12/11/11

Enojada (...)

-Mamá, te voy a hacer una pregunta. No la tomes a mal...
-...
-¿Por qué siempre tenés cara de enojada?

Con fresca curiosidad, sin pelos en la lengua, la pequeña interrogaba a su madre mientras esperaban sentadas en una de las flamantes paradas de colectivos de Lomas de Zamora. La madre ni siquiera se inmutó ante el incisivo planteo de la niña. Con el rostro cansado y ajado, pese a que no llegaría a los 30 años, la mujer siguió con ese gesto de tener pocos amigos y menos paciencia, el mismo o peor del que llevó a su hija a formular inequívocamente aquella pregunta. Obvia, pero valiente. También cruel. Demasiado.

-... 
-Mamá, no me respondiste. Te hice una pregunta -insistió la pequeña sin amedrentarse por el ceño cada vez más fruncido y la mirada encendida de la mujer.
-Y a vos qué te parece, nena. Es la única cara que tengo. Si no te gusta, no la mirés. Y listo... No me puedo comprar otra -contraatacó con una violencia aún mayor, impropia de un diálogo mínimamente civilizado entre una madre y una hija.
-A mí me parece que tenés que divertirte más porq...

La respuesta de la nena, que llevaba un guardapolvo blanco de varón súper gastado con botones a presión, se interrumpió con un certero y doloroso revés de derecha, un golpe al estilo antiguo, tal como solían pegar las abuelas enojadas. La niña emitió un quejido seco, pero no pareció dispuesta a entregar sus lágrimas. De hecho, lejos de acobardarse, ensayó un pedido de explicaciones.
-Mamá, ¿por qué me pegaste otra vez?
-Por insolente. Por pendeja insolente...
-Pero vos me dijiste que te dijera qué me parecía... En serio, mamá, ya no te acordás de lo que me dijiste... -la chiquita intentó una mínima reconciliación sin imaginar lo que vendría: un tsunami de resentimientos.
-Yo no te pedí ningún consejo, pendejita de mierda. Yo no quiero nada de vos. Nunca espero nada de vos. Ojalá nunca te hubiese tenido. Me cagaste la vida. Y encima me pedís que me divierta más... Me paso todo el día trabajando para que vos y el borracho de tu padre se den la buena vida. Mirá, mirá, mejor me callo. No, mejor callate vos, pendeja desagradecida...

La nena, que no tendría más de once años, abrió la boca. Quiso decir algo, pero no pudo emitir sonido. Los ojos habían perdido la frescura y la osadía que tenían hasta milésimas antes del traicionero y lacerante cachetazo. Estaban repletos de lágrimas. Pero no se desbordaban. No pensaba darle el gusto de llorar a esa mujer enardecida. Esta historia de enojos y golpes la conocía hasta el hartazgo.

-Veo que no tenés nada más que decir, pendejita. Se te acabaron las ganas de dar consejos... A ver, princesita maleducada, decí algo -desafió la mujer, totalmente fuera de sus cabales, mientras se incorporaba de la banqueta de chapa perforada de la parada-. Dale, parate rápido -y la tironeó con ganas de la colita del pelo- . A ver si todavía perdemos el colectivo por tu culpa, pelotudita.

La nena, inyectada en bronca, no terminaba de rumiar su dolor por la andanada de ofensas. Vio que a pocos metros se asomaba el 543 y no lo dudó. Juntó todas sus fuerzas y, cuando su madre le daba la espalda intentando detener el colectivo, la empujó hacia la calzada.
-Morite, hija de puta -espetó con un gritito demoníaco, casi sin separar los maxilares, apenas moviendo los labios, con los ojos abiertos al máximo.

El chofer del choche 12 de la 543 no hizo a tiempo para frenar. Ni el hombre con mejores reflejos y los mejores frenos podría haberlo evitado. Se llevó puesta a la mujer. Tras embestirla, su cabeza pegó de lleno contra el asfalto, pero fueron las ruedas delanteras las que la aplastaron y le dieron el golpe de gracia.

La nena recién entonces empezó a llorar. Por su mente no sólo pasaban las imágenes y las palabras de la humillación recibidas hacía un ratito. También desfilaron feroces e inexplicables golpizas. Abandonos. Olvidos. Maltratos.

El chofer bajó desesperado, miró el cuerpo ya sin vida y acto seguido golpeó repetidamente su calva cabeza contra la carrocería, a la vez que profería insultos por los aires. Casi en simultáneo, una desconocida  envolvía el cuerpito de la niña con sus brazos e intentaba calmarla con suaves caricias pese a que provenían de manos más ajadas que las de su madre. En ese momento, la nena seguía con su recorrido por la memoria y trataba de toparse con la imagen del último beso de su madre, la misma que acababa de empujar hacia la muerte. No podía recordarlo. Y lloraba cada vez con más fuerza.

Llegó con celeridad primermundista una ambulancia. Vio cómo los paramédicos se miraban con resignación y hacían gestos de situación irremediable con sus cabezas. La mujer que la abrazaba intentaba apartarla. También una oficial de la Bonaerense. Pero no podían moverla. La nena seguía llorando, desencajada para el afuera, desarmada en su interior, aferrada a uno de los caños de la parada de colectivos. Observó con detenimiento -y con mucho morbo- cómo envolvían a su madre, con el rostro levemente desfigurado, aunque con el mismo rictus de enojo, en una bolsa morguera que luego fue subida a una F100 carrozada que hacía las veces de unidad de traslado. Mientras miraba cómo se alejaba la vieja camioneta blanca, la chica seguía con el doloroso ejercicio de intentar recordar el último beso. Pero no se le aparecía. ¿Será que nunca había recibido un beso de esa maldita mujer que era su madre?

No sentía culpa por el empujón mortal. Sentía alivio. Aunque no dejaba de llorar. Sentía también el desconocido y apacible amor de los brazos de la no menos apacible desconocida. La mujer le pedía calma. Le ofrendaba una sonrisa nerviosa. Pero una sonrisa al fin. Recordó entonces el inicio del final. No sólo nunca había sentido el calor de los labios de su madre en una mejilla. O en su cabellera. Tampoco la había visto sonreír. Siempre llena de odio y resentimiento. Con una eterna cara de enojada.