7/4/14

La vida suelta de Ernesto XI (...)

La puerta se cerró. El chico del delivery de la florería quedó absorto del otro lado de la puerta por la situación inédita que acababa de vivir. Y Laura, todavía con el llanto a flor de piel, se quedó unos segundos inmóvil. Releyó la carta de Ernesto. Y juntó más bronca. Tenía ganas de gritar. Pero no. Se calmó y casi de refilón vio el ramo de rosas en el piso. Eran hermosas. Lo juntó y lo acomodó. Antes de volver a su departamento, otra vez por la escalera, guardó la carta en el sobre, lo dobló por la mitad y lo guardó en el bolsillo del pantalón. Luego, se miró al espejo y trató de disimular con mucha habilidad las lágrimas antes de subir los dos pisos otra vez por escalera.

-Les voy a decir dos cosas –se anticipó Laura ante la mirada atenta y desesperada de su hermana y de su madre apenas abrió la puerta y las vio sentadas en el comedor-. Uno. Ernesto, aparentemente, me dejó. Dos. No hay mal que por bien no venga –lanzó antes de encajarle el ramo de rosas a su hermana y encerrarse en el baño, otra vez a punto de llorar.

Stella y Jimena corrieron detrás de ella, intentaron abrir la puerta, pero Laura la había trabado. No se escuchaba ruido alguno.

-¿Estás bien, nena? No hagas ninguna locura. Ese boludo de Ernesto no sabe lo que se pierde. Vos sos demasiado para él –no vaciló en vomitar Stella.

-Callate, vieja… Andá a prepararle un tecito de tilo. Dejámela a mí –cuchicheó Jimena, a sabiendas de que todo lo que dijera Stella no haría más que agravar la crisis de Laura.

Laura se había sentado en el inodoro y escuchaba atenta lo que sucedía del otro lado de la puerta. Las lágrimas no querían salir. No estaban. O no tenían por qué salir. Volvió a mirarse a un espejo. Se enjuagó la cara, se secó y se puso un poco de base, como para tapar algunas imperfecciones que asomaban producto del estrés en vano vivido aquella noche. Se vio joven, mucho más joven que minutos antes. Se vio sin Ernesto. Por fin. Y suspiró. Cuando Stella, sumisa, encaraba hacia la cocina, se oyó el ruido de la traba de la puerta del baño. Inmediatamente, Laura salió. Lucía espléndida, como si nada le hubiese pasado. Y monologó sin titubear.

-Sabés, mami, tenés razón. No sé cómo nunca me animé a decirle a Ernesto que era un pusilánime. Se había convertido en un obstáculo para mi vida. Ahí, siempre mediocre, arrumbado contra un sillón leyendo autores de cuarta o haciendo esa comida de mierda. No me hablaba nunca de nada y cuando abría la boca era para decir cosas que no le interesaban a nadie. En el único momento en que se le iluminaban los ojos era cuando hablaba de Banfield. Con el correr del tiempo se convirtió en un troglodita. Nada quedaba de aquel chico inteligente con inquietudes que conocí en la facultad. No sé cómo pudimos pasar estos diez años juntos. No sé cómo pude perder todo este tiempo de mi vida. Ojalá que se vaya lejos. Y que no vuelva. Y estoy segura de que no me mintió. Que no se fue con otra. Si ni siquiera se le paraba. No me acuerdo lo que es coger con él. Dale, mami, preparame el té... Que tengo que seguir preparando la conferencia para la próxima semana...

Jimena no salía de su sorpresa. Primero porque nunca antes había escuchado a Laura decir tantas barbaridades juntas. Segundo porque su intimidad era un territorio desconocido para cualquiera, incluso para ella que era su confidente más cercana. Laura, como si nada, empezaba a olvidarse de Ernesto y ventilaba su vida privada casi sin quererlo. La frase “coger con él” le hizo un ruido enorme a Jimena. ¿Habría otro en la vida de Laura? No era momento de indagar al respecto. Tal vez fue una expresión poco feliz, algo impropio de la oralidad siempre precisa y puntillosa de su hermana menor. Tal vez fue un fallido. Un secreto que comenzaba ver la luz.

A Stella se le desdibujó el mohín de preocupación y fue sonriente, casi rejuveneciendo, a calentar el agua en la pava eléctrica, esas que sirven para sacar el agua a la temperatura justa para el mate. Su hijita, su reina, acababa de dar el paso más importante de su vida: sacarse de encima al inservible de Ernesto. -Ojalá no vuelva más, nena. Vos te merecés alguien que te valore, alguien que te entienda –se envalentonó Stella- Yo ahora llamo al 911 para sacar la denuncia. Así esos pobres policías que tanto trabajo tienen con los chorros, los motochorros y la mar en coche no pierden el tiempo buscando a ese retardado.

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