25/6/09

Matilde - Uno (...)

A ella no le gusta que la mencionen con el pronombre personal.
-Acaso no tengo nombre. Ella, ella, qué maldita costumbre. Tanto te cuesta decirme mamá –refunfuña enérgicamente Matilde, como si tuviese ganas de generar un problema donde no existe ni la más mínima problemática.
-Bueno, mamá, no es para tanto –responde el hombre luego de un largo bufido, señal de cansancio, hartazgo y resignación antes de seguir hablando por teléfono.

Matilde mira a Robertito con amor desbordante y empalagoso. De repente, guarda recelo, como si todos los actos de sus hijos fueran propios. Ella tomó la determinación de abandonar su vida. Lo hizo unos meses después de jubilarse, luego de atender durante cuatro décadas la misma caja del mismo banco. Se emputeció en recuperar el vínculo con Robertito, Jorge y Eduardo. En tiempos de arqueos y relaciones personales únicamente por ventanilla, Matilde había puesto piloto automático en la crianza de sus hijos. No les faltó nada material, claro. Entre ella y su marido, el difunto Roberto, se encargaron de que tuvieran todo para cubrir sus necesidades. Todo, excepto la contención que deben brindar los padres, según dictan los rigurosos manuales culturales de la sociedad. Y ella, luego de un periodo de autismo, encontró la matriz de sus culpas. Y quiso lavarlas. No se dio cuenta de que ya era demasiado tarde.

La viudez y la vejez agudizaron sus defectos y terminaron de camuflar sus virtudes, a esa altura mimetizadas con la nada. La inesperada muerte de Roberto, un año antes, sólo le había servido para confirmar que su matrimonio había sido un canto a la infelicidad. Compartieron casa, hijos, deudas y algunas pocas sonrisas forzadas. Sobre todo, muchas diferencias. El amor que los unió cuando eran adolescentes y se deslumbraron se extinguió rápidamente y ellos no se dieron por aludidos. La costumbre los mantuvo juntos durante 39 años. Y eso que ella sabía de las continuas escapadas de Roberto en horas de la siesta y en falsas excursiones de pesca. Pero la ceguera impostada era mutua. Ella intuía que sus fogosos escarceos con el ocasional gerente del banco estaban lejos de ser un secreto para su marido.

Jorge y Eduardo ya estaban lejos de su alcance. Jorge, el del medio, se había ido a vivir a Canadá por cuestiones laborales. Y también para escapar del triste escenario familiar. Jamás se le cruzó por la cabeza la idea de volver, aunque se mantiene en contacto a través de llamadas telefónicas semanales. Desde que se marchó, jamás volvió para pasar siquiera las Fiestas de fin de año. Eduardo, el menor, había sido el primero que huyó del hogar espantado por la falsedad subyugante. Apenas pudo, juntó unos mangos y se fue a vivir a Italia. No tenía ni 20 años. De vez en cuando manda un correo electrónico a una casilla virtual que Robertito casi no visita. Y rara vez atiende el teléfono. Tal vez tenga un identificador que le filtra los llamados que salen de la casa materna.

El que no pudo zafar de la herencia fue Robertito, el primogénito. Marcado a fuego por ser un diminutivo de su padre desde el instante en que nació, fue él quien aprendió el oficio de los talabartes y se hizo cargo del negocio familiar. Y también fue él quien se convirtió en el destinatario de todas las descargas de Matilde, desde que ella, ya jubilada, decidió a destiempo reconvertirse en madre.

Atormentado por las sombras casi constantes. Su vida es algo parecido a un suplicio. La timidez lo convirtió en un ser sumiso y obediente. Sin contar las vacaciones, Robertito apenas vivió ocho meses fuera de su casa paterna. Fue el tiempo que duró su matrimonio, que se agotó rápidamente ante su continua incapacidad para reaccionar ante claros estímulos. Su ex esposa, Ana Clara, se quedó con la casa que habían comprado antes de jurarse amor eterno en la capilla del barrio. Y él no tuvo otra que pegar la vuelta a su oscura habitación, la misma que compartió con los ahora exiliados Jorge y Eduardo.

-Perdón, disculpame, era mi mamá que me decía algo –se excusa Robertito ante su interlocutor-. Lo que quería saber es si ella –y Matilde vuelve a mirarlo con mala cara- puede ir a pasar unos días con ustedes, allá en Córdoba, así se pone al día con la tía Mabel.

El silencio genera algo parecido a desesperación en Matilde, que intenta adivinar qué le están diciendo a Robertito del otro lado del teléfono. Mientras, le tironea la manga de la camisa, alzando levemente la cabeza y las cejas al unísono. Robertito, fastidiado, se saca de encima la mano de su madre y ella responde con un coscorrón en la coronilla de su hijo.

-Ah, bueno, gracias. Hoy a la tarde paso por Retiro, le saco el pasaje y te llamo para confirmarte cuándo llega. Gracias, Alejandro. Saludos a la tía Mabel…

14/6/09

Putas: Ringo (...)

¿El Flaco Torres moribundo? ¡No podía ser! ¿Acaso el tipo se había dado el gran gusto de terminar como Ringo Bonavena? ¿Algún matón del Polaco Jermak se había tomado venganza por la muerte de su patrón? Todo eso y un par de cosas más que ahora no vienen a cuenta se me cruzaron por la cabeza desde que Iris y Nerina se corrieron y se me apareció la imagen de mi amigo desparramado en el catre en el fondo de la pieza. Me separaban apenas quince pasos y los corrí como si se tratara de la final de los 100 metros en los Juegos Olímpicos. Me acerqué al Flaco Torres y el tipo estaba con los ojos cerrados, pálido, emanando un sudor frío que metía miedo.
-¿Qué le pasó? -les grité a la chicas antes de girar la cabeza y verlas abrazadas, como si estuvieran a punto de llorar.
-…
Iris y Nerina no respondieron. Y yo me desesperé y tomé al Flaco Torres de su camisa y lo sacudí brutalmente.
-Reaccioná, boludo, dale. ¿Qué te pasa?
-Pará, pará… ¿Nunca viste un tipo con un cólico renal? -me gritó Iris.
-¿Y por qué no me dijeron nada? ¿Tanto les costaba? ¿Qué era? ¿Un secreto de estado por una piedra en un riñón? -les respondí a voz viva.
Enseguida me incorporé y me puse a centímetros de Iris.
-¿Por qué no lo llevaste a un hospital? ¿O al sanatorio?
-Porque él no quería… Bah, en realidad, fuimos. Le diagnosticaron eso, le dieron un remedio y le dijeron que se fuera a la casa. Como estábamos cerca de la casa de mis abuelos, lo trajimos acá. Pero le empezó a subir la fiebre y me pidió que te ubicáramos…
-No entiendo nada. Pero no perdamos más tiempo. Lo llevamos al hospital y listo -apenas terminé de decir listo, el Flaco se incorporó como si le hubiese entrado una descarga eléctrica por el culo…
-Yo al hospital no voy… Llamen a un médico, si quieren. Pero al hospital, no voy ni en pedo. Prefiero morirme acá… -vociferó Torres antes de volver a desvanecerse y ponerse más blanco que una hoja Canson.
Las miré a Iris y Nerina y les dije que me ayudaran a cargarlo al auto. El Flaco Torres le hacía honor a su apodo, era interminable, superaba largamente el metro noventa y se hacía difícil maniobrar con él encima. Así, como pude, lo cargué sobre mi espalda. Nerina me ayudaba e Iris abría camino por la casa de los viejos, que estaba repleta de adornos inútiles. Cuando pasamos por el comedor, la mujer estaba abstraída, mirando un programa de chimentos. El viejo, en cambio, atinó a mirar y hasta hizo un movimiento con la boca, como si quisiera preguntar algo, pero Iris no le dio chance.
-Nos vamos, abuelos. Vuelvo en un rato…
Cuando logré meter al Flaco Torres y su generosa humanidad en el Renault 6, le pedí a Iris que se sentara a su lado. Yo fui derecho al asiento del acompañante. Nerina, obviamente, se puso al volante. Le pedí que saliera por Saavedra. Le expliqué que íbamos para Avellaneda. Allí tenía un consultorio mi cuñado, Félix. El era médico clínico y sabría qué hacer con el Flaco Torres.
En pleno camino, no podía dejar de mirarle las tetas a Nerina. Y eso que estaba tapada. Sin embargo, quería saber por qué el Flaco no quería saber nada con ir al hospital.
-A ver, chicas. ¿Por qué este pelotudo no quiere ir a hacerse ver al hospital? ¿Tendrá algo que ver con la muerte del Polaco Jermak? -terminé de hacer la pregunta y me sentí Sherlock Holmes. Hasta se me escapó, creo, una sonrisa canchera.
Nerina me miró y empezó a reírse. Giré el cogote y la otra también se estaba cagando de risa.
-¿Qué tendrá que ver el Polaco con todo esto? -tiró Iris en plena carcajada- ¿Vos qué pensás? ¿Que el Flaco tiene algo que ver con la muerte de Jermak? Nada que ver…
-Pero… Si todo pasó la misma noche. Y en el diario… Decía que podía ser un crimen pasional… -intenté explicarme.
-¿Vos sos periodista, no? ¿Y no sabés que ustedes y la policía son una máquina de tirar fruta cuando no tienen nada? -me atacó Iris- Es cierto, el Flaco me vino a buscar la misma noche que mataron al Polaco. Y también es cierto que yo era su noviecita -mientras lo decía, hacía con el índice y el mayor de cada mano la señal de comillas-. En realidad, yo era una pantalla. Nada más.
-Pero… Y el Polaco. ¿No se calentó cuando vos te fuiste con el Flaco? A ningún cafisho le debe gustar que le afanen una mina… -ya no me sentía como Sherlock Holmes, pero quería encontrarle alguna explicación lógica a la situación.
-Yo sabía muchas cosas de él que lo comprometían. En especial, sobre su fogoso romance con uno de sus patovicas. Seguramente, lo debe haber matado algún otro puto celoso. Ruben no tuvo nada que ver con el asesinato de Jermak. Bah, nosotros nos enteramos al otro día.
-¿Y, entonces, por qué este boludo no quiere ir al hospital?
-Qué se yo… Me pedía que te ubicara a vos. Decía, en pleno delirio por la fiebre, que a Ringo no lo habían podido salvar en el hospital de Reno. Y que él no quería terminar como él. ¿Vos lo conocés a ese Ringo? ¿Es amigo de ustedes?

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El Flaco Ruben Torres terminó en el quirófano. La piedra que tenía en el riñón derecho era demasiado grande para que saliera por vías naturales. A los 15 días ya estaba bárbaro… Y de novio con Iris, con quien se fue a vivir, se casó y tuvo dos nenas. Fue, tal como predijo, la señora de Torres. Y hasta se recibió de abogada. Nunca más volvió a pisar un cabarulo. Con el correr de los años, lo fui perdiendo de vista. Se fue a vivir al interior y dejó el periodismo. El otro día lo encontré en Facebook, pero todavía no me respondió.
Yo, en cambio, tuve mis pequeñas revanchas. Primero con Nerina, que obviamente no me cobró. Sólo me pidió plata para comprar merca. La saqué cagando. Después, tomé valor y me fui a tomar el desayuno con Carlita. Salimos un tiempo largo. La pendeja era un petardo. Nos seguimos viendo, aunque ella se casó con un escribano que está lleno de plata. Viven en Puerto Madero. Y tiene un departamento increíble.
De tanto en tanto, me hago una espada con Fanucci para recorrer piringundines suburbanos. Como les conté al principio, rara vez terminó pasando. Fanucci, por cierto, hace todo lo contrario, pese a que se casó con una flaca del juzgado. Pobrecita, no puede ser más cornuda…
¿Se acuerdan de Sheny? La sigo buscando. Debe tener menos dientes, las carnes más flojas. Ya nadie se acuerda de ella. Sólo yo. ¿Qué será de su puta vida?


Prólogo: Putas
I: Sheny
II: Iris
III: Nerina
IV: Selva
V: El Flaco Torres
VI: Alma
VII: Copacabana
VIII: Sofía
IX: Ultimo momento
X: Carla
XI: Minucho
XII: Ringo