22/12/15

La vida suelta de Ernesto XXI (...)

Todo lo que Lola le había anticipado en el encuentro bajo la lluvia tras el rescate de Coco era cierto. Caminaron juntos por el Paseo 132 hasta llegar a la casa del Gordo Salvador, que estaba dos casas antes del bonito chalet en el que vivía Lola, su hermana Mechi y su mamá, Silvina. La casa del Gordo Salvador no era una casa. Al menos, no lucía como una casa normal. En el frente, detrás de un alambrado precario, se acumulaban chatarras oxidadas que sólo dejaban un pequeño camino para la entrada de un garaje sin puerta. Había un cartel, también bastante precario, que decía “TALLER”, acompañado, con letras más chicas, con la leyenda “Arreglo todo lo que me traigan. Desde una máquina de coser hasta un portaaviones. Todo lo que llega sin funcionar se va de acá funcionando”. Ernesto no pudo evitar sonrojarse cuando vio semejante mensaje. Lo que se puede rotular como un optimista de la reparación.
-¿De qué te reís, Ernesto? –preguntó Lola antes de seguir camino.
-Es que no caben dudas de que acá vive Salvador. Otra persona no podría haber escrito semejante cartel... -le respondió Ernesto tratando de frenar una carcajada tras volver a leer la leyenda.
-Vos te reís, pero el hijo de puta, no sé cómo hace, pero arregla todo. Eso sí, todavía no le trajeron un portaaviones. Pero la otra vez arregló un helicóptero que tuvo que aterrizar por acá. Iba un tipo importante…
-¿En serio? Mirá que Salvador es un mentiroso serial... Yo lo conozco bien.
-Puede ser, pero acá no miente. Además, está lleno de plata. Siempre come en lo de algún vecino. Ni en comida gasta. Ya te vas a dar cuenta que yo tampoco miento... Bueno, te dejo solo. Tengo que ir a mi casa. Después nos vemos, ¿no? -Sí, sí... Gracias por traerme hasta acá…
-No, gracias a vos. No te olvides de que a partir de ahora sos mi héroe.
Lola estiró los brazos hasta los hombros de Ernesto, se puso en puntas de pie y le dio uno de esos besos engañosos, mitad mejilla, mitad comisura de los labios. El ruido de "chuik" no hizo más que perturbar otro poquito a Ernesto, que seguía maravillado con el cuerpo, tan arrollador como la personalidad de la pequeña Lola. Tanto es así que se quedó parado viendo cómo se alejaba hasta meterse en dentro de su casa y casi que por un instante olvidó de que tenía que ver la forma de entrar a la casa taller de Salvador, que no tenía timbre ni nada que se le parezca para anunciar su llegada.
Primero ensayó unos aplausos tímidos, luego probó con unos golpes en el portón del garaje, casi tan oxidado por la sal como casi todas las chatarras que reposaban en lo que alguna vez fue un jardín. Salvador no respondía y Ernesto, sin idea de donde buscarlo, eligió quedarse sentado en un tronco seco que asomaba entre el chaperío.
Fue entonces cuando volvió a aparecer Lola con su bikini rojo ceñido, pero esta vez trepada a caballito del Gordo, a quien le tapaba con fuerza los ojos mientras lo guiaba como si fuese un buey cansado.
-¡Mirá a quién te traje! ¡Mirá a quién te traje! Me parece que alguien que se puso otra vez de novio con mi mamá tiene una sorpresa... –gritó Lola en un volumen tan alto que hasta en Mar de las Pampas deben haber escuchado su vocecita.
Cuando Ernesto se paró frente a ellos, Lola destapó los ojos de Salvador y el Gordo, sin dudarlo se abalanzó encima de su viejo amigo, todavía con la diminuta y explosiva Lola montada en su lomo. Fue el abrazo más fuerte que sintió en su vida. Fue como una avalancha de afecto que apagó el incendio interior que tenía Ernesto luego de sentirse la nada misma por su insípida vida con Laura.
-Hijo de puta. Por fin viniste a visitarme. ¿Y la cogotuda de Laura? ¿Dónde la dejaste? Vení, vení, que vamos a tomar mate a lo de Lola y me contás todo. –le dijo Salvador, ya sin Lola a cuestas, mientras seguía abrazando Ernesto como si fuera su mascota predilecta.
-¡Silvina! ¡Gordita! Vení. Vino Ernesto, mi hermano de la vida. –vociferó el Gordo que necesitaba ocho cuerpos como el de él para que le cupiera la alegría por ver a su amigo. Y ahí apareció Silvina, una fotocopia excelentemente añejada de Lola, de la mano con una nena de tres o o cuatro años que era Mechi, otra fotocopia pero en miniatura de Lola.
-Así que vos sos el famoso Ernesto –se acercó Silvina y lo abrazó-. Este habla de vos como si fueses el Che Guevara. Vení, pasá, que seguro que tienen mucho que hablar. Las chicas y yo tenemos que ir hacer las compras.
-Bueno, gracias... Veo que acá, salvo por Salvador, la belleza es el denominador común –tiró Ernesto como para agradecer tanta buena onda.
-Dale, boludo. Dejá de decir estupideces y contame qué te trajo por acá –lo interrumpió el Gordo.

No hay comentarios.: