25/6/11

Daniel (...)

Duele tu partida. Duele porque nunca te dijimos cuánto te queríamos. Yo, al menos, no lo hice. Por estúpido, por egoísta, porque no pensaba que te ibas a ir tan de repente. Pero calculo que vos lo sabías, lo presentías. Por eso eras generoso. Siempre. Porque nos enseñabas todo el tiempo. Porque eras franco, aunque a veces tus mentiritas, siempre en diminutivo, nos hicieran enojar. Porque nos provocabas para sacarnos lo mejor. Para divertirte. Pero sobre todo para ayudarnos. Porque siempre nos dabas una mano cuando más lo necesitábamos. Porque nos dabas ese empujón necesario para que nos metiéramos de prepo en lo que más nos gustaba. "¿Qué querés? ¿Ser periodista o recibirte de periodista?", me dijiste alguna vez que dudaba sobre agarrar algún trabajo que, con el otro Daniel, pusiste al alcance de mi mano. Justo vos, un defensor férreo de la educación universitaria. Un maestro de esos que no abundan. Pero tenías razón. Porque también se aprende lejos del aula. Y no miento: nunca te tuve como profesor. Ni siquiera ese lujo me pude dar. Pero si te tuve como guía, como compañero, como consejero. Porque, como dice el Negro, recibí tus pellizcones en los cachetes, tus abrazos interminables, tus "pipis" y tus "chuchis". Por eso duele. Porque había pocos como vos. Porque te reías de tus pequeñas contradicciones. Porque nos cantabas la justa cuando no te gustaba lo que decíamos o escribíamos. Porque te valías de una ecuanimidad que rara vez se ve en el barro por el que transitamos día a día. Por eso te lloro. Por eso te respeto. Por eso te extraño. Perdón, por eso todos te extrañamos, Dany.

11/6/11

Paula (...)

Y ella me dijo que no. No lo hizo con palabras. Lo hizo con su mirada. Y con su silencio. Reaccioné como pude. Me sentí incómodo. No esperaba su rechazo. No supe qué decir. Ni siquiera quise preguntarle por qué. Estaba confundido. Sin volver a mirarla a los ojos, me levanté y encaré hacia el baño. No tenía ganas de nada. Sólo de escapar. Caminé unos pocos pasos. Seis, siete, ocho, no más. Frené con la intención de volver a la mesa para decirle que no se fuera, que la acompañaría, si ella quería, a su casa. Pero cuando intenté girar me choqué con otra chica. Por la inercia del contacto, la chica derramó su vaso en mi camisa. Le pedí perdón por mi torpeza. Ella también ofreció disculpas. Nos reímos. Por un instante, dejé de sentir el dolor lacerante que me partía en dos. Miré hacia la mesa que compartía con Natalia y ella me miraba con enojo, como si creyera que yo estaba tratando de levantarme a...

-Me llamo Paula -me dijo y me dio un beso en la mejilla, como si me conociera desde hace mucho tiempo-. Vení que le pido una remera a uno de los chicos de la barra. No te podés quedar así. No te vas a poder levantar ninguna chica. Aunque con los ojos que tenés no te hace falta más nada.

Volví a quedarme sin palabras. Paula me tomó de la mano hasta una de las barras y se puso a hablar con el hombre que manejaba la caja. Yo intenté pispear a mi mesa, donde debía estar Natalia. Pero no la vi. Paula todavía me tenía agarrado de la mano. Intenté soltarme. En ese momento, me di cuenta de que Natalia estaba al lado mío. Tenía los ojos, los mismos que me habían dicho que no, inyectados en lágrimas. Quise preguntarle qué le pasaba, pero no me dio tiempo. Me pegó un cachetazo y me insultó con bronca intrínseca.

-Boludo. Eso sos, un boludo. No, en realidad sabés lo que sos: un hijo de puta. Andá a la puta que te parió, pajero... -gritó Natalia como para que se enteraran en todo el bar y en todos los bares de la zona.

Natalia salió corriendo. Toda la gente que estaba en el lugar observó la escena. Al menos eso era lo que yo sentí. Paula me miró con lástima. Me dio una remera hecha una bola de tela. Y me volvió a ofrecer disculpas.

-Te cagué la noche, Negro. Perdoname.
-No, no, no -atiné a balbucear-. Creo que me la salvaste -le respondí y enseguida le devolví el beso en la mejilla.

Así fue cómo conocí a Paula.