21/6/15

La genética no falla (Feliz día, papá)

Mis hermanos mayores, como hacen casi todos los hermanos mayores con sus hermanos menores en casi todo el mundo, aseguraban que yo era adoptado, que no era parte de la familia. Se aprovechaban con toda la maldad posible de la diferencia de edad: Adela me lleva nueve años y Fernando, siete. Por eso, cada vez que me ponía fastidioso, y eso era muchas veces por día debo reconocerlo, me tiraban el dardo venenoso. Y siempre les funcionaba. Para completar la estrategia común, los dos aseguraban que un año antes de que yo llegara a la casa, ellos se habían ido de vacaciones a Disney. Juraban que había un álbum con fotos que estaba escondido en algún lugar secreto para que yo encontrara pruebas de aquella "verdad" que me revelaban a medias.

Era un juego de chicos. Yo lloraba cada vez que me lo decían. Me escondía detrás de un sillón. Y pensaba si podía ser cierto. Cuando encontraba fotos que me mostraban como bebé, Adela y Fernando se ponían de acuerdo y decían que ese sí era su hermano, pero que se había muerto al poco tiempo de haber nacido. Y decían que yo había llegado unos meses más tarde. Mis viejos lo negaban sistemáticamente, pero la duda me acechaba porque, algo paranoico como ahora, siempre percibía una mueca de sonrisa cuando me decían que no me preocupara, que era una simple broma de mis hermanos mayores.

Esa mueca no era el único indicio que me alertaba. Sin entender nada de nada sobre herencia genética había una cuestión que no me dejaba tranquilo y que alentaba la posibilidad de que la versión de mis hermanos fuese real: en mi casa era al único ser humano que amaba el fútbol. Al resto no les gustaba, salvo Fernando que algo de interés mostraba, aunque mínimo y lógico culturalmente en un país como el nuestro.

Y había un dato más contundente que era el que más me hacía creer la versión de mi supuesta falta de lazos sanguíneos que esgrimían mis hermanos: mi viejo lo odiaba y todavía tiene el mismo sentimiento. De hecho, nunca dijo tener simpatía por algún club de fútbol, nunca pisó una cancha y, como prueba irrefutable de su relación nula con el deporte en el que "veintidós boludos corren detrás de una pelota", se fue a trabajar con su taxi, sin radio ni pasacasete, durante la final del Mundial 86. Y yo no lo podía entender.

En la escuela primaria, todos mis compañeros hablaban de fútbol. Lo recuerdo como si fuera hoy: los lunes, mientras esperábamos que sonara el timbre para entrar el aula, se armaban unas terribles tertulias futboleras. Todos los lunes eran así, en las gradas del salón de actos en invierno o en el pilar que separaba el patio de baldosas del patio de tierra durante los días de otoño y primavera. Incluso, la mayoría había ido a la cancha con sus padres a ver a Boca, a River, a Independiente, a Banfield, a Los Andes... Yo miraba de afuera. Apenas había escuchado algún partido por radio y en volumen mínimo, amortiguado por la almohada, para no molestar la paz del hogar. De hecho, mi viejo aseguraba que su odio irrefrenable por el fútbol se remontaba a su infancia y se debía, entre otras cosas, a que un vecino que ponía la Spika a todo lo que daba, sábados y domingos, escuchando los partidos de fútbol.

Ojo, no era solo mi viejo el que odiaba el fútbol. A mi vieja tampoco le gustaba nada. De hecho, cuando le decía que me llevara a jugar a algún club, ella decía que no, que era mejor que jugara al tenis o al básquet, acompañado siempre la negativa por una frase lapidaria: "El fútbol es un deporte de brutos". No me quedaba otra que inferir que yo era un bruto porque el fútbol era por entonces lo único que me interesaba. Otro argumento que le sumaba veracidad a la teoría de mis hermanos sobre mi condición de hijo adoptado.

Fui creciendo y poco a poco me fue importando menos lo que me decían Adela y Fernando. Ya me daba igual. Si no eran familia de sangre, los cuatro que convivían conmigo eran quienes me querían y me cuidaban. Por lo tanto, no me importaba demasiado si era adoptado o no.

El asunto se zanjó una tarde de verano. Fue en la playa, en unas vacaciones en no me acuerdo donde. Me parece que fue en San Bernardo. O en Mar de Ajó. Estábamos con una familia amiga, los Donati. Y los chicos estábamos jugando un cabeza. Todavía no existía el fútbol-tenis, pero era lo que más se parecía. En un momento, en un intento por no perder otro punto, evito que la pelota toque la arena, pero la mando a cualquier lugar. En realidad, no fue hacia cualquier lugar. La pelota se dirigió sin escalas y a velocidad crucero a la nuca de mi viejo. El golpe no sólo lo sorprendió y lo sacudió, sino que también le hizo soltar el libro de Carl Sagan que estaba leyendo y provocó que los anteojos de sol se le cayeran a la arena. En milisegundos, el viejo se dio vuelta y gruñó. Tomó sus ojotas y pensé que se venía un castigo. Pero no. Lo miró a su amigo, Carlos, y le dijo: "¿Les enseñamos a estos pibes cómo se juega al fútbol?"

Las ojotas de mi viejo se convirtieron en un arco y las de Carlos construyeron el otro. Los dos jugaron con Diego, el más chico de todos los chicos que estábamos ahí, contra Fernando, Guillermo, Miguel y yo. Nos pegaron un baile tremendo. Carlos, se sabía, jugaba bien. Pero mi viejo fue toda una sorpresa. La pisaba con elegancia, amagaba y no erraba un pase. Y eso que el ciático, como ahora, ya le jugaba una mala pasada. Nos ganaron por afano y después nos metimos todos al mar para sacarnos la arena de encima.

Al salir del agua, mi viejo me abrazó y mientras me envolvía con una toalla para que no tuviera frío, me contó que hacía más de 40 años que no jugaba a la pelota. La vez anterior había sido con sus amigos del barrio, en un terreno baldío que estaba a la vuelta de su casa. En ese picadito, se armó una pelea, una batalla campal. Terminaron todos en la comisaría. Fue entonces cuando se había prometido no jugar nunca más. Fue entonces cuando el fútbol se convirtió para siempre en eso, "en veintidós boludos corren detrás de una pelota". Me confesó mientras me secaba que cuando era chico el fútbol le gustaba casi tanto como a mí. Pero que ese episodio que lo había mandado por única vez al calabozo, sumado a la tortura auditiva a la que lo sometía el vecino de la Spika escuchando fútbol a toda hora, lo habían puesto en la vereda de enfrente.

Fue el final de aquel interrogante sobre si era adoptado o no. Fue también la única vez que jugué al fútbol con mi viejo. Está claro que la genética nunca falla.

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