31/12/15

La vida suelta de Ernesto XXV (...)

Todavía agobiado por su sueño y por su descarga inconclusa, Ernesto salió a tomar un poco de aire. Encontró un cajón de cerveza, sacó dos envases viejos, cubiertos de telaraña y con algo de moho en el fondo de las botellas, lo dio vuelta y se sentó en lo que en algún momento debió haber sido una galería de la casa reconvertida en el taller del Gordo Salvador. Tanteó en los bolsillos superiores de la guayabera que llevaba desabrochada hasta encontrar el atado de Parisiennes. Tomó el último cigarrillo que le quedaba y lo prendió con el encendedor chino que estaba guardado dentro de la caja que acto seguido se convirtió en un bollo de cartón.
La primera pitada, larga y profunda, la retuvo un poco más que de costumbre. Mantuvo los ojos cerrados y el humo confundió un poco más su cabeza confundida. Una vez que soltó la bocanada, intentó dibujar unos aros de humo en el aire. No tuvo la destreza necesaria. Nunca la había tenido. Se lamentó por tu torpeza. Pero no por mucho tiempo. Rápidamente se distrajo con el Peugeot 504 rural del vecino de enfrente del taller. Era idéntico al de uno de sus viejos amigos de la escuela secundaria. El mismo color, las mismas calcomanías. No podía ser el mismo porque Néstor le había dicho que la camioneta, así le decían, había ido derecho al desguace. Enseguida, empezó a recordar todas las aventuras adolescentes vividas sobre ese catamarán con cuatro ruedas y tres filas de asientos. Se perdió en el tiempo. Casi tanto que el cigarrillo casi que se había consumido solo. Casi tanto que ni se había dado cuenta que Lola se había acomodado a su lado, con su diminuta y explosiva humanidad posada elegantemente sobre otro cajón de cervezas vacío.
-¿En qué estás pensando? -interrumpió Lola.
-Ufff. Te vas a aburrir, Lolita. Cosas viejas. Cosas que pasaron cuando vos ni siquiera habías nacido... -disparó Ernesto tratando de ahuyentar a sus propios demonios.
-Dale, contame. A mí me gustan las historias. A mí me gusta escuchar...
-No vale la pena, Lola.
-Entonces quiero que me cuentes cómo es eso que dejaste a tu mujer plantada y toda la secuencia que acaba de contarle el Gordo a mi vieja mientras tomaban mate....
-Tampoco vale la pena, Lola.
-Uy, estás difícil, Ernesto. ¿Te jode si me quedo acá con vos?
-No, para nada. Pero, la verdad, no tengo ganas de hablar. Soy mala compañía.
-Bueno... No hablemos.
Ernesto se sentía incómodo. Por un lado, deseaba tener 20 o 30 años menos y, sin mediar explicación, darle a Lola el mismo beso que le dio a Luciana, su compañera de inglés, mientras se cobijaban de la lluvia debajo del alero de una casa. Por el otro, tenía ganas de pegarse un tiro en el medio de las pelotas por haberse convertido, casi sin darse cuenta, en un viejo de mierda. La vida se lo había llevado puesto. Tanto se lo había llevado puesto la vida que se sorprendió cuando Lola, sin pedir permiso, empezó a armarse un porro.
-¡Mirá la nena! -atinó a decir Ernesto, como para decir algo, mientras Lola terminaba de rolar el generoso cigarro de marihuana que se había armado.
-Epa... También sos policía... Apuesto a que nunca fumaste...
-Mirá, chiquita... No te hagas la pilla que te faltan, por suerte, más de 20 años para alcanzarme. ¿Tu mamá sabe de esto? -le preguntó Ernesto en una prueba más de que se estaba convirtiendo en un viejo de mierda.
-¿Mi mamá? Ja. Mi vieja fuma conmigo. Ella es la que cuida las plantas que tenemos en el fondo de casa. No seas careta y pasame el fuego.
-...
Ernesto obedeció. Todavía azorado, le dio el encendedor. Lola secó un poco el papel que había humedecido con su saliva para terminar de armar el cigarro y lo encendió. Le dio una seca larga y otra corta. Y se lo ofreció a Ernesto.
Ernesto llevaba un montón de tiempo sin fumar un cigarrillo de marihuana. La última vez habia sido con Laura, en uno de los primeros aniversarios de casados, en la terraza del edificio donde vivían. De jóvenes, cuando se juntaban con los amigos de la facultad, el porro era moneda corriente. Pero con el correr del tiempo, se había transformado en algo así como una aventura ocasional.
-¿A ver? ¿Esto es cosecha propia?
-Sí, de la mejor. Mi vieja se hizo traer unas semillas de Bélgica que son una masa...
Ernesto le dio una pitada. Casi tan larga como la que le dio al “Parucho”. Retuvo el suave humo dulce dentro de su boca, lo tragó y al rato lo soltó. Le dio otra pitada. Y otra. Y le devolvió el cigarrillo a Lola.
-Me parece, Ernesto, que fumaste demasiado.
-Me parece, Lola, que ahora la policía sos vos.

Y empezaron a reírse. Sin parar. Entre risas, Ernesto le resumió sin tapujos su vida de mierda a Lola. Entre risas, Lola le dijo que nunca antes había conocido un hombre como él. Falto de reflejos y con movimientos groseros y descoordinados, Ernesto quiso darle un beso. Y se cayó en cámara lenta del cajón de cerveza. Lola se tiró encima de él. Enredados, mientras trataban de incorporarse, Lola le quiso devolver el beso frustrado a Ernesto. Ernesto no se negó. Ahí fue cuando de la nada, al menos para Ernesto y para Lola, apareció Salvador.

23/12/15

La vida suelta de Ernesto XXIV (...)

Se acercaba fin de año y Gesell estaba a punto de ebullir de turistas. También estaba a punto de ebullir Ernesto por culpa de ese sueño que tuvo todas las intenciones de ser reparador y terminó dejándolo totalmente perturbado.

Los delirios oníricos son eso: delirios. Pero siempre tienen una explicación. Al menos eso dicen los psicoanalistas para no cagarse de hambre con el legado de Freud y tener la agenda cargada de pacientes. Así, con el cuerpo colmado de sensación de alivio luego de cumplir con el objetivo de escaparse de una vida de mierda, esa vida que se le escurría acorralado entre un trabajo rutinario e insípido y un matrimonio sin sentido, la mente de Ernesto se relajó. Y el sueño lo enredó entre algunas de las mujeres que habían pasado por su vida en la última semana.

Primero apareció Laura. Pero no era la Laura de ahora, esa que había tomado tanta distancia de Ernesto que parecía una extraña más. Era la Laura de la Facultad. Laurita. La chica refinada que lo cegó. El cuerpo de Laura todavía no se había transformado en un eslabón perdido entre un reptil y una mujer. Aparecía desnuda, pidiendo una tarde sexo sin condicionamientos. Pero sus piernas interminables se habían transformado en tentáculos que lentamente comenzaban a asfixiar a Ernesto y a todos los hombres, todos desconocidos, que desfilaban por su sueño sin pedir permiso.

Ernesto se despertó algo sobresaltado. Todo transpirado. Tardó en ubicarse. Le costó darse cuenta de que estaba en la habitación del Gordo Salvador hasta que vio el inconfundible y destartalado televisor que colgaba de la pared. Se incorporó y miró la hora. Apenas había dormido unos veinte minutos y se sentía más cansado que antes de recostarse. Fue al baño, tomó un poco de agua de la canilla y volvió a la cama. Más allá del temor de que la pesadilla se repitiera, cerró los ojos nuevamente. Y que fuera lo que los dioses de los sueños quisieran...

No tardó demasiado Ernesto en conciliar otra vez el sueño. Por suerte, Laura y sus tentáculos malditos se habían esfumado para dejarle paso a la avasallante Lola. Tenía razón el Gordo Salvador. Ernesto dejaba asomar los colmillos cuando la veía. Los sueños, como los locos y los chicos, no mienten. Lola volvió a aparecer con su bikini diminuta, esa que estaba a dos nudos de dejarse caer para dejar de cubrir su cuerpo pirotécnico. Lola corría por la playa y Ernesto la seguía con la atención de un juez de silla de tenis. Ella lo miraba fijo a los ojos y lo invitaba a que la siguiera al mar. La imagen era tan vívida, tan real, que Ernesto volvió a despertarse. Sobresaltado. Transpirado. Y con una erección que hacía mucho tiempo no tenía.

Volvió a mirar el reloj. Ya eran las seis de la tarde y seguía solo en el taller del Gordo Salvador. Sin poder dormirse nuevamente y todavía excitado por el sueño con Lola, tomó una de las revistas de cómics para adultos decidido a descargarse. Sin embargo, mientras resolvía su apremio sentado en el borde del inodoro, se miró al espejo y se dio cuenta de que el tiempo había causado estragos con su cuerpo. La imagen de un viejo con anteojos de leer masturbándose en un baño lo deprimió a tal punto que no pudo terminar con su tarea. Tiró la revista por ahí y se acostó otra vez en la cama.

Ya sin ganas de dormir y con los ojos llorosos, Ernesto encendió el televisor y se puso a ver un partido de fútbol viejo que miró casi sin prestarle atención. Era un River-Argentinos Juniors de la década del 80. Vio que estaban Francescoli y Borghi, pero mucho no le interesó. El partido quedó de fondo, como un dibujo de naturaleza muerta. Es que Ernesto no podía dejar de pensar en la triste imagen de ese viejo haciéndose la paja. Era él. Era una imagen demoledora. En realidad, era un disparador. Ernesto no podía dejar de pensar si esa vida de mierda que vivía, esa vida de mierda de la que escapó por la puerta trasera, no era mucho más cómoda de vivir que esta aventura sin rumbo ni destino que acababa de empezar a vivir.

22/12/15

La vida suelta de Ernesto XXIII (...)

La habitación en la casa-taller del Gordo Salvador era chiquita. En menos de cuatro metros cuadrados y sobre un frío piso de cemento alisado, además de Ernesto, entraban una vieja cama de resortes de una plaza y media, una bibloteca pequeña que hacía las veces de mesita de luz y un televisor algo destartalado de 14 pulgadas que colgaba a media altura sobre el pie de la cama. No era una pieza de servicio ni un cuarto de huéspedes. Se trataba de la habitación del Gordo Salvador, que apuró la inminente decisión de irse a vivir con Silvina, Lola y Mechi para hacerle lugar a su viejo amigo.

La habitación estaba al final de ese ambiente enorme que funcionaba como taller. Junto a la pieza, casi en suite (es una forma de decir, claro), estaba el pequeño baño, con todo lo necesario para vivir: inodoro, bidet, ducha y lavatorio. La limpieza casi obsesiva del baño, cuya pulcritud parecía extraida de un hotel cinco estrellas, contrastaba con el olor a herramientas oxidadas y a grasa que predominaba en la casa-taller de Salvador.

Ese aroma a galpón, sin embargo, le traía excelentes recuerdos a Ernesto, que a través de su capacidad olfativa viajó mágicamente en el tiempo hasta llegar al viejo taller de su abuelo Ricardo, donde pasó muchas de las mejores tardes de su infancia. Es que Ricardo, el padre de su mamá, lo llevaba dos o tres veces por semana al taller. Es más, casi siempre iba con Salvador, que nunca tenía con quien quedarse por la tarde, tras ir juntos a la escuela, y fue quien heredó toda la sabiduría mecánica del viejo.

A Ernesto, en cambio, no le interesaba demasiado el arte de reparar autos. Sin embargo, allí se encandilaba con las anécdotas de Pérez y de González, los dos eternos empleados de su abuelo. Pérez era alto, muy alto, y se distinguía por su cabellera azabache que gracias a la tintura de la época se mantenía artificialmente inalterable. González, en cambio, era un alfeñique, todo desgarbado. Lo que más le llamaba la atención a Ernesto eran sus manos que decididamente no correspondían con su cuerpo: eran enormes y hasta el meñique parecía tener desarrollada la musculatura. Pérez y González tenían más historias que la biblia. Y el pequeño Ernesto se deslumbraba cuando los escuchaba hablar de minas y de burros mientras invertía litros y litros de agua caliente para cebarles interminables tandas de mates amargos. Con Pérez y González, a escondidas de Ricardo, Ernesto le dio sus primeras pitadas a un cigarrillo. Era un 43/70 de los que González fumaba casi sin parar. Fue, sin dudas, el germen de su adicción por los Parisiennes.

Acostumbrado a la escenografía, a Ernesto no le importó demasiado el desorden ni el chatarrerío. Después de aceptar la propuesta del Gordo y de convertirse en su empleado, al menos hasta conseguir algún otro trabajo, decidió festejar su nueva vida con una siesta. No tardó demasiado en quedarse totalmente dormido. No tardó demasiado en soñar con una nueva vida.

La vida suelta de Ernesto XXII (...)

-A partir de ahora, vos vivís en mi casa y, además, sos mi empleado.
-Pero, Gordo, yo no sé ni cómo se agarra un pinza pico de loro.
-No me importa. Acabo de decidir que a partir de ahora tengo un empleado al que le voy a pagar... A ver... ¿cuánto te puedo pagar? A ver... Ocho lucas, con alojamiento y comida garantizada. ¿Te cierra?
 -Vos estás loco, Gordo. -¿Qué? ¿Querés más? Hasta diez lucas te puedo pagar... ¿Cuánto ganabas allá en esa empresa de mierda en la que trabajabas como un boludo? ¿Querés lo mismo? Yo te lo pago.
-Dejate de joder. Me quedo unos días y veo si consigo trabajo de algo. Ya se viene la temporada y seguro que algo sale –le replicó Ernesto-. Además, por lo que veo, a vos no te sobra nada como para regalarme diez lucas por mes.
-Vos no entendés nada, flacucho. Ya te voy a contar la verdad de la milanesa sobre el Gordo Salvador... Lo único que me falta es ser el intendente de Gesell. Vos ya sabés: acá tenés cama, comida y laburo. No creo que consigas algo mejor, pero si querés, probá. Eso sí. Un consejo. Ojo con Lola. Te vi cómo la mirabas. Es muy chiquita para vos...
-Gordo... Después de lo que pasé con Laura, no quiero saber nada con nadie –se excusó Ernesto-. Antes de volver con una mujer, me hago trolo. Vení, dame un beso, gordo puto...
El Gordo se rió con ganas. No le creyó nada. Ernesto, a ciencia cierta, tampoco se creyó lo que dijo...

La vida suelta de Ernesto XXI (...)

Todo lo que Lola le había anticipado en el encuentro bajo la lluvia tras el rescate de Coco era cierto. Caminaron juntos por el Paseo 132 hasta llegar a la casa del Gordo Salvador, que estaba dos casas antes del bonito chalet en el que vivía Lola, su hermana Mechi y su mamá, Silvina. La casa del Gordo Salvador no era una casa. Al menos, no lucía como una casa normal. En el frente, detrás de un alambrado precario, se acumulaban chatarras oxidadas que sólo dejaban un pequeño camino para la entrada de un garaje sin puerta. Había un cartel, también bastante precario, que decía “TALLER”, acompañado, con letras más chicas, con la leyenda “Arreglo todo lo que me traigan. Desde una máquina de coser hasta un portaaviones. Todo lo que llega sin funcionar se va de acá funcionando”. Ernesto no pudo evitar sonrojarse cuando vio semejante mensaje. Lo que se puede rotular como un optimista de la reparación.
-¿De qué te reís, Ernesto? –preguntó Lola antes de seguir camino.
-Es que no caben dudas de que acá vive Salvador. Otra persona no podría haber escrito semejante cartel... -le respondió Ernesto tratando de frenar una carcajada tras volver a leer la leyenda.
-Vos te reís, pero el hijo de puta, no sé cómo hace, pero arregla todo. Eso sí, todavía no le trajeron un portaaviones. Pero la otra vez arregló un helicóptero que tuvo que aterrizar por acá. Iba un tipo importante…
-¿En serio? Mirá que Salvador es un mentiroso serial... Yo lo conozco bien.
-Puede ser, pero acá no miente. Además, está lleno de plata. Siempre come en lo de algún vecino. Ni en comida gasta. Ya te vas a dar cuenta que yo tampoco miento... Bueno, te dejo solo. Tengo que ir a mi casa. Después nos vemos, ¿no? -Sí, sí... Gracias por traerme hasta acá…
-No, gracias a vos. No te olvides de que a partir de ahora sos mi héroe.
Lola estiró los brazos hasta los hombros de Ernesto, se puso en puntas de pie y le dio uno de esos besos engañosos, mitad mejilla, mitad comisura de los labios. El ruido de "chuik" no hizo más que perturbar otro poquito a Ernesto, que seguía maravillado con el cuerpo, tan arrollador como la personalidad de la pequeña Lola. Tanto es así que se quedó parado viendo cómo se alejaba hasta meterse en dentro de su casa y casi que por un instante olvidó de que tenía que ver la forma de entrar a la casa taller de Salvador, que no tenía timbre ni nada que se le parezca para anunciar su llegada.
Primero ensayó unos aplausos tímidos, luego probó con unos golpes en el portón del garaje, casi tan oxidado por la sal como casi todas las chatarras que reposaban en lo que alguna vez fue un jardín. Salvador no respondía y Ernesto, sin idea de donde buscarlo, eligió quedarse sentado en un tronco seco que asomaba entre el chaperío.
Fue entonces cuando volvió a aparecer Lola con su bikini rojo ceñido, pero esta vez trepada a caballito del Gordo, a quien le tapaba con fuerza los ojos mientras lo guiaba como si fuese un buey cansado.
-¡Mirá a quién te traje! ¡Mirá a quién te traje! Me parece que alguien que se puso otra vez de novio con mi mamá tiene una sorpresa... –gritó Lola en un volumen tan alto que hasta en Mar de las Pampas deben haber escuchado su vocecita.
Cuando Ernesto se paró frente a ellos, Lola destapó los ojos de Salvador y el Gordo, sin dudarlo se abalanzó encima de su viejo amigo, todavía con la diminuta y explosiva Lola montada en su lomo. Fue el abrazo más fuerte que sintió en su vida. Fue como una avalancha de afecto que apagó el incendio interior que tenía Ernesto luego de sentirse la nada misma por su insípida vida con Laura.
-Hijo de puta. Por fin viniste a visitarme. ¿Y la cogotuda de Laura? ¿Dónde la dejaste? Vení, vení, que vamos a tomar mate a lo de Lola y me contás todo. –le dijo Salvador, ya sin Lola a cuestas, mientras seguía abrazando Ernesto como si fuera su mascota predilecta.
-¡Silvina! ¡Gordita! Vení. Vino Ernesto, mi hermano de la vida. –vociferó el Gordo que necesitaba ocho cuerpos como el de él para que le cupiera la alegría por ver a su amigo. Y ahí apareció Silvina, una fotocopia excelentemente añejada de Lola, de la mano con una nena de tres o o cuatro años que era Mechi, otra fotocopia pero en miniatura de Lola.
-Así que vos sos el famoso Ernesto –se acercó Silvina y lo abrazó-. Este habla de vos como si fueses el Che Guevara. Vení, pasá, que seguro que tienen mucho que hablar. Las chicas y yo tenemos que ir hacer las compras.
-Bueno, gracias... Veo que acá, salvo por Salvador, la belleza es el denominador común –tiró Ernesto como para agradecer tanta buena onda.
-Dale, boludo. Dejá de decir estupideces y contame qué te trajo por acá –lo interrumpió el Gordo.

La vida suelta de Ernesto XX (...)

Ernesto odia la Navidad. En realidad, Ernesto odia todo lo que tiene que ver con festejos o con celebraciones multitudinarias. En el único lugar donde la pasa bien, sin importar si estaba apretujado como las anchoas en un frasco de aceite, es en la cancha. El fútbol lo abstrae del siempre incómodo calor de las masas. No hay otra excepción. Ni en los recitales de sus bandas favoritas de la adolescencia ni en las reuniones de fin de año ni en los casamientos, bautismos, fiestas de 15 y cualquier ocasión que se le pueda ocurrir a alguien que implique la presencia de mucha gente. Más de diez personas juntas en un ambiente, por más que el ambiente fuese amplísimo, es motivo de molestia para Ernesto. Por eso, cuando Lola lo invitó a pasar las Fiestas junto a su familia y la del Gordo Salvador, el hombre vaciló hasta que se dio cuenta de que no podría encontrar ninguna excusa válida para recluirse y tomar cerveza helada solo hasta no acordarse.

14/9/15

La era del Cuero (...)

Dice Mauricio Cuero que en los entrenamientos lo cargan porque siempre hace la misma jugada. Jura que siempre termina en gol. Corrida hasta el fondo, enganche para adentro y cordonazo con el borde interno del botín derecho para que la pelota viaje con una comba perfecta al ángulo del segundo palo. Imposible para el arquero. Pero lo hace en los entrenamientos. Imposible de comprobar, más allá de la complicidad de los compañeros, el cuerpo técnico y algún que otro testigo ocasional.

Dice Cuero que se tiene una fe ciega. Va rápido como casi ningún otro. Es el hijo del viento, pero de un viento tan endiablado que a veces se termina enredando producto de esa confianza que le imprime su velocidad y su rara gambeta. Corre sin parar. Y los defensores todavía lo siguen corriendo.

Nació un 28 de enero en San Andrés de Tumaco, una importante ciudad portuaria del sur de Colombia, muy cerca del límite con Ecuador. A su ciudad natal le debe su apodo. Es que en su país, cuando empezó a lucirse con la pelota debajo de la suela y ya asomaba con sus ráfagas en La Equidad, lo bautizaron como “La Perla del Pacífico”.

En Argentina llamó la atención con sus corridas con la selección juvenil de Colombia en un Sudamericano Sub 20. Parecía predestinado, como tantos otros, a viajar a Europa para triunfar. Pasó por España y Francia, pero sin pasaporte comunitario no le alcanzó con su velocidad para seducir a los entrenadores de Mallorca y Bastía. Recaló en Rumania, en el Vaslui, y no le fue bien. Tal vez extrañaba los 28 grados de temperatura promedio y esa lluvia tropical que no deja de caer en su Tumaco.

Así fue cómo volvió a América, pero el destino no sería su Colombia, sino la Argentina. El tumaqueño llegó a Olimpo y en Bahía Blanca jugaban apuestas para ver si era más rápido que el viento. Y lo era. Y eso que el viento va rápido por allá. Pero no todo fue vértigo. Su gol contra Quilmes, el único de su cosecha por allá, incluyó un festejo apoteósico con coreografía combinada con un cartel de la publicidad estática. Cien por ciento cuero.

Así fue como llegó a Banfield. Al principio, iba tan rápido que lo hacían correr demasiado. Jugaba de puntero, pero al mismo tiempo era mediocampista y marcador lateral. Y el sacrificio no le era gratuito. Muchas ocasiones de gol desperdiciadas, casi todas por llegar apurado al lugar donde hay que tener calma. De la ovación a la puteada fácil, víctima de la ciclotimia del hincha promedio.

El domingo, sin embargo, reinó la calma. Y jugó uno de esos partidos consagratorios. Por más que su paso sea efímero y que dentro de poco vaya por su revancha a Europa, el tipo se hizo gigante en un clásico. Y de visitante. Dejó su huella con sus corridas. Volvió loco a su marcador que se cansó de mirarle la espalda y terminó pegándole un patadón que le valió la roja porque no encontró nunca la manera de frenarlo. Ni así pudo el cuatro de los otros. Porque siguió corriendo. Ya no es más “la Perla del Pacífico”. Ahora es el “Diamante negro del Sur”. Dirán los libros que la era del Cuero comenzó un 13 de septiembre de 2015. Y la historia volverá a empezar... Aunque ya nada será igual.

Dice Mauricio Cuero que en los entrenamientos lo cargan porque siempre hace la misma jugada. Jura que siempre termina en gol. Corrida hasta el fondo, enganche para adentro y cordonazo con el borde interno del botín derecho para que la pelota viaje con una comba perfecta al ángulo del segundo palo. Imposible para el arquero. Pero lo hace en los entrenamientos. Imposible de comprobar, más allá de la complicidad de los compañeros, el cuerpo técnico y algún que otro testigo ocasional. El domingo lo hizo en un partido. En el partido. En la cancha de la contra. Con unos pocos miles que quedaron aún más congelados. Corrió, frenó, enganchó, miró el ángulo y la pelota fue allá, lejos, muy lejos, de un arquero que miró y miró y se resignó. Después, como todos saben, siguió corriendo. Lo hizo para pasar a la inmortalidad. Porque a partir de ahora y para siempre será “el clásico del golazo de Cuero”.

8/9/15

La casa de los Gordos (...)

En el barrio los llamaban los Gordos. Eran cuatro hermanos, tres hombres y una mujer, que vivían en una misma casona que ocupaba tres lotes, unos 25 metros, sobre la calle Manuel Castro. Lo curioso es que los Gordos no eran gordos, pero sí eran muy viejos. Tan viejos eran que, en el tiempo que pasó entre que dejé de ser un chiquilín inquieto para convertirme en un adulto aburrido, los gordos que no eran gordos se fueron muriendo uno a uno hasta dejar la casa vacía.

Creo que se llamaban Alfredo, Juan, José y Margarita. Creo, aunque muy probablemente esté equivocado porque la memoria desde hace tiempo pierde por goleada con la imaginación. Los Gordos pasaban gran parte del día en la puerta de su casa sentados en unas banquetas destartaladas. Cada vez que pasaba por ahí, y lo hacía varias veces por día, los viejos estaban haciendo “frente”.  Los  cuatro eran solteros y no tenían hijos. Eran ellos cuatro y su casa.

Como si se tratara de un ritual, pasadas las nueve de la mañana y luego cerca de las seis de la tarde, uno de ellos salía con un plato hondo de chapa y un tenedor a dejarles comida a los pájaros. Era un menjunje de miga de pan y leche que los gorriones y palomas se devoraban con devoción. Yo los saludaba con suerte diversa. A veces me devolvían el “hola” con un amigable “buenas”. Otras veces me ignoraban. Y tenían sus motivos. Yo era el pibe que dos por tres  les interrumpía la siesta, una cuestión cuasi religiosa para los cuatro gordos que no eran gordos sino viejos para pedirles que me devolvieran la pelota de fútbol que una y otra vez caía en su casa.

Es que esos tres lotes, con poca profundidad y mucha horizontalidad, daban al fondo (en realidad, al costado) de la casa de mis viejos. Digo daban porque ya no dan más: mis viejos hace unos años vendieron una parte de la que era su casa, justo la que daba, medianera enorme mediante, con la casa de los Gordos. Y yo, gran promesa de tronco luego ratificada, me cansaba de tirar la pelota al lado. En realidad, no sólo yo la tiraba afuera. También lo hacían mis amigos, mi hermano, hecho con la misma madera que yo, y los amigos de mi hermano. El problema es que el que siempre tenía que ir a buscar la pelota era yo. Y no era por ser boludo (algo que sigo siendo), sino porque las pelotas que había en casa eran mías... Entonces, para recuperarlas, siempre tenía que ir a poner la cara, ofrecer disculpas y prometerles en vano a los Gordos que íbamos a tener más cuidado y que no los molestaríamos más.

Es imposible olvidar lo mal que lo pasaba en esos 50 metros que debía recorrer desde mi casa hasta la de los Gordos, que estaba a la vuelta. El momento de mayor tensión, el momento en que todo se me fruncía, era cuando llegaba y golpeaba en la puerta. Es que la casona era tan vieja que no tenía timbre. Tenía una mano de metal súper pesada, con los dedos amuchados (como haciendo “qué te pasa” pero al revés), a la que había que darle envión para golpear una madera que sobresalía del portón de doble hoja. Era un golpe seco que se multiplicaba por tres. Tac, tac, tac.

Había que esperar. Cuando no hacían “frente” era imposible saber si estaban despiertos o no porque los enormes ventanales estaban siempre cerrados. Ni siquiera estaban levantadas las mirillas de las persianas. Del lado de adentro todo era oscuridad. Al minuto más o menos se escuchaban a lo lejos algunos pasos y una pequeña discusión. Generalmente, el que atendía era Don José, que siempre andaba con la barba crecida y, sin pudores, se mostraba con una camiseta rosa con tres botones, tiradores y un pañuelo atado al cuello. “Otra vez vos, pibe. Otra vez tirastes (con ese) la pelota. Mirá que sos maleta, eh... Aguantá que te la alcanzo”, refunfuñaba.

El problema mayor surgió cuando Don José se murió. Fue al poco tiempo de la partida de Alfredo, que era el más viejito de todos. De modo que los cuatro hermanos, en menos de seis meses, pasaron a ser dos. Y los dos que quedaron no eran los más amigables. De hecho, la primera vez que doña Margarita atendió mis requerimientos futboleros fue terrible. La pelota apareció pinchada, con un tajo que cualquier perito, incluso el menos avispado, hubiese calificado de intencional.

A los dos días la escena se repitió con otra pelota, la otra que teníamos, una con los gajos de cuero resecos que si hubiese durado unos años más se habría convertido mágicamente en pelota de rugby. La bola, como se imaginan, volvió con otro tajo similar. Muy sospechoso todo. Tan sospechoso que obligó a replantear la estrategia de recuperar las pelotas por las buenas, sobre todo para no tener que llevarlas a la casa de deportes para hacerlas resucitar con el cambio o emparche de la cámara.

El plan era  ir a buscarlas y evitar Juan y Margarita se enteraran del asunto. No era demasiado complicado llegar a la casa de los Gordos desde lo de mis viejos. La cuestión es que según el lugar donde cayera la pelota había que invadir otras dos propiedades. Así, luego de algunos días de estudio, llegué a la conclusión de que las excursiones sólo podían hacerse de noche. Eso evitaría problemas, sobre todo con los otros vecinos. Todo según la lógica poco lógica de un chico...

La medianera que separaba mi casa de la de los Gordos era demasiado alta y resultaba imposible treparla para llegar sin escalas. Por eso, primero había que entrar a la casa de Don Antonio. Eso no era difícil porque Don Antonio vivía en la parte de arriba de mi casa. Como compartíamos el tanque de agua y el bombeador, que estaban camuflados detrás de un montón de plantas, había una puerta que comunicaba los dos terrenos. La puerta siempre estuvo sin llave y conducía a una escalera que desembocaba en el patio terraza de la casa de Don Antonio. Desde ese lugar, con un pequeño salto, se llegaba sin demasiado esfuerzo al techo de chapa del galpón de uno de los lotes de la casa de los Gordos donde habitualmente caía la pelota. Por lo tanto, linterna en mano, hacía ese simple recorrido para recuperar el vital elemento futbolístico (¡vaya eufemismo para no repetir pelota o no escribir balón!). Ya no era una pesadilla tirarla al lado. Era algo así como el inicio de una gran aventura.

En otras ocasiones, la pelota viajaba un poco más lejos y para llegar de forma más segura había que no sólo pasar por el patio-terraza de la casa de Don Antonio, sino que también había que intrusarse en la casa de Teresa y desde ahí saltar al techo de chapa de otro galpón que estaba un poco más alto en otro lote de lo de los Gordos, el que estaba más cerca de la esquina. Implicaba mayores riesgos. Era una excursión repleta de adrenalina para un chico de 12 años. El mejor recuerdo fue justamente la peor noche, cuando me resbale y me caí porque una chapa se abrió al medio. Zafé de cortarme con la placa de zinc totalmente oxidada. La que no zafó fue la linterna, que se rompió toda. No se veía nada. Por suerte, luego de contener las enormes ganas de largarme a llorar, por el golpe, por la linterna hecha pedazos y por el cagazo que me agarró, me las ingenié para trepar en la oscuridad y volver todo machucado a casa. Al otro día, al pasar por lo de los Gordos, vi cómo Margarita ordenaba todo el desastre que le había dejado. Me dio pena, pero no podía hacerme cargo... Por aquellos tiempos hiperinflacionarios se rumoreaba en el barrio que había chorros que pasaban de casa en casa por los fondos. Creo el rumor estaba infundado. No eran chorros, sino un buen pibe que buscaba recuperar lo que era suyo.

Más allá del incalculable valor de los tres lotes enclavados en la zona más residencial de Banfield, ya casi no queda casi nada de aquella casa de fachada sombría y ajada que irradiaba terror entre los pibes del barrio. La casona sigue en pie, pero erosionada por los litigios judiciales entre una vecina pícara y un párroco no menos pícaro que intentaron sacar tajada de la senilidad de los viejos. Los dos, por ahora, siguen con las manos vacías. Hace unos años el frente que algún momento supo ser hermoso fue tapiado por algunos vecinos atemorizados por la posibilidad de que el terreno se convirtiera en un aguantadero. El muro sirvió para desalentar a los ocupas, pero terminó por matar a la casa de los Gordos, que se asoma por detrás de ese muro de ladrillos huecos y grises apilados en forma desprolija. Sin vida y sin siquiera fantasmas. Con apenas un recuerdo transformado en cuento.

1/7/15

El jueves negro en el Pacaembú CBF (...)

Se pudrió todo ese jueves. Pero todo, eh. La verdad, a ciencia cierta, era imposible imaginar que podríamos ser protagonistas de semejante escándalo. Un despelote con todas las letras. Pero sucedió. Y la historia, por más que querramos olvidarla, no la podemos cambiar. Sirenas por doquier, dos ambulancias, cuatro o cinco patrulleros, un par de nosotros que terminamos en el hospital, otros que terminamos en cana y uno que volvió a su casa y le pidió, todavía con las canilleras puestas, el divorcio a su mujer. Y todo eso pasó después de uno de los tantos partidos de los jueves que terminó siendo único. Lo raro, lo más raro de todo, fue que nunca habíamos vivido algo igual. Ni el jueves anterior ni el primero de todos los jueves que iniciamos este inmodificable ritual. Y más raro aún es que tampoco volvimos a vivir nada igual. Por que, como no podía ser de otro modo, el jueves siguiente, como si nada hubiese pasado, volvimos a jugar. Y todos los jueves posteriores nos juntamos otra vez y jugamos, como sucederá, espero, durante muchísimos jueves más. Y estoy convencido de que no volverá a pasar. Porque ese jueves, en serio, se pudrió todo.

Jueves 25 de abril de 2013. No me puedo olvidar de la fecha porque además fue el día después de mi cumpleaños número 40. Para agasajar a mis compañeros y amigos de fútbol, había llevado una picada para compartir con las habituales cervezas regenerativas post partido como aperitivo de una importante choriceada. Una picada y una choriceada que nunca comimos. Los chorizos, imagino, los recalentaron y se los vendieron a los clientes que vinieron al otro día. Imagino que no los tiraron a pesar de que más de una botella de cerveza voló y estalló en la zona lindera a la parrilla dejando esquirlas de vidrio verde por todas partes.

Ahora, mientras escribo estas líneas, me gustaría averiguar quién se comió la picada. Era una tabla espectacular, como para 20, con aceitunas de todos los colores y gustos, berenjenas en escabeche y ajíes en vinagre... Para mí que la picada se la comió Oscar. Y, la verdad, se lo merecía. Si le rompimos todo aquella noche de jueves. Pobre viejo. Al menos se dio un gusto después de tanta malasangre. Seguro que se hizo un “permitido”, como decimos los que debemos hacer dieta en forma crónica y vivimos engañándonos con “permitidos no permitidos”. Calculo que tanto fiambre le haría volar por las nubes la presión y los triglicéridos, a los que dos por tres maldice porque siempre le dan altísimos en los análisis de sangre. La picada le tiene que haber caído como una bomba... Pero, insisto, se la recontramerecía. Además, debe haber tirado como cinco días con semejante tabla. El viejo debió quedar agotado después de pasar toda la noche juntando vidrios, limpiando los manchones de sangre y ordenando todo el desastre que le dejamos. Se merecía mucho más que una picada para 20. Se merecía el Nobel de la Paz.

Tiempo después me enteré que fue el propio Oscar el que intercedió rápidamente con el dueño, Ezequiel, el hijo del finado Ramón, para que volviéramos a jugar ahí, en las canchitas del Pacaembú CBF, después de ese jueves negro. Y no creo que haya sido un acto de retribución por la picada que ligó de rebote. El viejo, un grande, nos quiere como a su familia y nos debe haber protegido un poco. Es que el hijo del finado Ramón se había vuelto loco cuando se enteró que su “local” (lo llama así el muy turrito, no le dice “canchitas” como todo el resto de los mortales) había sido el escenario de un violento hecho policial. Esa misma noche, en realidad en la madrugada del viernes, Ezequiel, recaliente, me había dejado un par de mensajes en el celular. “No los quiero ver más, manga de boludos. Me cago en la amistad que tenían con mi viejo. Búsquense otra cancha”, decía uno. Y el otro seguía: “Ah, me olvidaba... Ayer se fueron sin pagar. Y tengo que sacar las cuentas para ver cuánto me deben por todos los destrozos que causaron, animales”. Me molestaron un poco las formas. Pero en el fondo, debo reconocerlo, algo de razón tenía... Por eso no lo atendí ni lo mandé a la puta que lo recontraparió...

Sin embargo, el sábado, cuando pasé con Manuel y Fidelito para saldar las deudas, Oscar me dijo que Ezequiel lo había pensado mejor y había cambiado de opinión. Que éramos clientes de toda la vida, que Ramón no se lo perdonaría desde el cielo y le ordenó que nos dijera que, si queríamos, podíamos volver a jugar en el Pacaembú... Siempre y cuando le prometiéramos que nunca más armaríamos semejante escándalo. Parecía extraña tanta amabilidad viniendo de Ezequiel, que sólo pisaba el “local” para buscar la recaudación, que nunca saludaba a nadie a pesar de que todos los conocíamos de pibito. Era un chetito malcriado. Nada que ver con Ramón que era puro barrio. Ezequiel se había llevado toda la genética de la muy conchuda de Silvina, su mamá.

La cuestión es que cuando Ramón se murió, el año pasado, le dejó las canchitas al pibe. Pensábamos que las iba a cerrar y que iba a dejar a Oscar sin trabajo y a nosotros sin nuestro lugar sagrado de los jueves. Estuvimos muy preocupados. Pero Pacaembú CBF es una mina de oro. Y al pibe le gusta más la guita que las minas. Pensándolo bien, entre nosotros, al pibe nunca lo vi con una mina. Tampoco le gusta demasiado el fútbol. No me extrañaría que sea un poco trolo...

Antes de morirse, Ramón había invertido bocha de dinero en el viejo Pacaembú: las canchas de tierra pasaron a ser de alfombras de caucho de última generación, transformó el quincho que estaba repleto de recuerdos y secretos, el del tablón con caballetes, en un buffet que merece ganarse como mínimo una estrella Michelin... Te lo resumo con un dato: la Brahma y la Palermo casi siempre tibionas pasaron a ser Stella Artois y Heineken frappé. Y las empanadas tipo canastita que hace la nieta de Oscar son una cosa de locos que superan ampliamente los siempre bien venerados pebetes que transpiraban grasa debajo de la campana de vidrio. Otro detalle de luxe: el agua caliente, después de décadas, llegó a los vestuarios, que ahora hasta tienen espejos y lockers. Parece, y no es joda, el vestuario de la cancha del Barcelona.

El pobre Ramón puso la guita, pero no lo pudo disfrutar. Increíblemente, le agarró un infarto el día anterior a la inauguración. El corazón no resistió tanta ansiedad, a tanto entusiasmo por ver concluido un proyecto que siempre había soñado. Tampoco resistió a la pendejita que se estaba comiendo. Un año antes se había separado de Silvina y estaba reconstruyendo su vida con una pibita del estudio. Pibita... Más que pibita, era una bestia la morocha. Dicen que se había tomado la pastillita azul antes de meterse en la catrera. Y, pumba. No la contó más. Ezequiel heredó el negocio y no para de levantarla en pala. Ojo, ya que estoy hablando de pala... Para mí, además de un poco trolo, el pendejo tiene pinta de falopero. Pero no se lo digan a nadie. Tal vez es un prejuicio mío porque pienso que ligó todos los genes de la conchuda de Silvina, que desde que la conozco vive empastillada.

Por suerte sigue estando Oscar. El viejo es Matusalén: tiene, como mínimo, 90 años. Es más, es viejo desde que tengo memoria. Sus amigos le dicen el Gallego. Nosotros le decimos Oscar, a secas, sin don ni ningún otro título nobiliario. Vino de España de “chiquitu” y jamás perdió el acento de su Pontevedra natal. Habla todo “cerradu”. A veces no se le entiende un “caraju”. Sobre todo, a medida que fue perdiendo el comedor y se transformó en “bidente”. Con be larga, eh, nada que ver con los adivinos...
Oscar se había jubilado por una discapacidad que nunca supimos bien cuál era porque al viejo, salvo la cuestión dental que disimulaba con su frondoso bigote, se lo veía entero. A partir de entonces se encargó de administrar el campito en el que cuando éramos chicos jugábamos todos los días de la semana, de domingo a domingo. Siempre estaba ahí. Los pibes del barrio, los mismos que aquel jueves casi causamos una tragedia, nos juntábamos todas las tardes ahí hasta que nuestros hermanos mayores nos sacaban a las patadas. Y después venían los viejos, nuestros viejos, y los sacaban a ellos a patadas. Así, democráticamente, se repartían los turnos del baldío: matiné, vespertino y trasnoche. Todo con la venia de Oscar, obvio...

Con el paso del tiempo, el campito se recicló en un complejo de canchas de fútbol. Todo gracias a Ramón, que apenas ganó sus primeros juicios como exitoso abogado, antes incluso de comprarse su propia casa y de irse de lo de sus viejos, se transformó en el propietario del baldío luego de una serie de arreglos con la Municipalidad. Lo alambró, dividió la cancha de once, que en realidad era de nueve, como la de Piraña, en tres canchitas de papi, pero de tierra y conchilla. También armó una casita al fondo para que allí viviera Oscar. Así fue como Ramón, que era muy amigo de mi hermano, se transformó en el dueño de Pacaembú CBF. Se llamaba Pacaembú por la admiración de Ramón por Sócrates, Corinthians y toda esa historia de la Democracia Corinthiana. Durante mucho tiempo creímos que CBF era por la Confederación Brasileña de Fútbol, pero en realidad fue una casualidad. CBF eran las siglas de Complejo Barrial de Fútbol.
La idea de Ramón era tener una cancha para sus amigos y para los amigos de sus amigos. Pero tuvo tanta visión, por no decir tanto culo, que a los pocos años se produjo una explosión inmobiliaria en el barrio y casi todas las casitas bajas y chalets se transformaron en torres de 20 pisos mínimo. Lo que para la mayoría de los viejos vecinos era una mierda porque el barrio perdía su identidad, para Ramón se convirtió en un negoción. De tener, como mucho, 20 potenciales clientes, las canchitas pasaron a tener 400. O más. Y el Pacaembú se fue para arriba. Está siempre lleno. Eso sí, por más que venga un jeque de Arabia Saudita, nosotros nunca perdimos nuestro turno de los jueves a las 10 de la noche. Ni siquiera después del escándalo de aquel jueves.

Pero volvamos a ese maldito jueves negro. Como les decía, era el jueves posterior a mi cumpleaños de 40 años. Estábamos casi todos los “titulares” o “fijos”: Manuel, Fidel, Fidelito, Felipe, Matías, Pancho, Minucho, Francisco y yo. Sólo faltó el Bepi, que puso una excusa muy poco creíble para pegar el faltazo... Por eso, por su condición de miembro fundacional, el Tano se ganó un lugar entre los diez que salimos a la cancha. A cinco minutos de empezar, Pancho avisó que había pinchado una goma del auto, que iba a llegar tarde. Por eso, para no quedar rengos como el auto de Pancho, Peluche completó la decena. Y, como se trataba del festejo de mi cumpleaños, habían venido Néstor, el Tanito (no el hijo ni el hermano, pero se parecen un montón), Roma, el Negro, el Uruguayo, Gastón, Pucho, Lito, Darío, Chaleco, Nico, el Coya, Miguel, Martino, Corcho y el otro amigo de Martino que nunca me acuerdo cómo carajo se llama. Ellos ya sabían que iban a mirar de afuera. La idea inicial, a pesar de que al otro día era viernes y casi todos teníamos que trabajar, era muy sencilla: jugar y después clavarse la picada y la choriceada entre birra y birra. Yo me hacía cargo del morfi. Y la bebida la costeábamos entre todos. Pero la mano, ese jueves, venía cambiada.

No habían pasado cinco minutos y a Peluche le tiró cuando quiso pegarle al arco después de gambetearme a mí, que había arrancado en el arco y, como casi siempre, ofrecí poca resistencia para salir a jugar lo antes posible. Como había tanta gente afuera, algo que no sucede casi nunca, Peluche pidió el cambio sin vacilar. Para mí, Peluche quería tomarse una cerveza. En realidad, quería tomarse otra cerveza. Es que había llegado muy temprano y, pensando que no jugaba, ya estaba entonado, casi en pedo... A Peluche, que en realidad se llama Javier, le decimos Peluche por obvias razones. El tipo es un oso, tiene pelos por todos lados, hasta en la frente. Así, casi sin probar esa pierna fea y peluda que tiene para ver si podía seguir, Peluche aprovechó la volada y le dejó su lugar a Martino, que era el único que estaba en jogging de los que estaba afuera, del otro lado del alambrado, tomándose una birra para pasar el rato.

Martino es una de las recientes adquisiciones del plantel rotativo de los jueves. Es amigo del Tano y empezó a venir para cubrir huecos hasta que quedó como alternativa. No es “titular o fijo”, pero ya está en el estadío anterior que es “casi fijo”, la misma condición que ostentaba el Tano, que fue “titular” durante mucho tiempo hasta que perdió el lugar cuando se fue a vivir a Bariloche. Entonces, heredó la titularidad Minucho, condición que no perdió a pesar de que el Tano, a los cinco años, más o menos, regresó de Bariloche y, sin vacilar, volvió a estar disponible para el partido de los jueves. Lo mismo ocurre con Corcho, el amigo de Martino, y con Roma, que no son titulares, pero son casi fijos pese a que vienen a jugar mucho más seguido que Francisco y Pancho. Incluso vienen más que el propio Minucho, que sólo perderá su condición de titular si se muda lejos o no viene por más de un año como hizo alguna vez el Tano. Parece complicado, pero lo importante es que nosotros entendemos nuestras reglas.

Lo concreto es que Martino, que se parece mucho al ahora DT de la Selección y por eso le decimos Martino pese a que en realidad se llama Miguel, entró a jugar. Y lo primero que hizo fue tirarle un caño a Felipe, como los que solía tirar el verdadero Martino cuando era jugador. Para completar la escena, para entenderla, hay que contar una intimidad: Felipe no se lo banca demasiado a Martino. No hay nada personal porque en realidad el problema de Felipe es con el Tano. Y como no se lo banca al Tano, tampoco se lo banca a Martino por el simple hecho de ser amigo del Tano. El problema de fondo, más allá de que uno es peronista y el otro medio trosko, es que el Tano, cuando volvió de Bariloche, se casó con Laurita, la novia de la infancia de Felipe y también prima de Silvina, la ex del finado Ramón. Y Felipe nunca pudo superarlo ni se lo perdonó. Ni al Tano ni a los amigos del Tano, a quienes además acusaba de “infiltrarse y contaminar con gente extraña” a la banda de los jueves. Sin embargo, la tirantez personal nunca salió a relucir en los partidos de los jueves. Hasta ese jueves, claro.

Al caño inicial de Martino lo siguió otro caño riquelmeano, acompañado por un socarrón “ole, burro” que escuchamos todos. Parecía un chiste. Nada más. Pero no. Así fue cómo se armó la gorda. En la jugada siguiente, Felipe, sacado, le tiró un terrible patadón a Martino, que se levantó, lo pecheó y lo empujó. Intentamos separarlos. Yo agarré a Felipe y Manu se puso delante de Martino. Pero Felipe estaba desencajado, se soltó y, lejos de quedarse en el molde, le acertó un trompazo a la nariz de Martino.
Tuvo tanta mala suerte Martino que, al perder la vertical, cayó dentro del arco y pegó con la nunca contra el caño de atrás, el de la base. De repente, con la cara llena de sangre, empezó a convulsionar. Francisco, a los gritos, le pidió a Oscar que llamara a una ambulancia. Mientras tanto, sin perder tiempo, Fidel, que era médico, lo empezó a asistir. Las convulsiones se frenaron de golpe y todos creímos que Martino se había ido del otro lado... Pero a los cinco segundos, los cinco segundos más largos de mi vida, Martino abrió los ojos. Lo primero que hizo fue buscar con la mirada a Felipe. Cuando lo encontró, lo enfocó y le tiró: “Estás muerto, chabón”. Y luego se desvaneció.

Al toque llegó la primera de las ambulancias. Se lo llevaron a Martino, que se fue acompañado por Fidel y por el otro amigo que nunca me acuerdo cómo se llama. Y nosotros, el resto, nos quedamos en Pacaembú. Ya sin ganas de jugar ni de comer picada o choripanes. Había sangre de Martino por todos lados. Felipe, arrepentido por el brote de furia que lo cegó, no sabía dónde meterse. Me acuerdo que me pedía el número de Martino para mandarle un mensaje. Pero lo peor de todo es que lo peor todavía no había pasado.
En el medio de todo el despelote, Corcho había desaparecido. Todos pensamos que se había ido detrás de la ambulancia. Pero no. Mientras nos terminábamos de cambiar y otros apuraban las cervezas que habían pedido antes del incidente, Corcho, de quien nadie sabía el nombre real, apareció de la nada con dos vagos enormes. Encararon derecho hacia Felipe y le empezaron a dar una paliza soberana. Yo me abalancé encima de uno, me le colgué del cogote, y me sacó como si fuera un mosquito. Lo mismo pasó con Peluche y con el Tano, hasta que Roma y el Tanito les partieron un par de botellas en la cabeza a los dos amigotes de Corcho. Piña va, piña viene, cinturonazos, botellazos, sillazos y todos los “azos” que pueden imaginar pasaron en esos diez minutos que duraron, para mi (dis)gusto, más que la Guerra de los 100 años. Se pudrió todo.

Cuando nos quisimos acordar, en el medio de todo el quilombo que se desató por la batalla campal, ya había caído la Policía. De hecho, sin darme cuenta, le tiré una trompada a uno de los canas, lo que motivó que terminara esposado y fuera sin escalas a la comisaría. La misma mala suerte corrió Roma, a quien engancharon justo cuando le estaba partiendo la enésima botella en la cabeza a uno de los amigotes de Corcho, que estaban más duros que las Rocallosas. Los dos ursos esos, que tiempo después nos enteramos que eran de la barra de Los Andes, también terminaron con nosotros en la comisaría. De hecho, pasaron un par de días adentro porque tenían antecedentes para todos los gustos. El resto, no sé por qué, zafó... A nosotros nos sacó el Tano, que era abogado y conocía al comisario. Si no hubiésemos pasado, como mínimo, toda la noche en el calabozo. El Corcho también cayó en la comisaría. No sabía dónde meterse porque se había dado cuenta de que la había cagado cuando fue a buscar a los dos barrabravas. A él también lo sacó el Tano.

Felipe, por calentón, se llevó la peor parte. Los dos monos le dieron una paliza para que no se olvidara nunca jamás y también se fue del Pacaembú CBF en ambulancia. Lo bueno es que terminó compartiendo la habitación con Martino. Y ahí, luego de pasar las 24 horas de observación juntos, los dos con conmoción cerebral y heridas leves, limaron las diferencias.

Para el que tardó mucho más en terminar la noche, a pesar de que ya era de día, fue para el Tano. Llegó a su casa cuando ya el sol pegaba sin disimulo, después de sacarnos a nosotros de la comisaría y de darse una vuelta por la clínica para ver cómo estaban Felipe y Martino. El tipo era nuestro Petrocelli, nuestro héroe. Llegó a su casa a eso de las nueve y media de la mañana, todavía en pantalones cortos, con los botines puestos y con las canilleras debajo de las medias. Laurita, la ex de Felipe, prima de Silvina, le hizo una escena cargada de reproches. El tipo se cegó como Felipe con Martino. Y casi que no lo pensó. En su lógica, después de una noche de mierda, llegó a la conclusión de que todo lo que pasó en Pacaembú había sido culpa de su mujer. Le pidió el divorcio y al poco tiempo se divorciaron.

El jueves siguiente, después de ponernos al día con todas las cuentas que nos pasó Ezequiel y de pedirle perdón a Oscar por el quilombo que le habíamos dejado, volvimos a jugar al fútbol. Lo bueno de todo esto es que el Tano y Felipe se reconciliaron después de varios años de guerra fría por culpa de Laurita, ahora ex de Felipe y del Tano. Martino, que no tuvo secuelas del trompazo y del golpazo, aceptó el ofrecimiento de disculpas de Felipe, que tampoco tuvo secuelas de la paliza que le dieron los dos monos de la barra de Los Andes. Felipe también aceptó las disculpas que le ofreció Corcho por haber traído a los dos roperos esos, que algunos meses después terminaron sumándose al staff de “casi fijos” para los partidos de los jueves. Lo mejor de todo fue que ese jueves y todos los jueves siguientes, entre cerveza y cerveza, nos cagamos de risa del jueves de mierda que había sido el jueves negro en el Pacaembú CBF.


21/6/15

La genética no falla (Feliz día, papá)

Mis hermanos mayores, como hacen casi todos los hermanos mayores con sus hermanos menores en casi todo el mundo, aseguraban que yo era adoptado, que no era parte de la familia. Se aprovechaban con toda la maldad posible de la diferencia de edad: Adela me lleva nueve años y Fernando, siete. Por eso, cada vez que me ponía fastidioso, y eso era muchas veces por día debo reconocerlo, me tiraban el dardo venenoso. Y siempre les funcionaba. Para completar la estrategia común, los dos aseguraban que un año antes de que yo llegara a la casa, ellos se habían ido de vacaciones a Disney. Juraban que había un álbum con fotos que estaba escondido en algún lugar secreto para que yo encontrara pruebas de aquella "verdad" que me revelaban a medias.

Era un juego de chicos. Yo lloraba cada vez que me lo decían. Me escondía detrás de un sillón. Y pensaba si podía ser cierto. Cuando encontraba fotos que me mostraban como bebé, Adela y Fernando se ponían de acuerdo y decían que ese sí era su hermano, pero que se había muerto al poco tiempo de haber nacido. Y decían que yo había llegado unos meses más tarde. Mis viejos lo negaban sistemáticamente, pero la duda me acechaba porque, algo paranoico como ahora, siempre percibía una mueca de sonrisa cuando me decían que no me preocupara, que era una simple broma de mis hermanos mayores.

Esa mueca no era el único indicio que me alertaba. Sin entender nada de nada sobre herencia genética había una cuestión que no me dejaba tranquilo y que alentaba la posibilidad de que la versión de mis hermanos fuese real: en mi casa era al único ser humano que amaba el fútbol. Al resto no les gustaba, salvo Fernando que algo de interés mostraba, aunque mínimo y lógico culturalmente en un país como el nuestro.

Y había un dato más contundente que era el que más me hacía creer la versión de mi supuesta falta de lazos sanguíneos que esgrimían mis hermanos: mi viejo lo odiaba y todavía tiene el mismo sentimiento. De hecho, nunca dijo tener simpatía por algún club de fútbol, nunca pisó una cancha y, como prueba irrefutable de su relación nula con el deporte en el que "veintidós boludos corren detrás de una pelota", se fue a trabajar con su taxi, sin radio ni pasacasete, durante la final del Mundial 86. Y yo no lo podía entender.

En la escuela primaria, todos mis compañeros hablaban de fútbol. Lo recuerdo como si fuera hoy: los lunes, mientras esperábamos que sonara el timbre para entrar el aula, se armaban unas terribles tertulias futboleras. Todos los lunes eran así, en las gradas del salón de actos en invierno o en el pilar que separaba el patio de baldosas del patio de tierra durante los días de otoño y primavera. Incluso, la mayoría había ido a la cancha con sus padres a ver a Boca, a River, a Independiente, a Banfield, a Los Andes... Yo miraba de afuera. Apenas había escuchado algún partido por radio y en volumen mínimo, amortiguado por la almohada, para no molestar la paz del hogar. De hecho, mi viejo aseguraba que su odio irrefrenable por el fútbol se remontaba a su infancia y se debía, entre otras cosas, a que un vecino que ponía la Spika a todo lo que daba, sábados y domingos, escuchando los partidos de fútbol.

Ojo, no era solo mi viejo el que odiaba el fútbol. A mi vieja tampoco le gustaba nada. De hecho, cuando le decía que me llevara a jugar a algún club, ella decía que no, que era mejor que jugara al tenis o al básquet, acompañado siempre la negativa por una frase lapidaria: "El fútbol es un deporte de brutos". No me quedaba otra que inferir que yo era un bruto porque el fútbol era por entonces lo único que me interesaba. Otro argumento que le sumaba veracidad a la teoría de mis hermanos sobre mi condición de hijo adoptado.

Fui creciendo y poco a poco me fue importando menos lo que me decían Adela y Fernando. Ya me daba igual. Si no eran familia de sangre, los cuatro que convivían conmigo eran quienes me querían y me cuidaban. Por lo tanto, no me importaba demasiado si era adoptado o no.

El asunto se zanjó una tarde de verano. Fue en la playa, en unas vacaciones en no me acuerdo donde. Me parece que fue en San Bernardo. O en Mar de Ajó. Estábamos con una familia amiga, los Donati. Y los chicos estábamos jugando un cabeza. Todavía no existía el fútbol-tenis, pero era lo que más se parecía. En un momento, en un intento por no perder otro punto, evito que la pelota toque la arena, pero la mando a cualquier lugar. En realidad, no fue hacia cualquier lugar. La pelota se dirigió sin escalas y a velocidad crucero a la nuca de mi viejo. El golpe no sólo lo sorprendió y lo sacudió, sino que también le hizo soltar el libro de Carl Sagan que estaba leyendo y provocó que los anteojos de sol se le cayeran a la arena. En milisegundos, el viejo se dio vuelta y gruñó. Tomó sus ojotas y pensé que se venía un castigo. Pero no. Lo miró a su amigo, Carlos, y le dijo: "¿Les enseñamos a estos pibes cómo se juega al fútbol?"

Las ojotas de mi viejo se convirtieron en un arco y las de Carlos construyeron el otro. Los dos jugaron con Diego, el más chico de todos los chicos que estábamos ahí, contra Fernando, Guillermo, Miguel y yo. Nos pegaron un baile tremendo. Carlos, se sabía, jugaba bien. Pero mi viejo fue toda una sorpresa. La pisaba con elegancia, amagaba y no erraba un pase. Y eso que el ciático, como ahora, ya le jugaba una mala pasada. Nos ganaron por afano y después nos metimos todos al mar para sacarnos la arena de encima.

Al salir del agua, mi viejo me abrazó y mientras me envolvía con una toalla para que no tuviera frío, me contó que hacía más de 40 años que no jugaba a la pelota. La vez anterior había sido con sus amigos del barrio, en un terreno baldío que estaba a la vuelta de su casa. En ese picadito, se armó una pelea, una batalla campal. Terminaron todos en la comisaría. Fue entonces cuando se había prometido no jugar nunca más. Fue entonces cuando el fútbol se convirtió para siempre en eso, "en veintidós boludos corren detrás de una pelota". Me confesó mientras me secaba que cuando era chico el fútbol le gustaba casi tanto como a mí. Pero que ese episodio que lo había mandado por única vez al calabozo, sumado a la tortura auditiva a la que lo sometía el vecino de la Spika escuchando fútbol a toda hora, lo habían puesto en la vereda de enfrente.

Fue el final de aquel interrogante sobre si era adoptado o no. Fue también la única vez que jugué al fútbol con mi viejo. Está claro que la genética nunca falla.

17/6/15

El Caño y Panchito (...)

La intuición no me traicionó. Lo presentía desde el otro fin de semana, cuando jugaba al fútbol con amigos como casi todos los sábados y tomé una triste seguidilla de malas decisiones sobre el caucho de las que tiempo atrás eran “Las canchas de los curas”. Parecían, en principio, apenas unos errores más, intrascendentes. Unos cuantos de tantos deslices, esta vez producto de los excesos del asado de la noche anterior. Como máximo, una nueva mala tarde en mi poco agraciada vida como deportista ultra amateur. Pero no era así. Nunca antes me había pasado. Nunca antes me había sentido así.

Me puse a pensar un poco y llegué a algunas conclusiones. Me lesiono cada vez más seguido. Me pierdo goles que antes no me perdía. Los compañeros de turno me putean con mayor frecuencia. De casi siempre pasó a siempre. Síntomas que se repiten. Síntomas que llevan a una conclusión irreversible. El fútbol, lamentablemente y poco a poco, me abandona. Y es una sensación horrible.

Sin embargo, lejos de resignarme ante la verdad que ofrece la realidad, sentí la necesidad de buscar el porqué. No podía aceptar que la muerte del futbolista que llevo adentro llegara de manera repentina. Debía existir alguna explicación racional o irracional que me ayudara a entender lo que me está pasando. Pensé y pensé. Primero supuse que se trataba de la inminente e irremediable llegada de los cuarenta. Pero no. Hasta que me di cuenta de que el problema real es que el sueño, todavía vigente, de ser futbolista profesional se está terminando de deshilachar.

Lo confieso: tuve que recurrir a Wikipedia para ver la luz. Joaquín Irigoytía, Gastón Pezzuti, Federico Domínguez, Juan Pablo Sorin, Sebastián Pena, Mariano Juan, Guillermo Larrosa, Walter Coyette, Gustavo Lombardi, Leonardo Biagini, Julio César Bayon, Andrés Garrone, Cristian Díaz, Germán Arangio, Diego Crosa y Cristian Chaparro. Dieciséis de los 18 jugadores que integraron el plantel que fue campeón del mundo Sub 20 en Qatar 1995, el primero de los laureles que José Pekerman supo conseguir, están retirados. Son ex jugadores o, en el mejor de los casos, son directores técnicos. Pero ya no juegan a la pelota. La dos excepciones son Ariel Ibagaza, que defiende los colores del Panionios griego, y Panchito Guerrero, que todavía mete goles en el APEP Pitsilia de la liga chipriota.

Ellos dos, Ibagaza y Guerrero, son los únicos de jugadores que siguen en actividad de la Sub 20 que debí haber integrado si hubiese sido bueno con la pelota en los pies. Sin saberlo, ellos son la llama, débil por cierto, que se mantiene encendida y que todavía me permite soñar con que un día algún DT que esté fuera de sus cabales me llame para jugar un ratito en algún club para participar de algún campeonato profesional, por los porotos.

Cuando ellos digan basta será también basta para mí. Basta de goles errados en forma incomprensible. Basta de desgarros mal curados. Basta de puteadas de compañeros que creen que son futbolistas profesionales. Por ahora puedo seguir jugando. Todavía hay chances de que aparezca de la nada un reclutador que busqué un nueve de peso y con poco gol para reforzar el plantel y me lleve. Puede ser de Primera A. Pero también de la D o del Torneo Federal B.

Pero no pierdan tiempo, che. Porque no queda demasiado. Queda hasta que Ibagaza y Guerrero aguanten. Después habrá que hacer el curso de DT. Está claro que de algún sueño hay que seguir viviendo.

8/6/15

Notimáyique (...)

Hace 25 años, el 8 de junio fue viernes. Y no fue cualquier otro viernes. Fue el viernes en que arrancaba el Mundial de Italia ‘90, el Mundial que siguió al de México ’86, ese que marcó a fuego las vidas de aquellos que por edad no pudimos disfrutar de Argentina ’78, más allá de que en aquellos tiempos de botas y picanas, en realidad, no hubo demasiado para disfrutar.

Pero volvamos a ese viernes 8 de junio de 1990. Comienzos del menemato con la promesa de revolución productiva ya incumplida y el tsunami privatizador en marcha. El equipo de Bilardo jugaba horrible, pero con Maradona, se sabía, todo era posible. Y la ilusión era gigante. Se venía Argentina-Camerún, el partido inaugural, y en el colegio, el ENAM de Banfield, nos dejaron salir después del segundo recreo para que pudiéramos llegar con tiempo a nuestras casas para ver la fiesta de apertura y el partido.

Nosotros éramos adolescentes de 14 y 15 años. En plena pubertad, con las hormonas y los pornocos a full y, sobre todo, unos pavos etáreos importantísimos.
“Volveremos, volveremos; volveremos otra vez; volveremos a ser campeones, como en el ‘86”, cantábamos mientras nuestra preceptora intentaba sin demasiado éxito ordenarnos para la salida.

Estábamos, no me acuerdo por qué, en una pequeña aula enfrente de la que era nuestra aula habitual. Cantábamos y saltábamos como si estuviésemos en la tribuna del Giuseppe Meazza de Milán. Hacíamos pogo, nos empujábamos, volaban manos de un lado a otro. La preceptora se desesperaba. Nosotros no parábamos...

Hasta que pasó lo que pasó.

Empujé a uno de mis compañeros contra una pared y a otro contra la puerta. Nada personal. Eran los que estaban a mi lado... El flaco de la izquierda, Tucho, que por entonces no me quería demasiado porque yo era un gordito gil, se clavó el picaporte de la puerta en la cintura y reaccionó con algo de razón, aunque en forma desmedida. Me merecía un empujón. O un coscorrón. Pero no. Decidió tirarme una patada artera por la espalda. Adiviné su intención porque lo vi con el rabillo del ojo e intenté hacerme el Chuck Norris y frenar el ataque. Pero los reflejos no me acompañaron y en vez de recibir una patada, una más de las que solíamos intercambiar a granel entre los compañeros en aquellos tiempos en los que el bullying no era bullying sino cargadas crueles pero inocentes, terminé con tres dedos de la mano izquierda, el índice, el mayor y el anular, hechos un acordeón.
No me acuerdo demasiado lo que pasó entre la factura y el momento en que llegué a casa. Debo haber llorado porque me dolió un montón. Debo haber puteado al flaco. Sí me acuerdo de que me tomé los dedos con la mano derecha y los intenté acomodar. Sentí otro crac. Pero no me acuerdo mucho más. La verdad no sé si la preceptora se enteró de la situación. Debo preguntarle a los testigos.

Ya en casa, mi vieja se espantó con toda la secuencia y me llevó a la guardia del Policlinico de Lomas. Le pedí/rogué que esperara, que me dolía pero no tanto, que empezaba el Mundial y que quería ver la fiesta inaugural y Argentina-Camerún. No hubo caso. Me llevó de los pelos a la clínica. No había médicos ni enfermeros a la vista. Obvio, estaban todos mirando la tele en alguna habitación. El tiempo pasaba y yo me desesperaba. Apareció un traumatólogo y me mandó a hacer una placa. Otra vez tuve que esperar una enormidad hasta que el radiólogo, con velocidad ultrasónica, hizo su trabajo. La imagen era nítida: los tres dedos en cuestión estaban completamente rotos. Sin embargo, cuando regresé a la guardia, el médico miró la radiografía y aseguró que esa mano, que estaba toda hinchada y morcillosa, estaba bien. Que sólo era un golpe fuerte. Prescribió un poco de hielo y baños de agua y sal hasta que la mano se desinflamara. Mala praxis de acá a Yaoundé.

Volví a casa y el partido ya había empezado. Creo que prendimos la tele y al toque me di cuenta de que la mano, justo la mano, venía cambiada.Vi todo el segundo tiempo con los dedos sumergidos en una palangana llena de agua tibia y sal gruesa. Fue cuando entró Caniggia y los cameruneses lo cagaron a patadas, cuando François Omam-Biyik la mandó a guardar de cabeza, sacándole un metro y medio a Boquita Sensini en el salto y aprovechando la ayuda inestimable de los escasos reflejos de Nery Pumpido. No hubo manera de torcer ese 1-0. Y los dedos estaban cada vez más hinchados. Cada vez peor.

Terminó el partido y volví al Policlínico. El traumatólogo, otro, miró la placa y sin dudar levantó el teléfono. “Enfermera, hay que enyesar”, ordenó. Yeso hasta el codo, con el pulgar afuera por tres o cuatro semanas. El lunes, el 11 de junio, fui a la escuela con mi viejo, a quien le había contado la historia que desencadenó en la triple fractura. Fue a pedir amonestaciones para Tucho... Y para mí. Le dieron el gusto. Si ya me quería poco porque era un gordito gil, a partir de entonces me quiso mucho menos. Cosas de chicos. Ahora pienso que debería haber dicho que me había caído y listo. Pero no... Como Diego, me equivoqué y pagué.

Tuve el yeso hasta el viernes anterior a la final contra Alemania. Estoy convencido de que si no me lo sacaban salíamos campeones del mundo. Entre el bidón de Branco, el tobillo de Diego, las corridas de Cani, las atajadas de Goyco, la patada de Monzón a Klinsmann, la roja al Galgo Dezotti, el penal de Codesal, el antifútbol del Doctor. Cosas que pasaron hace 25 años, en el Mundial de la “notti magiche”, en el Mundial más inolvidable de todos los que éramos adolescentes. El Mundial de la mano enyesada. "Forse non sara una canzone..."

27/4/15

La Pintier de Aducci (...)

La verdad es que no recuerdo bien quién de todos nosotros fue el culpable. Creo que yo no fui. No estoy seguro. Lo que resulta imposible de olvidar es la secuencia que siguió. Los que estábamos ahí observamos con toda la atención del mundo cómo la pelota viajó cortando el aire y se dirigió al único lugar al que no debía ir, al único lugar donde ninguna otra pelota fue en la historia del Normal de Banfield. Siguió el estallido, el silencio generalizado y la cara de incredulidad de Aducci. Era imposible que sucediera lo que sucedió. Pero pasó. Podríamos haberlo intentado durante los cinco años que duró –para algunos– la Secundaria y, estoy casi seguro de que nadie lo podría haber logrado si se lo hubiese propuesto. Hoy, a más de 20 años de distancia, creo que ni siquiera Messi o Maradona lo podrían haber logrado. Sin embargo, aquella mañana de sábado, en uno de los partidos por el campeonato de fútbol de la escuela, los planetas se alinearon en contra del pobre Aducci.

Aducci no había empezado la Secundaria con nosotros. No recuerdo tampoco cómo cayó en nuestra división. Creo que fue en segundo año, después de un primer año filtro que dejó a varios en el camino. Aducci, si no me falla la memoria, llegó con Gómez. Los dos, rápidamente, se sumaron sin demasiados problemas al grupo. Gómez, que se ganó el apodo de Nerón luego de llegar una mañana con un corte de pelo digno de algún emperador romano, jugaba a la pelota como los dioses. La tenía atada. Lo de Aducci era más modesto. Pero era un buen defensor.

Ellos dos se sumaron a nuestro equipo, que había sido la grata sorpresa del año anterior en el campeonato que juntaba a las divisiones de primero y segundo años. Nadie daba nada por nosotros, sobre todo después de la abultada derrota que habíamos sufrido en el debut ante un equipo de segundo año, que no sólo nos goleó sino que también nos afanó un par de buzos durante alguna distracción. Sin embargo, el grupo se recuperó del golpe y del arrebato, y remontó. A tal punto de lograr en la última fecha la clasificación para las rondas finales. Llegamos, si no me equivoco, hasta las semifinales, donde sucumbimos ante un segundo año del vespertino que hizo valer la diferencia de edad y las mañas para dejarnos afuera del campeonato.

Lo concreto es que con las incorporaciones de Aducci y Gómez, el equipo de segundo año ganó dos baluartes. Pero, también, se ganó la posibilidad de jugar con una Pintier, la pelota más deseada por todos detrás de la Tango de Adidas, que era la que se usaba en el campeonato de Primera. La Pintier, en cambio, era la que se usaba en el Ascenso. Era la que más conocíamos todos. Como la mayoría éramos de Banfield o de Los Andes, a la Pintier la veíamos de cerca todos los sábados cuando íbamos a la cancha. Porque los partidos del Ascenso, salvo excepciones, se jugaban los sábados y solo sí los sábados.

Jugar con la Pintier era para elegidos. No sólo porque salía un montón de plata y era inalcanzable –además porque por suerte todavía no estaba instalado todo el circo del marketing alrededor del fútbol–, sino porque era, exagerando un poco, como jugar con una bola de bowling. Era muchísimo más dura que la pelota de gajos de cuero sin plastificar, esa que acostumbrábamos usar en el barrio y que a la primera de cambio se deformaba porque la cámara hacía presión contra las costuras o porque los gajos se resecaban si le pasabas algo de grasa como al cuero de los botines. Ni qué hablar de lo que pesaba la Pintier cuando se jugaba en una cancha de embarrada. O lo que dolía si te pegaban un pelotazo cuando jugabas un día de invierno o si la agarrabas media mordida a la hora de cabecear...

Aducci vivía atrás de la cancha de Banfield. Y gracias a algún defensor recio del Ascenso que despejó con vehemencia y sacudió la pelota por encima de las tribunas se hizo acreedor de una Pintier. Era como una reliquia para él porque no cualquiera era dueño de una pelota de semejante calidad. Sin embargo, lejos de atesorarla en alguna repisa de su casa, tuvo el gran gesto de compartirla y llevarla al colegio para que la Pintier fuera la pelota oficial de nuestro equipo. Entonces, si la memoria no me falla, el Centro de Estudiantes organizaba el campeonato, pero obligaba a cada uno de los equipos a traer una pelota. Era obvio que todos querían jugar con la Pintier. Y esa era una leve ventaja para nosotros que ya la conocíamos un poco mejor que los demás por jugar algún que otro picado con la pelota del Aducci. La cuestión fue que la Pintier duró muy poco. Nada.

Con el correr de las líneas los recuerdos se hacen cada vez más borrosos. De hecho, no puedo acordarme cómo salimos en aquel campeonato jugando para Segundo Tercera. Creo que nos fue peor que en primero. Pasamos de ronda, pero me parece que nos eliminaron en cuartos de final. Creo que en tercero, al igual que en primero, llegamos a las semifinales y en cuarto pasó lo mismo. Si no me equivoco, en cuarto perdimos por penales, luego de ir ganando 4-0 a los quince minutos del primer tiempo. Pueden decir que fue una gallineada, pero también vale aclarar que los rivales, otra vez de un equipo del vespertino, eran mejores que nosotros. De hecho, salvo cuando estuvo Nerón, nuestro equipo nunca se caracterizó por el gran talento de sus jugadores, sino por los huevos que teníamos. Nuestra enjundia potenciaba nuestro juego y nos hizo ganar muchos partidos que debimos haber perdido ante rivales superiores. Eso pasó con aquel 4-0 parcial de ensueño que más tarde se convirtió en pesadilla. Sobre todo luego de esa fatídica definición por penales en la que volvimos a dejar la chance de ganar... Estábamos convencidos de que en quinto año no se nos escaparía y seríamos finalmente campeones, pero en el verano se cayó el paredón que da a la calle Azara y el torneo del colegio no se jugó. Unos perdedores... Pero éste no es el eje de la historia. Es otra historia.

No sé si fue antes de empezar el partido o con el partido apenas empezado. Sí recuerdo que fue un zapatazo que voló y voló. Se fue muy lejos del arco. Parecía que se iría derecho contra uno de los ventanales de las aulas del primer piso, esas que estaban arriba del buffet, cerca de la que en algún momento fue la sala de música. Sin embargo, la Pintier tenía otro destino reservado. De la construcción sobresalía un fierro. Era un fierro que en algún momento había servido para fijar un caño o un cable. Bueno, la Pintier fue derecho, sin escalas, a ese fierro que se convirtió una bayoneta letal. Atravesó de lado a lado a la pelota. Hubo una pequeña explosión. Un ruido seco. Como si fuera un balinazo. Y la mirada de todos que inmediatamente apuntó al pobre Aducci. El partido, o lo que estábamos haciendo, se detuvo. El mundo también.

Casi sin dudarlo, Aducci fue corriendo a buscar la pelota en velocidad Ben Johnson. Trepó hasta el fierro como si fuese el hombre araña –no recuerdo si había una escalera– y llegó a descolgar la Pintier. Estaba totalmente desinflada. Se parecía más a una caja de pizza abollada que a una pelota profesional. Aducci la arropó como si se tratara de un familiar gravemente herido. No era para menos. La Pintier había quedado herida de muerte.

Tampoco recuerdo si la pudo reparar. De hecho, una vez que terminamos el secundario le perdimos el rastro a Aducci. A Nerón, que se había ido a probar suerte a Brown de Adrogué, lo perdimos mucho antes. Creo que a Aducci me lo crucé un par de veces en la cancha de Banfield. Recién lo busqué por Facebook, pero no me acuerdo de su nombre. Creo que se llamaba Marcelo. De lo único que me acuerdo bien es de su Pintier. La Pintier de Aducci.

24/4/15

Achalay (...)

No hay nada más mágico que los recuerdos a través de los olores. Son, por lejos, los mejores recuerdos. Son incluso mejores que las imágenes porque a las imágenes las solemos deformar y exagerar, casi siempre a nuestro favor. Le ponemos un poco de IVA para que la situación tenga un poco más de épica. Sin embargo, los olores no fallan. Porque te transportan mágicamente al lugar que dejó esa huella.

Por ejemplo, a diferencia de aquellos que lo padecen a diario por vivir en las márgenes con todo lo que conlleva, el olor a Riachuelo me hace feliz. Me traslada sin escalas a los paseos de los fines de semana, cuando mi viejo nos subía a todos al auto, el Chevy o el Taunus, para ir al Centro y caminar por Florida y Lavalle. Lo bueno de aquel nauseabundo y breve olor a Riachuelo, que también aparecía años más tarde cuando ni siquiera subíamos al Puente Pueyrredón e íbamos a Shopping Sur, en Avellaneda, era que siempre aparecía seguido por el delicioso aroma a galletita que brotaba en la avenida Montes de Oca por obra y gracia de la Bagley. Y también era increíblemente maravilloso el olor a Riachuelo porque eso significaba que al regreso, antes de volver a sentirlo y taparse dos segundos la nariz como buen burgués, pasaríamos para degustar el inolvidable aroma a quesos del Frigorífico Santiago de Barracas.

También es difícil de olvidar el olor a la casa de mi abuela, un aroma que se evaporó con ella. Porque yo vivo en la misma casa, pero el olor al caldo que preparaba todas las mañanas, ese que colaba cuidadosamente con algodón para sacarle la grasa, nunca más volvió. Ese aroma es mucho más personal. Aunque se puede identificar. En definitiva, es olor a caldo, aunque no hubo ninguno como el de mi abuela. Como el olor a Riachuelo, el olor a galletita o el olor a queso. Sin embargo, la cuestión no pasa por ahí.

El olor que me llevó a escribir estas líneas es otro. Y, por ahora, no lo puedo identificar con algo para que todos sepan de qué se trata. Admito que la culpa es mía porque soy un analfabeto botánico. Y siempre que paso por ahí voy solo o acompañado por otro que sabe menos que yo. El olor me lleva a la casa de mis otros abuelos, los que vivían en Córdoba. Es el olor que brotaba con fuerza desde la arboleda que rodeaba el camino de entrada tras cruzar la tranquera. Es mágico porque en esos dos segundos que dura el perfume que emana esa planta, árbol o no se qué, vuelvo a allá, a Loma Bola, al pie de los Comechingones, como lo hacía cada año cuando era chico luego de un largo viaje en el asiento del medio de la parte de atrás del Chevy o del Taunus. La verdad no sé si quiero averiguar de dónde sale. Por ahora, prefiero que sea único. Que sea mío. Que sea simplemente el olor a Achalay.

6/3/15

El mejor gol de la historia (...)

Dicen que el gol de Maradona a los ingleses fue el mejor de la historia. Eso dicen, pero Messi metió uno parecido, muy parecido, aunque menos trascendente, jugando con Barcelona contra Getafe. O sea, razonamiento rápido, si dos tipos, no importa que uno fuese Maradona y el otro Messi, hicieron el mismo gol, eso significa que ese gol, gambeteando rivales a velocidad Bolt y corriendo 50 metros, no era tan difícil de hacer.

Dicen los más memoriosos que Alonso hizo el gol que no pudo hacer Pelé. Eso dicen lo que vieron al Beto gambetear al arquero sin tocar la pelota y luego empujarla al fondo del arco, algo que Edson Arantes do Nascimento, el que algunos dicen que debutó con un pibe, no pudo hacer contra Uruguay en pleno Mundial de México 1970. Sin embargo, el gol que hizo Alonso y que no pudo hacer Pelé no fue ni por lejos el mejor de la historia.

Digo yo --y tengo nueve testigos que no sé si dirán lo mismo-- que el otro día metí el mejor gol de la historia. Es el último gol que metí en mi oscura carrera como aficionado. Lo hice, para agigantar la leyenda, con la rodilla derecha maltrecha, con dolores insoportables y haciendo ruidos extraños, como pidiendo a crujidos WB40 para que las articulaciones respondan mejor luego de pasar años bajo la esclavitud del sobrepeso. Pero eso no va a salir en los diarios...

Lo concreto es que aquel sábado, con los amigotes de los sábados, en la canchita de los sábados, la pelota vino desde lejos y cayó en mi pecho. La controlé, vale aclarar, con una sabiduría milenaria, como si supiera de esto tan hermoso que es jugar al fútbol... Ah, me olvidaba, yo estaba de espalda al arco y mientras la pelota caía al piso haciéndole caso de la gravedad, comencé a pensar la mejor manera de resolver la jugada. LA JUGADA, ¿entienden?

En milésimas de segundo y fruto de un rapto de inspiración (quería escribirlo, suena lindo), decidí unilateralmente meter el mejor gol de la historia. Decidí hacerlo porque me tenía una confianza ciega. Y porque también me importa un carajo que un compañero me raje una puteada por terminar mal una jugada. Y fue, nomás, el mejor gol de la historia. De mi historia, claro. Aunque, nobleza obliga, debo decirles que nunca antes vi un gol igual... Y eso que vi goles. Así que señores de la FIFA, de la CIA, de la SIDE (mejor, no) y de Youtube, les pido encarecidamente que revisen las grabaciones de sus putos drones, porque lo que hice ese sábado fue para que lo pasen en la próxima gala de Zurich y, obviamente, me den el premio Puskas que merezco largamente.

Bueno, como les decía, mientras la pelota bajaba tomé la sabia determinación de no dejar que la pelota picara, para no darle tiempo de reacción a los defensores y al arquero. Y también porque tardo algo así como media hora para darme vuelta... Pensé todo eso y más porque, mientras la pelota bajaba, también pensé en que tenía que pasar por el supermercado y comprar algunas cosas antes de volver a casa. Así, entre razonamiento futbolero y el recuerdo de no olvidar comprar pan lactal, tomé la determinación de sorprender a todos y definir de aire... Y con un tacazo.

Debo reconocer que unas semanas antes había intentado lo mismo y no hice más que pegarle al aire, mientras la pelota se la llevaba un rival. Sin embargo, ese sábado caluroso de febrero, bajo un tinglado que elevaba la sensación térmica y un pasto sintético que tiene la ilógica costumbre de crecer, le entré de lleno --esa sensación inigualable que conocen todos los que osaron jugar alguna vez bien o mal al fútbol-- y la pelota, para sorpresa de todos, incluso la mía, fue sin escalas al fondo del arco. Nada que hacer para el arquero. Gol. Golazo. Aplausos de compañeros y rivales. El mejor gol de la historia. Sin dudas.

Volví a mi campo para que el otro equipo sacara del medio con el brazo derecho en alto y el índice señalando las chapas de la canchita. Me dieron ganas de irme y llamar a una conferencia de prensa para anunciar mi retiro. Que no tenía sentido prolongar mi malograda carrera como futbolista y decirles que, pese a todo y como bien dijo Diego, la pelota no se mancha.

Pero había que terminar el partido. El gol de taco que acababa de meter, el mejor gol de la historia, significaba el empate. Había que ir por el triunfo. Por la victoria. Como siempre. Sin embargo, en la jugada siguiente quise tirar un caño para sortear un rival y para seguir alimentando la fantasía, pero la perdí y nos la mandaron a guardar. Al toque, nos metieron otro.

Al final, perdimos por dos. El gol no sirvió de mucho. No sirvió de nada. Mientras unos tomaban una bebida energizante, algunos compartían un agua saborizada y otros recuperaban fuerzas con una cerveza helada, nadie se acordaba del gol, EL GOL. Uno de mis compañeros, para colmo, tuvo el atrevimiento de cuestionarme ese fantástico caño que nunca jamás salió y que desembocó en un gol de los otros. Por suerte, el sábado que viene hay revancha. Capaz meta un gol mejor, uno de chilena con doble mortal incluida... No les prometo nada. Será muy difícil superar ese maravilloso gol que, insisto, fue sin dudas el mejor gol de la historia. Una pena que se lo hayan perdido...

8/1/15

Garrafa (...)

Nota con Garrafa. Predio de Luis Guillón. Me hace esperar un rato largo y supuse que se iba a ir a la mierda y me iba a cagar. Supuse mal.
Al toque aparece y me dice: "Dale, hablemos que me tengo que ir". Nos sentamos en unos troncos. Segunda o tercera pregunta y se larga a llover. Pienso otra vez que va a aprovechar para irse. Otra vez supuse mal.
La seguimos en el gimnasio. Como media hora. El, yo y mi grabador. Unos pibitos que no me acuerdo a qué jugaban no le sacaban los ojos de encima. Mientras tanto, nosotros hablamos de todo. Se venía el Reducido, ese que terminaría con final feliz en Quilmes y con él convertido en superhéroe maradoniano.
Estaba enfocadísimo cuando hablaba en serio. Era otra persona. Miraba para abajo. Caseteaba un poco. Pero, al toque, como en la cancha, metía un enganche y te tiraba un chiste.
Salimos caminando juntos. El encara para su autito nuevo y seguimos charlando. Alza la vista y unos metros más adelante ve a unos juveniles empujando un auto que no arrancaba. Me mira y me dice: "Dale, Gordo, vamos a ayudar". Así terminó la nota. Garrafa y yo empujando un 147. Era el mejor, pero era uno más. Por eso fue el más grande de todos.