31/3/14

La vida suelta de Ernesto X (...)

Lo de Laura no fue sencillo de resolver para Ernesto, más allá de que llevaba tiempo, mucho tiempo, consciente de que ya no estaba enamorado de ella. Incluso se preguntaba si alguna vez lo había estado o si simplemente había sido víctima de un pico de testosterona, tanto sexual como intelectual, que lo había cargado de coraje para avanzar en un camino del que nunca había podido retroceder. En esos seis meses que separaron el ataque de pánico, Ernesto no paró de pensar sobre su matrimonio. Las primeras noches posteriores a la internación casi no durmió. Pero no porque no estuviese seguro de que lo mejor era irse, sino porque no se le ocurría la forma de comunicar su firme y sorprendente determinación. Ernesto concluyó que estaba harto de estar harto de la rutina de la rutina. Por esos días de quiebre, se dio cuenta de que no sólo repetía cada uno de sus actos a la hora de levantarse, sino que comprobó que su vida era una especie de Día de la Marmota que no terminaba nunca y en el que, a diferencia del filme, seguramente jamás terminaría con la chica más bonita. Sólo envejecía. En silencio, para no despertar a Laura, desayunaba a las apuradas, tomaba café negro e instantáneo de parado, con algunas galletitas de agua. No más de cuatro. Casi siempre corría hasta la estación de trenes para tomarse la formación de las 6.36, que salía de Temperley y habitualmente llevaba menos gente, aunque casi nunca viajaba sentado. Se bajaba en Constitución y de allí caminaba hasta su trabajo. Una vez que se alejaba del avispero humano de la terminal comenzaba a ver, sin saludar, a la misma gente. Llegaba a la oficina y la cinta de Moebius se prolongaba hasta la infinidad de los tiempos. Y no estaba tan errado cuando se dio cuenta de que su oscura vida giraba en un círculo vicioso. Más allá de algún que otro cambio en la coyuntura, la rutina era siempre la misma. Y él, sin darse cuenta, ayudaba. Almorzaba en Lo del Gallego, así se llamaba el bolichón, y todos los días, de lunes a viernes, comía una porción de tarta con una botellita de medio litro de agua mineral. Los lunes le tocaba la de cebolla y queso, los martes eran de pascualina de acelga o espinaca, los miércoles de jamón y queso, los jueves siempre salía la de zapallitos y los viernes era el turno de la tricolor, con puré de calabaza gratinado como tapa del mix de verduras procesado. Jamás se preocupó por averiguar el nombre del Gallego, ni siquiera por saber si el hombre que lo atendía y al que saludaba con monosílabos era efectivamente el Gallego. Al volver a la oficina, antes de apoltronarse en su escritorio delante de una vieja computadora, se tomaba un café negro de la máquina cuya fama de depósito de cucarachas y otros bichos era mucho más alta que la del servicio. No le importaba. A Ernesto le gustaba, o le conformaba, y punto. Por la tarde, en las cuatro horas que le quedaban, todo transcurría igual. Las eventualidades, como el robo a uno de los camiones o un accidente de tránsito, lo ponían al borde de un síncope. Se paralizaba. No sabía, en principio, cómo resolverlo, al menos hasta que su mente se aclaraba con la ingesta de otro de esos cafés horribles. Cuando salía de trabajar, iba caminando siempre por las mismas calles rumbo a Constitución, se subía al tren, generalmente al de las 17.30 o en su defecto al de las 17.36 y compraba con monedas cargadas de mala voluntad uno de los diarios gratuitos de la mañana que le servía para digerir el viaje y esconderse de algún conocido del barrio que ocasionalmente compartía el vagón. Se bajaba en Lomas de Zamora, hacía las compras para la cena y cuando llegaba al departamento se encontraba con Laura frente a su notebook, generalmente escribiendo algún ensayo, o leyendo. Siempre con música clásica de fondo, música que él, amante del heavy metal, odiaba. La comida, también siempre, era hecha por Ernesto. El aseguraba que cocinar le servía para desconectarse, pero llevaba tiempo sintiendo que no tenía más ganas de internarse en la cocina para preparar un menú que, entre otras cosas y para variar, también era fijo. Los martes y los jueves cenaba solo, porque Laura se juntaba con su grupo de trabajo en un restorán de Palermo y volvía entrada la madrugada. Generalmente, tras el bife con ensalada reglamentario, Ernesto se quedaba dormido en el sillón mientras miraba las películas de dudosa procedencia y peor calidad que compraba en el túnel de la estación. Los lunes, miércoles y viernes cenaban juntos pero casi que no hablaban. Sólo intercambiaban alguna que otra palabra de rigor, con frecuencia sobre cuestiones domésticas o sobre algún tema familiar. A Laura no le gustaba discutir sobre su trabajo porque creía, con razón, que Ernesto ya no estaba a su altura para comprender ciertos temas. Y, como se espantaba cuando escuchaba las pocas cosas que su marido contaba sobre el día a día de la empresa, ella miraba el noticiero y se indignaba con la realidad que le mostraban. El se distraía jugueteando con su celular hasta que se aburría y se levantaba de la mesa para lavar los platos y cacerolas y utensilios sucios. Laura seguía mirando la tele, generalmente alguno de los programas políticos que emiten las cadenas de noticias del cable. Ernesto, en cambio, se volvía a bañar –también lo hacía por la mañana, antes de salir hacia el trabajo- y luego leía en la cama hasta quedarse dormido. Los fines de semana también eran iguales, aunque con matices que generaban las salidas a las casas de los amigos… de ella, a quienes Ernesto soportaba menos que la música clásica. Pero esas noches de quiebre no podía dormir. De hecho, esperaba que Laura se acostara y cuando ella caía rendida, se levantaba, se cambiaba y se iba caminando hasta la estación de servicio de Molina Arrotea e Yrigoyen para tomarse otro café negro en el autoservicio que funciona las 24 horas y releer por enésima vez alguna novela de Raymond Chandler, su autor preferido. Esa escapada, esa alteración a la rutina, le hizo sentir que todavía no era tarde para cambiar su vida. Terminó de darse cuenta de que ya nada lo unía con ella. Tampoco nada lo unía con él mismo o con lo que era. De hecho, al trazar un repaso, comprobó que la única decisión profunda que compartió con Laura, y agradeció, fue no haber tenido hijos. El resto fueron batallas perdidas. Así, noche tras noche, café tras café en el minishop, entre Chandler y más Chandler, elaboró el plan que lo llevaría a irse lejos de las rutinas y, sobre todo, lejos de Laura. En el trabajo no tuvo otra que hablar. Pidió, sin muchos rodeos, una reunión con su superior. Le dijo, le mintió, que tenía pensado poner una casa de comidas junto con un amigo de la infancia y que necesitaba el dinero que le dejara el retiro voluntario para empezar de cero, comprar el fondo de comercio y otras cuestiones. Casi que no tuvo oposición y arregló por el ciento por ciento de la indemnización. Eso sí, le dijo que seguiría trabajando en COPIAR hasta que consiguieran alguien que lo pudiera reemplazar. Pensó que tardarían menos, pero nadie quería hacer el trabajo de Ernesto. Y no porque fuese complicado. Ni siquiera por la rutina. Sino porque los patrones aprovecharon la volada para ofrecerle a su sucesor la mitad del sueldo. Así que tardaron un par de meses para relevarlo, aunque al final no lo sustituyeron con nadie. El trabajo se podía hacer sin Ernesto. Otro golpe para su mínima autoestima, aunque poco le importó, en definitiva, porque ya había arreglado su salida. Eso sucedió unas semanas antes del décimo aniversario de casados con Laura. El paso del tiempo resultó altamente perjudicial y llevó a la mínima exponencia los bríos de Ernesto de enfrentar cara a cara a su mujer. Con el correr de los días el miedo ante la reacción se acrecentaba. Primero pensó en decirle, otra vez mentir, claro, que había conocido una chica más joven, pero era una excusa demasiado poco creíble para una persona que no se relacionaba con nadie. Ni aunque fuera con una jubilada. Y ahí se le acabó la creatividad. Por eso, volvió a fingir durante unos días que todo seguía igual, como cuando sufrió el episodio del ataque de pánico. Y el final se postergó hasta ese maldito 1º de noviembre, cuando organizó, sin tener idea de dónde iría a parar, la escapatoria por la puerta de atrás, usando el ramo de flores, la carta, y al pibe del delivery como cobardes vehículos de su huida. Fue lo mejor que se le ocurrió.

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