30/12/10

La casa de la abuela (...)

La historia arranca donde, justamente, terminan las historias: en una casa de velatorios. Había muerto la abuela de Marcos. Al enterarnos de la noticia, nos organizamos rápidamente para ir a darle un abrazo al amigo que pasaba el mal momento. Con un par de llamados quedamos en juntarnos allá, lejos de casi todos, en Turdera. Recuerdo que Mario me pasó a buscar por casa con su auto, luego de levantar a Néstor y a Eduardo por distintos barrios de Capital. Llegamos pasadas la una de la mañana. En parte porque salimos tarde, pero también porque nos pasamos de largo. Allí estaba Gerardo, el Negro, esperándonos. El había llegado por las suyas y, por suerte, nos había visto pasar. Justamente fue un mensaje de texto de Gerardo el que evitó que siguiéramos derechito por la avenida hasta Burzaco.
Marcos se sorprendió cuando nos vio. No esperaba vernos a todos juntos en la lejanía del Conurbano entrada la madrugada. Pero había que hacerlo. Era lo que correspondía. A los cinco minutos, obviamente, ya no había mucho más que hablar luego de darles las condolencias a los familiares y de las obvias preguntas de rigor para interiorizarnos sobre lo que le había pasado a la abuela. Néstor, como de costumbre, se abalanzó a una caramelera que estaba en una mesita ratona y le apuntó directo a uno de limón que estaba todo pegajoso, como si hubiese pasado horas en un bolsillo o bajo el sol. La verdad es que no había demasiados para elegir. Los caramelos ácidos eran los únicos que zafaban, pero que también escaseaban ya que como en toda casa de velatorios abundaban los de nuez y café. Los que no le gustan a nadie.
Mientras los molares de Néstor luchaban para despegarse del pegote que había provocado una apresurada mordida al caramelo, algunos, un poco más formales, aceptamos un café para hacerle frente a la gélida noche de agosto. Hablábamos de cualquier cosa con tal de entretener un poco a Marcos. Unos se acomodaron en las sillas y los sillones. Algunos se quedaron parados discutiendo acaloradamente sobre política y fútbol, incluso levantando la voz más de lo debido por culpa de la pasión. Otros, en cambios, fueron a la puerta a fumarse un cigarrillo a pesar del frío cuasi polar que invitaba a dejar el vicio por el solo hecho de evitar un congelamiento innecesario. Sin embargo y sin haberlo charlado a priori, todos sentíamos que debíamos quedarnos un rato largo. Y no sólo por Marcos. Había algo, más allá del cariño fraternal, que le daba un valor extra a la abuela de Marcos. No imaginen cosas raras, por favor. No sean mal pensados. Acá les cuento la historia.
Ver una película pornográfica siendo menor de edad, además de una ilegalidad, era casi un imposible en épocas en las que no existía internet. Y no hace mucho tiempo de aquellos tiempos de enormes dificultades que coincidió, justamente, con nuestra adolescencia. Ahora, en el globalizado mundo 2.0, alcanza con poner triple doble ve punto minas con tetas grandes punto com punto ar para toparse con un arsenal de sexo capaz de ofrecerle el más feroz de los combates al más fundamentalista de los onanistas. Vale retroceder unos 20 años, apenas, para revivir esos tiempos de sequía, incluso teniendo como vitales aliados a los vhs, padres de los devedés, que eran una herramienta tecnólogica y súper moderna que evitaba el oprobio y el escarnio de colarse en algún cine continuado del microcentro porteño.
Dicen que la curiosidad mata al gato. Y en este caso, casi mata al curioso. Nunca voy a olvidar la tarde en la que decidí conocer en primera persona un continuado. La hago rápida. Pagué 10 pesos y entré sin siquiera tener que mostrar el DNI. La sala era un asco. Toda sucia, con olor a culo. Arrancó la película y era una porno que estaba traducida al español. Resultaba gracioso escuchar los doblajes. Los actores esgrimían repetidamente un "pues tía, muévete un poco que estoy hecho una moto". Y las actrices sacudían sus sensuales esqueletos al compás de un "ay, mi coño arde con tu polla enorme" para cerrar con un "ay, tío, me corro, me corro, tío, ay". La gracia acabó súbitamente cuando un fulano se acomodó en una de las butacas linderas y empezó, sin el mínimo pudor, a tocarse la entrepierna, con la bragueta baja y el fulanito al aire libre... La verdad, no quise ver el final. Salí corriendo. Tampoco, debo confesar, tuve el valor de volver a un continuado.
En los suburbios del Gran Buenos Aires, lejos de las facilidades cinematográficas que entregaba la metrópoli, los jóvenes como nosotros debíamos recurrir a curiosas artimañas para disfrutar (y aprender) del carácter obsceno de las obras literarias o artísticas, tal como describe la Real Academia Española a la bendita pornografía. De hecho, los mitos urbanos abundan al respecto. Estaban aquellos que descubrían los secretos mejor guardados de sus padres, que escondían bajo llave o con candado el material pecaminoso envasado en un videocasete o en una revista arrugada. Algunos, por ejemplo, aprovechaban la ausencia del hombre de la casa para llevar adelante prolijos trabajos de carpintería o cerrajería y poder disfrutar, a solas o con amigos, de las cintas o páginas prohibidas.
Otros eran unos privilegiados. Era el caso de Mario, que en primer año nos asombraba, para bien y para mal, con sus pajas maratónicas. Nosotros no le creíamos hasta que en la fiesta de su cumpleaños número trece, a la que curiosamente asistimos sólo varones, mostró el material prohibido y deseado que cobijaba en su habitación. Nunca supimos cómo lo había conseguido. Sin embargo, en aquel estante falso del placard escondía el secreto de la felicidad. Lo juro por quien quieran ustedes: nunca antes en mi vida había visto tantas revistas porno juntas. Desde entonces, cada vez que lo visitábamos o nos invitaba, aprovechábamos para hurgar el ropero mágico para deleitarnos con las nuevas adquisiciones. Distinto fue el caso de Pepe, un pibe que estuvo en segundo y tercer año junto a nosotros. Mientras la mayoría, en la que me incluyo, elegía ver las páginas que rebalsaban de tetas, Pepe se las ingeniaba para descifrar la clave de una alcancía que guardaba los pocos ahorros de Mario. Obviamente, el cofre fue vaciado y el pobre Mario, distraido, se dio cuenta mucho tiempo después de la sustracción.
Pero volvamos a las películas porno que es el eje de esta historia. Verlas, siendo adolescente, era un lujo reservado para pocos. Incluso algunos pasaban horas frente a un televisor viejo, convencidos de que la sintonía fina alcanzaba para decodificar las novedosas señales para adultos. Muchas veces funcionaba, pero era imposible encontrar el clímax ante la rebeldía de los rayos catódicos. Otros, sin tanta paciencia para esperar un guiño de la tecnología, organizaban meticulosos planes, con mucha logística, para poder observar a rubias y morochas despampanantes (a veces no tanto) y siliconadas siendo sometidas por señores que gozaban de una hombría interminable y casi irreal. Entonces, uno ofrecía su casa o la de un familiar que quedaba vacía y ausente de testigos que fueran capaces de incriminar a los protagonistas de semejante travesura. Así, luego de tan larga introducción, fue cómo conocimos la casa de la abuela de Marcos. Y no piensen mal otra vez. La abuela de Marcos no tenía películas porno en la casa.
Marcos era el más nuevo del grupo. Apenas cursó unos pocos meses tras sumarse a nuestra división en el cuarto año del secundario, en el Normal de Banfield. Sin embargo, a diferencia de todos los que pasaron y volaron, el tipo se quedó para siempre con nosotros. Luego de un par de pasos en falso, Marcos se convirtió en un personaje fundamental dentro de la familia de amigos. Todavía con pelo largo, con sueños de bohemia que sigue teniendo y largos silencios que luego se prolongaron aún más en épocas de soledad y aislamiento, Marcos ofreció la casa de su abuela como sala de proyección de una película porno. Así, con una velocidad sideral, el grupo se organizó rápidamente para cumplir con la misión. Toda una aventura.
Pero no era tan sencillo. Había que conseguir la película en algún videoclub del barrio que tuviera un empleado cómplice que no pidiera el DNI a la hora de alquilar las no aptas para menores de 18 años, ésas que estaban en lo más alto de los anaqueles, como si los chicos no pudieran alzar la vista para mirarlas de refilón. Era toda una odisea que necesitaba una coordinación perfecta para no desperdiciar la oportunidad de transgredir los límites y conseguir material para descargar toda esa testosterona acumulada y envasada en los púberes calzoncillos.
Ojo, las dificultades aparecían a cada paso: en la casa de la abuela de Marcos había un televisor, pero no videocasetera. Entonces era un lujo tener uno de esos aparatos, principal botín de los chorros que entraban a robar a las casas. Allí apareció la colaboración inestimable de Néstor, que, muy osado, dejó por unas horas a su familia sin el preciado reproductor de vhs. ¿Vieron la escena de Misión Imposible en la que Tom Cruise evitaba que una alarma sonara haciendo acrobacias para esquivar los haces ultrarrojos que delatarían su presencia? Bueno, fue así como se sintió Néstor cuando tomó prestada la videocasetera de su casa. Menos mal que nadie de la familia se dio cuenta de la injustificada ausencia del aparato.
También, si la memoria no me traiciona, fue Néstor quien se encargó de conseguir, junto con Eduardo y Ricardo, la película. Tampoco fue sencillo, según me contaron. Hubo un intento fallido en el videoclub del barrio, en donde el empleado, el mismo que días antes le había alquilado un largometraje de Mazinger Z, se negó a ser complice de nuestra aventura. Hubo que ir a buscar otro y Ricardo debió hacerse socio para poder lograr el cometido. El empleado se dio cuenta de que éramos pibes, pero con tal de recaudar unos mangos un lunes por la tarde se hizo el gil. Misión cumplida. Con la videocasetera en una mochila y la porno en otra, sólo faltaba ir a la casa de la abuela de Marcos.
En realidad también faltaba yo. También, generoso, Néstor se encargó de avisarme a mí, que estaba en plena clase de inglés. Con la videocasetera a cuestas y con poco disimulo, se fue junto con Marcos hasta la otra punta de Banfield para que yo no me perdiera la gran velada. No era sencillo. No había celulares. O si los había era impensado que pibes como nosotros tuviese uno. Por eso se fueron hasta el instituto, que funcionaba en el fondo de la casa de una amiga nuestra. Tocaron el timbre, saludaron a Jimena y pidieron permiso para hablar conmigo. El aula estaba en el fondo de la casa. Era chiquita. Apenas entraba un escritorio y unos ocho pupitres. Yo era el único varón del curso. Así, entre siete chicas y la profesora -todas mirándonos a nosotros tres tratando de desentrañar el motivo de la inesperada visita-, me dejaron las coordenadas exactas. No lo olvido más.
"Mirá, Gordo, tenemos una porno para ver. Vamos a la casa de la abuela de Marcos, que está trabajando en el puesto de diarios y no vuelve hasta la noche. Así que venite que te vamos a estar esperando. Tomate el colectivo, el 318 o el 165, y bajate en Temperley, apenas cruza la avenida. Fijate, ésta es la dirección", balbuceó Néstor, con la boca torcida y tratando de no levantar la perdiz, mientras me entregaba un papelito todo arrugado. Me lo dijo como si se tratara de un plan magistral para robar un banco. Incluso, salió tan apurado que se llevó puesta la puerta del aula con la mochila en la que escondìa celosamente la videocasetera familiar.
Quedaba media hora de clase de inglés. No podía dejar de pensar en la gran velada que nos esperaba. Apenas pude salí corriendo a la parada de colectivos para llegar a destino. Nunca había ido a la casa de la abuela de Marcos, pero llegué sin problemas, como si tuviera un gps en la cabeza.
Apenas entré vi que la videocasetera ya estaba conectada al televisor y preparada para poner el play. También había un par de cervezas en la heladera y algo para picar en la mesa de la cocina-comedor. La consigna era clara. Para que la abuela de Marcos no se diera cuenta de la invasión, antes de partir había que dejar la casa tal cual como estaba. Marcos nos asustó diciendo que la abuela se daría cuenta de hasta el más mínimo detalle. Los vasos tenían que estar donde estaban y no podía quedar rastros de basura. Ni siquiera una miguita. Saben el julepe que nos pegamos cuando a Ricardo se le cayó un plato. Por suerte, era Durax -para toda la vida- y zafamos.
Tampoco era fácil dejar todo como estaba. Sobre todo para aquellos que descubrieron un enorme y tentador frasco con berenjenas en escabeche que reposaba en la heladera... Estaban buenísimas.
La película transcurrió entre los gemidos de las actrices, las poderosas descargas de los actores y algunas esporádicas -y lógicas- visitas al baño de los espectadores. Otra vez no hay que pensar mal. La cerveza es un diurético por excelencia y se hace difícil retener la orina una vez que la vejiga está llena. Fue una tarde de gloria, una gran aventura que ya tomó forma de anécdota indeleble. Por suerte, la historia se repitió unas cuantas veces y la abuela de Marcos, al menos eso es lo que creemos, jamás se dio cuenta. Los que no entendían demasiado, eso sí, eran los familiares de Marcos. Es difícil comprender por qué siete tipos se estaban cagando de risa en un velorio...