba al renglón siguiente. Así, sucesivamente, hasta completar unas cinco estrofas. Ernesto, envuelto en su ignorancia, no sabía si era una poesía o la letra de una canción de amor. Cuando se aburrió de escribir y de tachar lo que escribía, Carla guardó la agenda en la mochila y sacó dos libros. Uno era “Las aventuras perdidas”, de Alejandra Pizarnik. El otro era “Cuarteles de Invierno”, de Osvaldo Soriano.

Abrió el primero en una página que tenía marcada con un boleto de tren. Y en voz baja, casi imperceptible, recitó: “Carencia: Yo no sé de pájaros/no conozco la historia del fuego/pero creo que mi soledad debería tener alas”. Lo repitió tres veces hasta que una lágrima recorrió lentamente el pulido contorno de su cara. Se secó la tristeza con un pañuelo de tela, cuando la pequeña gotita amenazaba con caer sobre su pecho. Giró la cabeza y miró fijamente a Ernesto, que seguía haciéndose el dormido. Lo observó con detenimiento, con una mirada maternal que culminó con otra sonrisa súper blanca. Era hermosa. Entonces, colocó el libro de poesía junto al apoyabrazos que daba contra la pared del micro y comenzó a leer el prólogo de Osvaldo Bayer que precede a la novela del Gordo Soriano.

Ernesto, casi sin conocerla, sintió la necesidad imperiosa de hablarle. Quería preguntarle porque había llorado con los versos de Pizarnik. Quería decirle que había pasado la juventud leyendo a la poetisa junto con su ex mujer y explicarle por qué Soriano, después de Raymond Chandler, era uno de sus autores preferidos. Pero no se animó. Prefirió girar y seguir con su hundido en su falso sueño. Aunque ya había sumado otra duda a su vida miserable. ¿Y si Carla era la mujer de su vida?

28/4/14

La vida suelta de Ernesto XIII (...)

Antes de subirse al micro que lo llevaría a Villa Gesell y al reencuentro con Salvador, Ernesto se tentó con un sándwich de salame y queso en pan francés que transpiraba grasa debajo de una campana un poco sucia que reposaba sobre el mostrador de uno de los bares de la terminal de Retiro. Sintió que era lo más rico que había comido en años. Crujiente. Ni el más suntuoso y suculento plato de salmón lo podría haber igualado. Lo bajó con un par de latas de cerveza, bien helada, que tomó metódicamente mientras leía una de las revistas de cómics para adultos con las que se había aprovisionado para hacer más llevadero el viaje.

La última escala antes de subirse al micro fue un obligado y apurado paso por el baño para empezar a descargar la cerveza que ya había comenzado a acumularse en sus riñones y que viajaba con prisa hacia la vejiga. Tras cumplir con la prioridad fisiológica, Ernesto marchó caminó con paso acelerado hacia la dársena y le entregó el bolso a uno de los conductores. El tipo lo miró mal. No supo bien por qué. Imaginó que sería porque llegó sobre la hora. Una mala señal que se repitió cuando subió los tres escalones y se percató que el coche, curiosamente, iba repleto. "Que no me toque alguien que me hable", pensó para adentro. "Que no me toque una vieja", volvió a desear con los ojos apretados, como haciendo fuerza para que se cumpla. Pero no tuvo fortuna. El único asiento que quedaba libre tenía una señora mayor, regordeta e híper maquillada como compañía.

-Hola, joven. Parece que vamos a pasar las próximas seis horas juntos –atacó sin pedir permiso la veterana antes de largar una carcajada insoportable que lo condujo mentalmente a la cara de Stella, la conchuda de su suegra.

-...

-Parece que no tiene ganas de hablar. ¿O acaso es mudo, joven? ¿Es mudo? Ay, mi amor... Si es así anda con suerte porque manejo a la perfección el lenguaje de señas. ¿Sabe? Tengo un vecino, pobrecito, que sufre el mismo problema que usted –vociferó mientras empezaba a mover las manos y hablar lento, tratando de modular cada una de las palabras que decía-. Me llamo Olga. ¿Y usted? Tranquilo, hágame las señas que yo le entiendo todo.

Ernesto se dio cuenta de que la estrategia de no emitir sonido alguno podría conducirlo al suicidio antes de llegar a Gesell. O, en el peor de los casos, a un homicidio.

-Señora. No quiero sonar descortés, pero no me interesa hablar con nadie –trató de poner límites Ernesto- No es con usted.

-Ah, entonces no es mudo. ¿Por qué me dijo que era mudo? Usted es un irrespetuoso –se enojó, inexplicablemente, Olga-.

-Seamos buenos, doña: yo me quedo callado, usted se queda callada y yo le regalo el refrigerio que nos van a dar dentro de un rato. ¿Trato hecho? –le dijo Ernesto con cara de muy pocos amigos y estirando la mano con la intención de sellar el acuerdo.

La mujer, indignada, no pudo soportar el desplante de Ernesto...

-No me toque, insolente –comenzó a gritar Olga-. ¿Quién se cree que es? Además está borracho –siguió vociferando-. ¡Chofer, chofer! Este joven me está molestando –denunció a viva voz.

Ernesto no sabía dónde meterse. Trataba de calmar a la vieja, que cada vez estaba más sacada. Ernesto gesticulaba con las manos, como tratando de frenar los embates de Olga. Le pedía silencio, pero ya era tarde. Todos los pasajeros estaban al tanto de la opereta. Y, para colmo, el chofer que lo había mirado mal antes de subir al micro se acercaba a paso acelerado.

-Yo sabía que vos me ibas a traer problemas. Ya tengo un sexto sentido desarrollado... A ver, vos, bajate. Dejate de joder. No te quiero acá arriba.

Ernesto, resignado, tomó su campera y la bolsa en la que guardaba las revistas y, con tal de sacarse de encima el problema, encaró hacia la puerta. El viaje a Gesell debería esperar un par de horas. O tal vez, ésa era una señal de que no debía ir al encuentro de Salvador.

-Pará, pará. ¿Qué hacés? –se escuchó una voz indignada desde el fondo del micro- ¿Por qué te bajás si no hiciste nada? –la que hablaba era una chica, pero casi no podía verla por la poca luz que había-. Señor: él no tiene nada que ver. Yo escuché toda la secuencia y la señora, como mínimo, está exagerando. Por no decir que está inventando todo. Hagamos esto. Yo le cambio el asiento a la señora. Y lo dejamos al muchacho viajar tranquilo. ¿Les parece?

-Callate, mocosa. ¿Quién sos? ¿La Madre Teresa? ¿A quién le ganaste? ¡Yo no me cambio de lugar un carajo! –volvió a gritar Olga, que ya había empezado a convertirse en el ser más antipático del coche y de la terminal de micros-.

-No se hagan problema. Yo le dejo mi lugar y ocupo el asiento del muchacho –terció otra señora mayor, que estaba sentada junto a la chica, para intentar zanjar las diferencias-. Que él se siente acá atrás con ella. Además, acá viene todo el olor a podrido del baño. Ya huele mal y todavía no salimos –se justificó.

-Bueno... Andá a sentarte ahí y no te busques más problemas –le ordenó el chofer con mala cara a Ernesto, mientras enrocaba de butaca con la otra vieja, una mártir que debería fumarse durante seis horas a la loca de Olga.

Ernesto volvió sobre sus pasos y antes de encarar hacia la última fila le agradeció a una de sus salvadoras. A Olga ni siquiera la miró...

-Señora, muchas gracias. Espero que le sea leve el viaje...

-Quedate tranquilo, pibe –le dijo y le guiñó el ojo izquierdo-.

Ernesto pensó en darse vuelta e insultar de arriba a abajo a Olga. Pero contó hasta tres y se calmó. Para qué volver a complicar las cosas. Ahí fue cuando vio por primera vez a la chica. Tenía unos 25 años, morocha, ojos marrones bien grandes y una sonrisa hermosa, repleta de dientes súper blancos.


-Gracias –se presentó con algo de timidez, sin mirar a los ojos de su salvadora-. Me llamo Ernesto...

-Yo soy Carla...

21/4/14

La vida suelta de Ernesto XII (...)

Un bonito ramo de rosas, una carta sentida aunque cargada de cobardía, una cuenta bancaria con su nada despreciable indemnización y un lindo departamento del que todavía faltaba pagar unas pocas cuotas para saldar el crédito hipotecario. Con eso, y con eternos días y noches de profunda introspección desde aquel ataque de pánico, Ernesto sacó definitivamente a Laura de su vida. No la quería ver más. Tampoco la quería más. No le interesaba envejecer a su lado. Tenía la certeza de que ambos serían más felices sin estar juntos. Sentía desde sus entrañas que fue generoso y egoísta a la vez. Generoso porque llegó a la conclusión de que se había transformado en un ancla para Laura, más allá de que ella estaba a un tris de ignorarlo. De hecho, en los últimos años, Laura era más cariñosa con Ulises, el gato al que Ernesto odiaba casi tanto como a su suegra, Stella, que con su marido. Y también fue egoísta. Sanamente egoísta. Tanto es así que al patear el tablero Ernesto y se sintió bien después de tanto tiempo de sumisión y obediencia.

En las noches de insomnio previas a su intempestiva partida (para todos lo demás, menos para él, claro), Ernesto había llegado a la sesuda conclusión de que su vida hubiese sido diametralmente opuesta de no haberse enceguecido en la construcción de una frágil y poco equitativa relación con Laura. Pero ese tiempo se fue, se le escurrió y nunca volverá. Sólo le sirvió para comprobar empíricamente qué era lo que no quería para su vida, como aquel que arranca una carrera universitaria y años después se da cuenta de que lo que no es lo suyo. A Ernesto el aprendizaje le llevó diez años de casado y unos cuantos más de noviazgo. Sin embargo, no sentía pena por haber tirado a la mierda gran parte de su vida. Valoró haber caído en gracia de que no era feliz antes de que la decrepitud física y mental se apoderara de su ser.

Mientras Laura mutaba desesperación en llanto y enseguida, luego de un duelo mínimo y cosmético, entendió que su futuro ex marido, al fin y al cabo, le había hecho un favor, Ernesto estaba sentado en un bar de Constitución tomando un café, sintiéndose un triunfador y un perdedor al mismo tiempo. Con la mirada perdida, mientras jugueteaba con un sobrecito de azúcar, le surgió un interrogante. “¿Y ahora?”, se preguntaba una y otra vez sin encontrar una respuesta que lo dejara satisfecho. Sintió miedo. Se sintió solo.

“¿Y ahora?”, volvió a interrogarse mientras revisaba metódicamente el bolso en el que, antes de salir del departamento (y ver por última vez a Laura, dormida y roncando) había guardado algunas mudas de ropa y unos cuantos recuerdos de su infancia que cuidadosamente guardaba en una vieja lata de galletitas, esas de chapa, con forma de cubo y tapa redonda, que pasó mucho tiempo escondida las profundidades de un placard. Entre cartas, fotos y una sevillana que le había regalado su abuelo, Ernesto también decidió llevarse la ajada revista pornográfica que todavía atesoraba, esa que le sirvió para descubrir que su hermano compartía, al menos, los mismos gustos por las rubias siliconadas. Pensó en llevarse alguno de sus libros preferidos y también las carpetas en las que acopiaba su colección de películas y series en DVD y sus CDs favoritos. Pero cuando se disponía a guardarlos en otro bolso, Ernesto se dio cuenta de de que no tenía dónde ir. Tantos meses pasó planificando su salida del trabajo y su huida de Laura que olvidó lo más importante: hacia dónde huir...

Gustavo, su hermano, era una solución. Pero estaba en España por trabajo. Y no le daba la cara para pedirle asilo por teléfono. Además, no veía viable pedirle el favor a Sandra, su cuñada, a sabiendas de que casi no tenían diálogo. Ella nunca lo soportó porque creía que Ernesto hablaba mal a sus espaldas y le llenaba la cabeza a Gustavo. Una idea equivocada. A Ernesto no le interesaba relacionarse con ella. Le parecía una pelotuda, una mina superficial, sin ambiciones. Apenas cruzaban, con desgano, un saludo de rigor cuando se veían. Ni siquiera la llamaba para sus cumpleaños.

Sentado en esa diminuta mesa de noventa por noventa centímetros y luego de pedir otro café negro, Ernesto descartaba una tras otra las ideas que se le ocurrían para encontrar una salida. O, al menos, un lugar para pasar algunas noches hasta que pudiera aclarar ideas y despegar. Pensó en Diego, su amigo eterno y compañero de escalón en la popular de Banfield. Pero Diego vivía en un monoambiente y compartía departamento con su madre que estaba postrada en cama más desde hacía más de cinco años. Diego, sin dudas, le habría hecho lugar en la cocina o en el baño. Pero Ernesto no estaba en condiciones de compartir siquiera dos minutos con una vieja moribunda ni con sus olores.

Pensó también en Javier, su excompañero de trabajo, pero tampoco era viable. Javier se acababa de separar y había vuelto, a los 42 años, a la casa de sus padres con la cola entre las patas. Una situación que el propio Ernesto no estaba dispuesto a vivir en carne propia. Además, en los últimos años había tratado con tanto desdén a Rafaela y Franco que no le daba para hacer, por necesidad y urgencia, un mea culpa ante sus ya ancianos padres a cambio de un lugar para dormir.

Desesperanzado y desesperado por no saber qué hacer de su vida, Ernesto comenzaba a evaluar la idea de alojarse en una pensión de mala muerte de Constitución. Hasta que, sin querer, escuchó la conversación de tres pibes que tomaban una cerveza tras otra en la mesa que estaba a su derecha. Ellos hablaban de las vacaciones que venían y recordaban a los gritos sus andanzas por Villa Gesell. Y fue entonces cuando tuvo una especie de epifanía. Se acordó de Salvador, su otro gran amigo de la infancia, al que no veía hace años. Su verdadero hermano. Su nombre encerraba la solución que Ernesto necesitaba: la salvación. Ni siquiera lo llamó por teléfono. Pagó los cafés, se subió a un colectivo de la línea 62 hasta Retiro y sacó un pasaje para subirse al primer micro que salía hacia Gesell. El mar y la arena nunca le gustaron. Pero Laura le había gustado mucho y la historia terminó mal. Muy mal. Ya era hora de dejar los prejuicios de lado.

7/4/14

La vida suelta de Ernesto XI (...)

La puerta se cerró. El chico del delivery de la florería quedó absorto del otro lado de la puerta por la situación inédita que acababa de vivir. Y Laura, todavía con el llanto a flor de piel, se quedó unos segundos inmóvil. Releyó la carta de Ernesto. Y juntó más bronca. Tenía ganas de gritar. Pero no. Se calmó y casi de refilón vio el ramo de rosas en el piso. Eran hermosas. Lo juntó y lo acomodó. Antes de volver a su departamento, otra vez por la escalera, guardó la carta en el sobre, lo dobló por la mitad y lo guardó en el bolsillo del pantalón. Luego, se miró al espejo y trató de disimular con mucha habilidad las lágrimas antes de subir los dos pisos otra vez por escalera.

-Les voy a decir dos cosas –se anticipó Laura ante la mirada atenta y desesperada de su hermana y de su madre apenas abrió la puerta y las vio sentadas en el comedor-. Uno. Ernesto, aparentemente, me dejó. Dos. No hay mal que por bien no venga –lanzó antes de encajarle el ramo de rosas a su hermana y encerrarse en el baño, otra vez a punto de llorar.

Stella y Jimena corrieron detrás de ella, intentaron abrir la puerta, pero Laura la había trabado. No se escuchaba ruido alguno.

-¿Estás bien, nena? No hagas ninguna locura. Ese boludo de Ernesto no sabe lo que se pierde. Vos sos demasiado para él –no vaciló en vomitar Stella.

-Callate, vieja… Andá a prepararle un tecito de tilo. Dejámela a mí –cuchicheó Jimena, a sabiendas de que todo lo que dijera Stella no haría más que agravar la crisis de Laura.

Laura se había sentado en el inodoro y escuchaba atenta lo que sucedía del otro lado de la puerta. Las lágrimas no querían salir. No estaban. O no tenían por qué salir. Volvió a mirarse a un espejo. Se enjuagó la cara, se secó y se puso un poco de base, como para tapar algunas imperfecciones que asomaban producto del estrés en vano vivido aquella noche. Se vio joven, mucho más joven que minutos antes. Se vio sin Ernesto. Por fin. Y suspiró. Cuando Stella, sumisa, encaraba hacia la cocina, se oyó el ruido de la traba de la puerta del baño. Inmediatamente, Laura salió. Lucía espléndida, como si nada le hubiese pasado. Y monologó sin titubear.

-Sabés, mami, tenés razón. No sé cómo nunca me animé a decirle a Ernesto que era un pusilánime. Se había convertido en un obstáculo para mi vida. Ahí, siempre mediocre, arrumbado contra un sillón leyendo autores de cuarta o haciendo esa comida de mierda. No me hablaba nunca de nada y cuando abría la boca era para decir cosas que no le interesaban a nadie. En el único momento en que se le iluminaban los ojos era cuando hablaba de Banfield. Con el correr del tiempo se convirtió en un troglodita. Nada quedaba de aquel chico inteligente con inquietudes que conocí en la facultad. No sé cómo pudimos pasar estos diez años juntos. No sé cómo pude perder todo este tiempo de mi vida. Ojalá que se vaya lejos. Y que no vuelva. Y estoy segura de que no me mintió. Que no se fue con otra. Si ni siquiera se le paraba. No me acuerdo lo que es coger con él. Dale, mami, preparame el té... Que tengo que seguir preparando la conferencia para la próxima semana...

Jimena no salía de su sorpresa. Primero porque nunca antes había escuchado a Laura decir tantas barbaridades juntas. Segundo porque su intimidad era un territorio desconocido para cualquiera, incluso para ella que era su confidente más cercana. Laura, como si nada, empezaba a olvidarse de Ernesto y ventilaba su vida privada casi sin quererlo. La frase “coger con él” le hizo un ruido enorme a Jimena. ¿Habría otro en la vida de Laura? No era momento de indagar al respecto. Tal vez fue una expresión poco feliz, algo impropio de la oralidad siempre precisa y puntillosa de su hermana menor. Tal vez fue un fallido. Un secreto que comenzaba ver la luz.

A Stella se le desdibujó el mohín de preocupación y fue sonriente, casi rejuveneciendo, a calentar el agua en la pava eléctrica, esas que sirven para sacar el agua a la temperatura justa para el mate. Su hijita, su reina, acababa de dar el paso más importante de su vida: sacarse de encima al inservible de Ernesto. -Ojalá no vuelva más, nena. Vos te merecés alguien que te valore, alguien que te entienda –se envalentonó Stella- Yo ahora llamo al 911 para sacar la denuncia. Así esos pobres policías que tanto trabajo tienen con los chorros, los motochorros y la mar en coche no pierden el tiempo buscando a ese retardado.

31/3/14

La vida suelta de Ernesto X (...)

Lo de Laura no fue sencillo de resolver para Ernesto, más allá de que llevaba tiempo, mucho tiempo, consciente de que ya no estaba enamorado de ella. Incluso se preguntaba si alguna vez lo había estado o si simplemente había sido víctima de un pico de testosterona, tanto sexual como intelectual, que lo había cargado de coraje para avanzar en un camino del que nunca había podido retroceder. En esos seis meses que separaron el ataque de pánico, Ernesto no paró de pensar sobre su matrimonio. Las primeras noches posteriores a la internación casi no durmió. Pero no porque no estuviese seguro de que lo mejor era irse, sino porque no se le ocurría la forma de comunicar su firme y sorprendente determinación. Ernesto concluyó que estaba harto de estar harto de la rutina de la rutina. Por esos días de quiebre, se dio cuenta de que no sólo repetía cada uno de sus actos a la hora de levantarse, sino que comprobó que su vida era una especie de Día de la Marmota que no terminaba nunca y en el que, a diferencia del filme, seguramente jamás terminaría con la chica más bonita. Sólo envejecía. En silencio, para no despertar a Laura, desayunaba a las apuradas, tomaba café negro e instantáneo de parado, con algunas galletitas de agua. No más de cuatro. Casi siempre corría hasta la estación de trenes para tomarse la formación de las 6.36, que salía de Temperley y habitualmente llevaba menos gente, aunque casi nunca viajaba sentado. Se bajaba en Constitución y de allí caminaba hasta su trabajo. Una vez que se alejaba del avispero humano de la terminal comenzaba a ver, sin saludar, a la misma gente. Llegaba a la oficina y la cinta de Moebius se prolongaba hasta la infinidad de los tiempos. Y no estaba tan errado cuando se dio cuenta de que su oscura vida giraba en un círculo vicioso. Más allá de algún que otro cambio en la coyuntura, la rutina era siempre la misma. Y él, sin darse cuenta, ayudaba. Almorzaba en Lo del Gallego, así se llamaba el bolichón, y todos los días, de lunes a viernes, comía una porción de tarta con una botellita de medio litro de agua mineral. Los lunes le tocaba la de cebolla y queso, los martes eran de pascualina de acelga o espinaca, los miércoles de jamón y queso, los jueves siempre salía la de zapallitos y los viernes era el turno de la tricolor, con puré de calabaza gratinado como tapa del mix de verduras procesado. Jamás se preocupó por averiguar el nombre del Gallego, ni siquiera por saber si el hombre que lo atendía y al que saludaba con monosílabos era efectivamente el Gallego. Al volver a la oficina, antes de apoltronarse en su escritorio delante de una vieja computadora, se tomaba un café negro de la máquina cuya fama de depósito de cucarachas y otros bichos era mucho más alta que la del servicio. No le importaba. A Ernesto le gustaba, o le conformaba, y punto. Por la tarde, en las cuatro horas que le quedaban, todo transcurría igual. Las eventualidades, como el robo a uno de los camiones o un accidente de tránsito, lo ponían al borde de un síncope. Se paralizaba. No sabía, en principio, cómo resolverlo, al menos hasta que su mente se aclaraba con la ingesta de otro de esos cafés horribles. Cuando salía de trabajar, iba caminando siempre por las mismas calles rumbo a Constitución, se subía al tren, generalmente al de las 17.30 o en su defecto al de las 17.36 y compraba con monedas cargadas de mala voluntad uno de los diarios gratuitos de la mañana que le servía para digerir el viaje y esconderse de algún conocido del barrio que ocasionalmente compartía el vagón. Se bajaba en Lomas de Zamora, hacía las compras para la cena y cuando llegaba al departamento se encontraba con Laura frente a su notebook, generalmente escribiendo algún ensayo, o leyendo. Siempre con música clásica de fondo, música que él, amante del heavy metal, odiaba. La comida, también siempre, era hecha por Ernesto. El aseguraba que cocinar le servía para desconectarse, pero llevaba tiempo sintiendo que no tenía más ganas de internarse en la cocina para preparar un menú que, entre otras cosas y para variar, también era fijo. Los martes y los jueves cenaba solo, porque Laura se juntaba con su grupo de trabajo en un restorán de Palermo y volvía entrada la madrugada. Generalmente, tras el bife con ensalada reglamentario, Ernesto se quedaba dormido en el sillón mientras miraba las películas de dudosa procedencia y peor calidad que compraba en el túnel de la estación. Los lunes, miércoles y viernes cenaban juntos pero casi que no hablaban. Sólo intercambiaban alguna que otra palabra de rigor, con frecuencia sobre cuestiones domésticas o sobre algún tema familiar. A Laura no le gustaba discutir sobre su trabajo porque creía, con razón, que Ernesto ya no estaba a su altura para comprender ciertos temas. Y, como se espantaba cuando escuchaba las pocas cosas que su marido contaba sobre el día a día de la empresa, ella miraba el noticiero y se indignaba con la realidad que le mostraban. El se distraía jugueteando con su celular hasta que se aburría y se levantaba de la mesa para lavar los platos y cacerolas y utensilios sucios. Laura seguía mirando la tele, generalmente alguno de los programas políticos que emiten las cadenas de noticias del cable. Ernesto, en cambio, se volvía a bañar –también lo hacía por la mañana, antes de salir hacia el trabajo- y luego leía en la cama hasta quedarse dormido. Los fines de semana también eran iguales, aunque con matices que generaban las salidas a las casas de los amigos… de ella, a quienes Ernesto soportaba menos que la música clásica. Pero esas noches de quiebre no podía dormir. De hecho, esperaba que Laura se acostara y cuando ella caía rendida, se levantaba, se cambiaba y se iba caminando hasta la estación de servicio de Molina Arrotea e Yrigoyen para tomarse otro café negro en el autoservicio que funciona las 24 horas y releer por enésima vez alguna novela de Raymond Chandler, su autor preferido. Esa escapada, esa alteración a la rutina, le hizo sentir que todavía no era tarde para cambiar su vida. Terminó de darse cuenta de que ya nada lo unía con ella. Tampoco nada lo unía con él mismo o con lo que era. De hecho, al trazar un repaso, comprobó que la única decisión profunda que compartió con Laura, y agradeció, fue no haber tenido hijos. El resto fueron batallas perdidas. Así, noche tras noche, café tras café en el minishop, entre Chandler y más Chandler, elaboró el plan que lo llevaría a irse lejos de las rutinas y, sobre todo, lejos de Laura. En el trabajo no tuvo otra que hablar. Pidió, sin muchos rodeos, una reunión con su superior. Le dijo, le mintió, que tenía pensado poner una casa de comidas junto con un amigo de la infancia y que necesitaba el dinero que le dejara el retiro voluntario para empezar de cero, comprar el fondo de comercio y otras cuestiones. Casi que no tuvo oposición y arregló por el ciento por ciento de la indemnización. Eso sí, le dijo que seguiría trabajando en COPIAR hasta que consiguieran alguien que lo pudiera reemplazar. Pensó que tardarían menos, pero nadie quería hacer el trabajo de Ernesto. Y no porque fuese complicado. Ni siquiera por la rutina. Sino porque los patrones aprovecharon la volada para ofrecerle a su sucesor la mitad del sueldo. Así que tardaron un par de meses para relevarlo, aunque al final no lo sustituyeron con nadie. El trabajo se podía hacer sin Ernesto. Otro golpe para su mínima autoestima, aunque poco le importó, en definitiva, porque ya había arreglado su salida. Eso sucedió unas semanas antes del décimo aniversario de casados con Laura. El paso del tiempo resultó altamente perjudicial y llevó a la mínima exponencia los bríos de Ernesto de enfrentar cara a cara a su mujer. Con el correr de los días el miedo ante la reacción se acrecentaba. Primero pensó en decirle, otra vez mentir, claro, que había conocido una chica más joven, pero era una excusa demasiado poco creíble para una persona que no se relacionaba con nadie. Ni aunque fuera con una jubilada. Y ahí se le acabó la creatividad. Por eso, volvió a fingir durante unos días que todo seguía igual, como cuando sufrió el episodio del ataque de pánico. Y el final se postergó hasta ese maldito 1º de noviembre, cuando organizó, sin tener idea de dónde iría a parar, la escapatoria por la puerta de atrás, usando el ramo de flores, la carta, y al pibe del delivery como cobardes vehículos de su huida. Fue lo mejor que se le ocurrió.

28/3/14

La vida suelta de Ernesto IX (...)

La felicidad estaba empecinada en esquivar a Ernesto. En realidad, ésa era su sensación. Si le pasaba algo bueno, rápidamente buscaba una explicación que lo llevara a concluir que irremediablemente algo malo le iba a pasar. “Nada es gratis en la vida”, murmuraba por lo bajo ante una noticia positiva. Vivía alienado por el terrorismo meteorológico que emana viralmente de los canales de noticias y de los informativos de la radio. Una probable lluvia para dentro de dos días lo sacaba de quicio. Un alerta meteorológico, con tormenta eléctrica y posible caída de granizo, le ponía los pelos de punta. Y la cosa empeoraba con el correr de los años. Sus compañeros de oficina, por ejemplo, percibían esa insatisfacción continua que se manifestaba de diferentes maneras. El mal humor era apenas la punta del iceberg. Cuando escuchaba un comentario que no le agradaba, Ernesto inmediatamente lo descalificaba con la mirada. Pero lo más molesto era ese insoportable chasquido que producía al hacer ventosa y separar bruscamente la lengua del paladar. El ‘nch’ sonaba todo el tiempo. Cada vez más seguido. De la mañana hasta la noche. Incluso lo hacía dormido. Ernesto no se daba cuenta. Su insatisfacción lo había llevado a ser una persona despreciable en su trabajo. Y en su casa también, aunque Laura, un poco ciega, tampoco se daba cuenta. Envuelta en su vorágine profesional, entre clases magistrales y conferencias, no esperaba que su marido explotara como iba a explotar. Ella lo veía, o elegía verlo, como siempre, como el chico que despertó su atención del otro lado del mostrador de la fotocopiadora de la facultad. Unos seis meses antes de dejar a Laura el día que cumplían diez años de casados, Ernesto sufrió un ataque pánico cuando salía de trabajar. Nunca antes había sufrido un episodio de ese tipo. Cayó redondo en la vereda y se despertó al otro día en la camilla de un hospital con un bruto magullón en la cabeza. Un cartonero fue el que alertó al guardia de seguridad de COPIAR, que inmediatamente llamó a una ambulancia. Parecía que estaba muerto. Pensaron que había sufrido un infarto o un acv. Pero simplemente le había explotado la cabeza. Laura ni siquiera se enteró. Había viajado a San Juan para ofrecer una disertación invitada por la gobernación y no le pareció extraño que su marido no atendiera el teléfono de línea ni el celular cuando lo llamó aquella noche para hablar. Es que Ernesto odiaba hablar por teléfono. Nunca, salvo por cuestiones laborales, atendía los llamados. Respondía por sms o por whatsapp, pero casi siempre andaba sin batería, la que consumía jugando horas y horas al Candy Crush. Laura volvió a los cuatro días y Ernesto jamás le contó sobre su ataque de pánico. En el hospital, una vez que se despertó y chequearon que no tenía nada malo más allá de los picos de ansiedad, lo derivaron a un psiquiatra que le recetó unos ansiolíticos y un par de horas después le firmó el alta. Le dieron 15 días de licencia. Sin embargo, Ernesto prefirió no ventilar su problema. Todas las mañanas, durante esas dos semanas, se levantaba y simulaba que iba a trabajar. Sin embargo, se pasaba el día leyendo y tomando café en un bar de Constitución hasta que se hacía la hora de volver a su casa. Fue entonces cuando comenzó a pensar por qué le había pasado lo que le pasó. Y rápidamente llegó a la conclusión de que debía cambiar radicalmente su vida. La infelicidad lo había convertido en un ser miserable. En alguien que jamás imaginó ser. La idea de renunciar a la oficina se convirtió en certeza casi de inmediato. Lo de Laura, en cambio, le llevó un poco más de tiempo.

25/3/14

La vida suelta de Ernesto VIII (...)

Ernesto llevaba muchísimo tiempo pensando en cómo hacer para largar todo a la mierda. Ya no soportaba ir a trabajar a la oficina, la misma a la que iba de lunes a viernes desde hacía casi 20 años. Y la pasaba mal, horrible podría decirse, cuando estaba con Laura, o sea cuando volvía a su departamento. Ya casi que no se hablaban, ni siquiera se miraban. Y hacía tiempo que el sexo había pasado de un tercer a un decimoquinto plano entre ellos. Aunque la capacidad de dialogar y de tolerarse, futbolísticamente hablando, estaban un par de categorías más abajo. Era una relación de dominación. Al menos eso era lo que sentía Ernesto, el dominado, a quien ya no le alcanzaba para seguir adelante la admiración que en algún momento había sentido por su mujer. Estaba todo más que mal. Pero por temor, por cagón, mejor dicho, jamás se atrevió a preguntarle a Laura qué sentía o qué pensaba sobre la triste, y para él irremediable, situación que vivían. Para ella, en cambio, todo parecía más normal. Laura estaba acostumbrada a llevar las riendas de la relación. Ernesto siempre había sido un pusilánime y con el correr de los años dejó de ser su compañero de aventuras y emociones (parece una publicidad de cigarrillos) para convertirse en algo menos que su edecán. Laura crecía como profesional y como persona, a medida que Ernesto se empequeñecía. A Laura la conoció cuando ambos estudiaban Letras. Ernesto jamás terminó la carrera. Luego de dos años de apego al duro y saludable ejercicio de estudiar, comenzó a militar en una agrupación de izquierda que respondía al trotskismo, más allá de que él siempre se consideró peronista. Ernesto se excusaba con una razón atendible: el peronismo de Perón y de Evita, en aquellos menemizados años noventa, no tenía representación legítima en los pasillos de la facultad. Su militancia, no obstante, resultaba un contrasentido teniendo en cuenta su dificultad a la hora de establecer vínculos con los demás. Al mismo tiempo, comenzó a trabajar en un local de fotocopias que funcionaba dentro del edificio. Y poco a poco, entre el PTS y el olor químico a tinta quemada, Ernesto comenzó a alejarse de las aulas. Fue, justamente, atendiendo el negocio como entabló sus primeras palabras con Laura. Ya la conocía por haber compartido unas cuantas materias. La miraba en forma obsesiva, completamente hipnotizado por su belleza y por su inteligencia, pero obviamente jamás se atrevió a cruzar palabras hasta aquella tarde en que Laura se acercó al local y se vio obligado por la circunstancia. En un instante de lucidez, una estrella fugaz en su eterna oscuridad, Ernesto observó los apuntes que le entregaba para copiar e hizo un atinado comentario al respecto de los escritos que sorprendió a Laura. Fue la primera vez que ella posó su mirada en los ojos insípidos de Ernesto, nunca había reparado que habían sido compañeros en unos cuantos cursos. Una afirmación cargada de ironía, hasta graciosa, terminó por atrapar la atención de Laura. Así fue cómo comenzaron a verse cada vez más seguido. En realidad, como siempre, Laura fue la que tomó la iniciativa y lo invitaba a participar de sus tertulias intelectuales. Ella, un bocho, terminó la carrera en tiempo récord y, mientras despuntaba el vicio dando clases en diversos claustros universitarios, se convirtió con el correr del tiempo en una de las lingüistas más respetadas de la Argentina y del mundo, con cientos de ensayos publicados. Una referencia. Ernesto, en cambio, quedó atrapado en la necesidad de ganarse unos pesos para sobrevivir, dejó el local de fotocopias y los pasillos de la facultad para empezar a trabajar full time, aunque con condiciones ultraprecarias, como cadete en una oficina de correo privado. Casi sin proponérselo, Ernesto fue mejorando sus condiciones laborales en la empresa. Su incapacidad para hablar y relacionarse con los otros no resultó perjudicial, sino que se convirtió en una virtud: la discreción. Poco a poco se fue ganando la confianza de los gerentes y, como si se tratara de un ejemplo del sueño americano-liberal, poco a poco fue escalando posiciones a medida que la empresa se fusionaba con otras más pequeñas y se afianzaba en el mercado. De cadete pasó a labores administrativas. Al tiempo, uno de los encargados del área de logística murió aplastado por un camión en la planta, un accidente terrible que terminó beneficiando a Ernesto, que fue el elegido para ocupar su lugar. De la nada, con nada, pasó de repartir la correspondencia interna y hacer la recorrida por los bancos a quedar a un paso de ser gerente. Sin quererlo, como todo en la vida de Ernesto. Así, atrapado en la vorágine, Ernesto crecía dentro de COPIAR (Correo Privado Industria Argentina). Pero también crecía su profundo rechazo por lo que hacía. No pasaba día, mientras cumplía burocrática y religiosamente de su trabajo, sin imaginar qué hubiera de su vida si no hubiese tenido la necesidad de meterse en ese sucucho trosko para sacar copias y terminar en esa maldita e inconducente empresa de correo privado. Las preguntas se repetían y cada vez retumbaban más fuerte en su interior. Incluso, Ernesto tenía la certeza de que si no hubiese trabajado en la fotocopiadora jamás de los jamases se habría animado a hablar con Laura...

20/3/14

La vida suelta de Ernesto VII (...)

Ernesto no sabe por qué tiene esa dificultad para establecer vínculos con otras personas. Tampoco es de esos que prefieren la compañía de un perro o de un gato. Podría decirse sin miedo a mentir que odia a los animales. A tal punto que jamás pisó un zoológico. Disfruta estar solo, o en silencio. Hace tiempo tomó la determinación de no entablar nuevas amistades. Y apenas guarda una mínima relación con sus compañeros de la escuela secundaria, con quienes se ve cada vez menos seguido. Cuando se junta con ellos puede pasarse una tarde tomando mate o compartiendo un asado y cruzar no más de diez palabras sobre sus problemas o cuestiones personales. Sí participa cuando se trata de divagar sobre cuestiones banales o de viejas anécdotas que se repiten en loop en cada uno de los encuentros. Le gusta leer novelas policiales, mirar películas en su casa. Al cine dejó de ir desde que se transformó en un salón de comidas. Pero, sobre todas las cosas, lo apasiona el fútbol. Es menottista furibundo, fundamentalista del ‘se juega como se vive’. Y es capaz de irse amargado si su equipo juega mal y gana. Y eso le pasa cada vez más seguido. Suele ir solo y acodarse en diferentes lugares de la tribuna para no tener que hablar con los que siempre se acomodan en el mismo sitio, a la misma altura del campo de juego. A veces va con Diego, uno de los pocos vecinos de la infancia al que frecuenta, a quien pasa a buscar por su casa, camino a la cancha. Y resulta curioso observar que casi que no se hablan más allá de los saludos de rigor, los efusivos abrazos de gol, las puteadas interminables por las ocasiones perdidas frente al arco rival y los goles sufridos y la pregunta o la respuesta sobre cuánto tiempo falta para que termine el partido. En la cancha es el único lugar que fuma. Por eso, siempre pasa por el quiosco que está enfrente de la estación de trenes, ese que siempre está abierto aunque sea 1º de enero, para comprarse un atado de Parisiennes. En su única actitud cabulera, una de las tantas características que repudia de la escuela bilardista, Ernesto fuma dos cigarrillos por tiempo y uno en el descanso. Es un hábito inmodificable. Si Banfield juega bien, porque Ernesto es hincha de Banfield, deja el atado empezado en el escalón donde estuvo sentado o parado con la fantasía de que otro hincha de Banfield lo agarrará. En cambio, una pobre producción del Taladro lo lleva a destruir el paquete de cigarros negros sin miramientos. Ernesto atribuye su problema a la timidez. Nunca hizo terapia, pero está convencido de que tendría que hacer algún tipo de tratamiento en forma urgente para combatir sus manías y romper el muro de hielo que lo aísla del mundo exterior. Sin embargo, cuando está por torcer el brazo y buscar algún psicoanalista en la cartilla de la obra social, piensa que va a tener que hablar y hablar para tratar de desentrañar sus problemas. Y eso lo trastorna. Por eso también le cuesta tanto relacionarse con chicas. En la adolescencia, mientras sus amigos tenían sus filitos estables, Ernesto siempre andaba solo. Algunas pocas veces, vaya a saber con qué chamuyo, conquistaba alguna piba. Pero salía una o dos semanas y ellas lo dejaban. Decían, en realidad coincidían, que era un chabón aburrido. Sólo Laura, unos años después, tuvo la paciencia de soportar su incapacidad de socializar. Nadie entendió nunca qué le vio. Ella era hermosa, sin exagerar. Lo sigue siendo a pesar de que los 40 asoman en el horizonte cercano. Una larga melena morocha, ojos verdes, cuerpo armonioso y curvilíneo con piernas larguísimas. Una chica Divito, pero terrenal, sin esa exagerada cintura de avispa. Un bombón. Cuando se conocieron ella era, sin duda alguna, la más linda de sus compañeras de la Facultad de Letras. Ernesto, en cambio y a primera vista, era (y lo sigue siendo) un tipo del montón. Nada para destacar. Ni flaco ni gordo, ni alto ni bajo, ojos marrones, con pelo castaño, un poco despreocupado por la ropa. Un tipo promedio. Lo salvaba de la total intrascendencia su inteligencia y su sentido del humor que lo hacía sentir con atinados comentarios cargados de ironía. Quizá fue eso lo que deslumbró a Laura.

19/3/14

La vida suelta de Ernesto VI (...)

A Ernesto siempre le costó relacionarse con el resto del mundo. Socializar es su materia pendiente. Por ejemplo, para graficar el alto grado de su parquedad, casi que no habla con su medio hermano, Gustavo, más allá de algún que otro llamado telefónico o de intercambiar mensajes inocuos por Whatsapp, sobre todo ahora que está radicado en Madrid. Lo de Gustavo, que es hijo de la madre de Ernesto, Rafaela, y de su primer marido, el finado Maximiliano, es emblemático para entender sus problemas para vincularse con los demás. De su medio hermano, que le lleva tres años –Maximiliano se murió cuando Gustavo tenía tres meses y Rafaela, mujer de duelo corto, se casó al toque con Franco, el viejo de Ernesto-, sabe poco y nada. Y eso que vivieron casi 20 años juntos y hasta compartieron la misma habitación. Ernesto no sabe nada que exceda lo reglamentario. O sea sabe los nombres de la mujer, Sandra, y de los hijos, Nicolás y Ernestina, y recuerda religiosamente las fechas de sus cumpleaños. Sabe también que le gustan con locura los fideos a la boloñesa con mucho queso rallado y el tenis (es admirador del checo Miloslav Mecir, otro punto en común), y que trabaja en una empresa de telecomunicaciones. Pero, como muestra de que casi no intercambian palabras, no tiene ni la más puta idea de su labor específica en Citycom. Ni le interesa. De cuestiones íntimas, ni hablar. Por ejemplo, para que se entienda, nunca supo de las relaciones (sexuales y no sexuales) de Gustavo durante la adolescencia en común. Tampoco Gustavo supo nada de la escasa vida social y sexual, como no podía ser de otro modo, de Ernesto. Lo más cercano fue la tarde en que, por casualidad, se encontró una revista porno detrás de unas enciclopedias que estaban apiladas en una de las bibliotecas del dormitorio. Entonces, a diferencia de lo que sucede ahora con internet donde la pornografía está al alcance de la mano (y no hay remate) de cualquiera, tener en casa fotos de tetonas desnudas practicando sexo con señores (casi todos ultradotados) era lo más cercano a descubrir un pozo de petróleo en el patio. Lo gracioso es que Ernesto supuso que Gustavo se la había robado, porque, vaya casualidad, tenía el mismo ejemplar, con la misma rubia ochentosa y siliconada en la tapa. Pero luego chequeó que su revista estaba en su propio escondite, casualmente en la otra biblioteca de la pieza, detrás de otras enciclopedias, y comenzó a reírse solo. Al menos tenía algo en común con su hermano además de la media cosanguinidad. Eso sí, nunca le habló del tema. Sin embargo, Ernesto tuvo tres certezas aquel día. Primero que Gustavo no era puto (en esa época, en la que los gays de barrio no podían sentir el orgullo que por fortuna pueden sentir ahora, se les decía así, despectivamente), algo que sospechaba tanto Ernesto, como sus padres, a quienes por las noches escuchaba cuchichear al respecto en la cocina, y que ninguno de los tres se animaba a sacar el tema y hablarlo en voz alta. Segundo: su hermano no era un robot y, como él, necesitaba algún estímulo visual para llevar adelante la pesada carga de la ebullición adolescente. Y tercero, lo más triste en épocas de bolsillos flacos: de haberse hablado un poco más podrían haberse ahorrado unos mangos y compartir, entre otras cosas, las revistas porno.

La vida suelta de Ernesto V (...)

El día en que Ernesto cumplía el décimo aniversario de casado, su mujer lo esperaba para ir a cenar al restorán de siempre, al que iban todos los 30 de noviembre desde la noche en que se comprometieron y, entre copas de vino, se juramentaron amor eterno. Pero Ernesto, para sorpresa de Laura, nunca llegó. Después del mediodía, pasada la hora del almuerzo, Laura lo había llamado a la oficina y al celular para saber a qué hora volvería. Había planificado esperarlo para festejar el aniversario en la cama antes de ir a comer. Pero no lo pudo contactar. Ella, que ya había elegido la ropa para las dos sesiones, supuso que estaría fuera de su puesto de trabajo y que su teléfono se había quedado sin batería, algo que le sucedía seguido porque, simplemente, se olvidaba de cargarlo. Por eso no se inquietó hasta que se hizo de noche y Ernesto seguía sin aparecer. Laura se preocupó aún más cuando encontró tirado debajo de la cama el celular último modelo de su marido. Inmediatamente, pensó que algo malo había pasado o estaba por pasar. Agobiada por las noticias de inseguridad que exudan sangre de las pantallas y de los diarios, imaginó lo peor. Mientras hacía zapping por los canales de noticias, Laura ya había entrado en pánico y decidió llamar a Javier, el único compañero de trabajo de Ernesto que conocía y del que escuchaba hablar. El tampoco atendió su teléfono. En realidad, atendió una chica que dijo no conocer a Javier y, de muy mal modo, completó que estaba cansada de que un montón de gente la llamara preguntando por él. Desesperada, Laura llamó a su madre y a su hermana, que no tardaron más de 15 minutos en llegar al departamento para acompañarla. También llamó a Gustavo, el medio hermano de Ernesto, pero enseguida recordó que llevaba dos semanas en Madrid por trabajo. Laura y Jimena, su hermana, buscaron en los portales de noticias y hasta por las redes sociales para averiguar si había habido algún accidente, robo o cualquier otro hecho que involucrara a un hombre de las características de Ernesto. Stella, que sólo había atinado a ponerse una bata encima de su camisón y había olvidado sacarse los ruleros, seguía prendida a la tele, yendo de un noticiero a otro. No encontraron nada. Y cerca de las 10 de la noche decidieron hacer la denuncia a la Policía. Ernesto tendría que haber llegado a las cinco de la tarde. Al rato que cortaron con el operador del 911, sonó el portero eléctrico y Laura corrió desesperada hacia el receptor que estaba en la cocina. Antes de atender, se tropezó con una alfombra y se hizo una generosa raspadura en el brazo derecho. No sintió dolor. La adrenalina de la situación le había hecho perder la noción del golpazo. -¿Ernesto? ¿Sos vos? -preguntó al borde del llanto con la esperanza de que también había dejado olvidado su llavero-. -No, señora. Tengo una entrega para hacerle de la florería Ramos -se escuchó del otro lado del auricular. Laura bajó los dos pisos por la escalera. No sabía si reír o llorar. Mientras saltaba de escalón en escalón pensó que Ernesto le estaba jugando una broma. Imaginó que estaría del otro lado de la puerta, con un ramo de rosas o un regalo, y que le diría que se le hizo tarde en el trabajo y un montón de otras explicaciones antes de fundirse en un beso. Pero no. Del otro lado de la puerta del edificio sólo se veía un chico de unos 20 años, menudito, con una sonrisa con brackets, una remera bordó, unas bermudas y una gorra verde con la inscripción "Florería Ramos" sobre la visera. Efectivamente, era un ramo de rosas y entre ellas asomaba un sobre. Laura, con un acto reflejo, tiró el ramo de flores al piso del hall y con las manos temblorosas rompió el sobre por uno de sus bordes. El sobre no era el típico que trae una tarjeta con un mensaje cursi y de ocasión acompañada por la firma del emisario. Era más grande, con una carta impresa en hoja oficio con una fuente insípida como la courier new. "30 de noviembre de 2013" "Laura. Soy un cagón. Debí haber ido en persona y decirte cara a cara todo esto que te estoy escribiendo. Pero no pude. Sabía que no iba a poder decírtelo, como nunca pude decirte que jamás me quise casar con vos y que incluso nunca debimos ser novios. Pero me dejé llevar por tu entusiasmo, por tu belleza e intenté construir algo que jamás me hizo feliz. Siempre tuviste la iniciativa de todo. Hasta fuiste vos la que me invitó a salir la primera vez y la que meses después decidió que nos casáramos. Yo no quería... Pero nunca me animé a contradecirte. Pensé que con el tiempo mi afecto y mi admiración se transformarían en amor. Pero no. Eso nunca sucedió. Y, la verdad, no te quiero hacer perder más tiempo". "Yo tampoco quiero perder más tiempo. Hoy terminé de arreglar mi salida de la oficina. Me dieron el retiro voluntario y en días van a depositar un montón de plata en tu cuenta. Es toda tuya. No te va a salvar la vida, pero te va a dar aire para complementar tu sueldo. El departamento también es tuyo. Yo no necesito nada. Cuando ordene un poco mi vida trataré de dar la cara y recibir la bofetada que me merezco. Pero ahora necesito estar lejos, muy lejos". "PD. Y no hay otra mujer. Aunque no te amé, siempre te fui fiel". "PD2. Perdón" Laura no entendía nada, pero no paraba de llorar. El pibe de la florería, que seguía fime del otro lado de la puerta a la espera de una propina, atinó a abrazarla. -¿Necesita algo señora? ¿Quiere que llame alguien? -se ofreció el muchacho que no terminaba de decodificar la situación. -No... ¿Qué hacés? Salí de acá... -contestó desencajada Laura antes de dejar que la puerta se cerrara sola. El pibe se fue sin entender nada. Laura tampoco entendía nada. El único que había entendido el sentido de su vida había sido Ernesto. Lo aturdían sus rutinas. Lo agobiaba sentir que se le escurría el tiempo entre la tristeza de no ser feliz. Pero todavía, pese a los años caminando en dirección contraria a sus sueños, estaba a tiempo de volver a empezar.

La vida suelta de Ernesto IV (...)

Ernesto no sabe bien por qué, pero siempre trata de levantarse apoyando el pie izquierdo sobre el piso antes que el derecho. Cuando no lo hace y se da cuenta de que no lo hizo, siente y presiente que algo malo le pasará ese día. Y, curiosamente, la predicción se cumple. O pisa una baldosa floja y se le mojan los zapatos y la botamanga del pantalón. O se olvida la tarjeta SUBE y paga más caro el viaje en el subte. O se pelea con alguien en la oficina. O recibe un reto de su jefe. O lo que a usted se le ocurra... Desde perder un billete de cien pesos hasta reencontrarse con su ex novia y recibir un bruto bofetazo ante la mirada atónita de todo la gente que poblaba el andén de la estación de trenes de Turdera. Y no exagera. Desde la primera vez que asoció sus desgracias cotidianas con el olvido de pisar primero con el pie izquierdo, Ernesto lleva estadísticas anotadas. Antes lo hacía en una libretita. Ahora, atrapado por la modernidad burguesa, lo hace en su smartphone de última generación.

La vida suelta de Ernesto III (...)

A las 5.58 comienza a mirar de reojo el radio reloj. Ernesto nunca se levanta hasta que vuelve a sonar. Nunca. Disfruta con un curioso masoquismo que el tiempo corra, que la arena imaginaria se le escurra entre los dedos, hasta que los números rojos y excesivamente grandes del despertador cambien mágicamente de cinco, cinco, nueve a seis, cero, cero. Apenas suena, vuelve a pegar el manotazo a puro reflejo visual y auditivo. En forma mecánica, como un zombi, se incorpora con lentitud, enciende el velador y aprieta el botón para que el despertador no vuelva a activarse en diez minutos. No vaya ser que quede encendido durante todo el día.

La vida suelta de Ernesto II (...)

La vida es una rutina que se repite con mínimas variaciones. De lunes a viernes el despertador suena siempre a las 5.50. Ernesto, como si se tratara de un juego perverso, pega el manotazo y espera disfrutar de los diez minutos que le quedan por delante hasta que el despertador suene otra vez y marque las seis en punto. Jamás, salvo la primera vez que lo hizo, volvió a reengancharse en el sueño del que no quería despertar. Nunca. Siempre deja la cabeza pegada a la almohada y clava la mirada en las hendijas de la cortina de enrollar por las que, en verano, asoman los primeros haces de luz. En invierno hace lo mismo. Pero no ve nada. Simplemente comienza a contar. Si es lunes, maldice para sí mismo: “Falta toda la puta semana”. El martes no lo conforma. Tampoco el miércoles. Los jueves siente que el túnel oscuro está por llegar a su fin. El viernes, cuando se da cuenta de que es viernes, es el día más feliz. Sólo doce horas le esperan para terminar el recorrido que 72 horas más tarde volverá a empezar.

La vida suelta de Ernesto (...)

Ernesto mira a su alrededor y se siente agobiado. No hay nadie. No hay nada. Ya se hizo de noche en Barracas. Acelera los pasos para encontrar algún lugar para sentarse. Se encorva, pone las manos sobre los muslos, como tratando de recuperar energía y ganar en calma. No funciona. El agobio se transforma en agite. Tiene la sensación de que el corazón va a estallar en uno o dos latidos más. Un dolor silencioso lo atraviesa. Siente algo que jamás sintió. “Me muero, me muero”, alcanza a gritar sin fuerza, casi en silencio. Nadie lo escucha. Se desploma contra la vereda de cemento alisado minada por soretes de perros que no juntaron los soretes de sus amos. Y la luz se apaga.