20/10/11

El periodista deportivo (...)

Estaba cansado. Sentía que el cuerpo rechinaba en cada pequeño movimiento. De tanto dolor, mis brazos se adormecieron. Pero no podía soltar el volante. No podía dejar que el cansancio me venciera. Quedaban unos 200 kilómetros por delante. Tenía que llegar sí o sí a Tandil antes de la medianoche. El calor era insoportable. El ventilador del auto trabajaba a destajo y amenazaba con fundirse. El aire que entraba por la ventana quemaba. Y eso que el Sol llevaba un par de horas descansando. La ruta 3 estaba repleta de camiones. No había forma de acelerar a fondo. Y yo me desarmaba de sueño. Para evitar que se me cerraran los ojos, busqué en la radio una emisora que pasara música. Resultaba difícil sintonizar alguna que no fuera de cumbia o reggaeton. Sentí alivio al encontraba la voz de un periodista que llevaba tiempo sin escuchar. Su voz fluía por el éter con la gracia de una bailarina clásica. Por momentos, dejé de sentir el agobio de la interminable jornada. La ruta, súbitamente, se limpió de camiones. El camino se había allanado. El aire ya no calcinaba. Me sentí liviano. Aliviado. No entendía bien por qué. Quizá mis ruegos o mis maldiciones habían servido de algo. Pero, porfiado como siempre, comencé a desconfiar de mi repentina buena fortuna. No podía ser que todo, de la nada, me estuviera saliendo bien. Algo raro debía estar pasando. Fue entonces cuando me di cuenta de que el locutor que estaba escuchando con tanto placer llevaba varios años muerto. ¿Cómo podía ser? ¿Sería una grabación? ¡Pero si hablaba del partido de Banfield del domingo!

Poco a poco volví a sentir calor. Gritos. Y chapas que se retorcían. Era un infierno. Y yo estaba adentro. Encerrado en el auto, todavía aferrado al cinturón de seguridad. Con cortes y sangre por todas partes. No tenía fuerza para nada. Quise balbucear unas palabras cuando vi a un bombero con un cortafierros. Volví a dormirme. Me desperté una semana más tarde. Me dicen que estuve siete días en coma. Me encontré magullado, pero entero. Evidentemente, el cansancio me había ganado aquella noche, me fui a la banquina y terminé dando vueltas por el aire transformando mi coche en un montón de chatarras. Un automovilista que pasaba por ahí fue el primero que me auxilió. Me salvó la vida.

Tres meses más tarde, ya casi totalmente recuperado de los golpes y del susto, volví a Las Flores para averiguar datos sobre aquel buen hombre que había evitado que muriera incinerado a la vera de la ruta. Quería agradecerle por haberme salvado la vida. Tenía la necesidad de hacerlo. Acompañado por mi hermano, fui a la comisaría de la ciudad para averiguar quién había hecho la denuncia. El oficial de turno, tras convidarme un mate amargo, buscó gentilmente en los registros. Después revisar detenidamente folio por folio, el policía se frotó la cabellera con insistencia cuando llegó al expediente en el que figuraban mis datos. "Señor, acá debe haber un error", me dijo con un gesto de perplejidad. Y siguió: "Resulta que el hombre que hizo la denuncia se llama Felipe López Jaurena. No puede ser". No podía ser.

Así se llamaba el periodista deportivo que conducía la audición que sintonicé justo antes de que me pegara el terrible palo con mi coche. Llevaba diez años muerto. Se había matado en un terrible accidente de autos, en ese mismo paraje, 15 kilómetros de Las Flores... Viajaba a Tandil y se había quedado dormido.