21/4/14

La vida suelta de Ernesto XII (...)

Un bonito ramo de rosas, una carta sentida aunque cargada de cobardía, una cuenta bancaria con su nada despreciable indemnización y un lindo departamento del que todavía faltaba pagar unas pocas cuotas para saldar el crédito hipotecario. Con eso, y con eternos días y noches de profunda introspección desde aquel ataque de pánico, Ernesto sacó definitivamente a Laura de su vida. No la quería ver más. Tampoco la quería más. No le interesaba envejecer a su lado. Tenía la certeza de que ambos serían más felices sin estar juntos. Sentía desde sus entrañas que fue generoso y egoísta a la vez. Generoso porque llegó a la conclusión de que se había transformado en un ancla para Laura, más allá de que ella estaba a un tris de ignorarlo. De hecho, en los últimos años, Laura era más cariñosa con Ulises, el gato al que Ernesto odiaba casi tanto como a su suegra, Stella, que con su marido. Y también fue egoísta. Sanamente egoísta. Tanto es así que al patear el tablero Ernesto y se sintió bien después de tanto tiempo de sumisión y obediencia.

En las noches de insomnio previas a su intempestiva partida (para todos lo demás, menos para él, claro), Ernesto había llegado a la sesuda conclusión de que su vida hubiese sido diametralmente opuesta de no haberse enceguecido en la construcción de una frágil y poco equitativa relación con Laura. Pero ese tiempo se fue, se le escurrió y nunca volverá. Sólo le sirvió para comprobar empíricamente qué era lo que no quería para su vida, como aquel que arranca una carrera universitaria y años después se da cuenta de que lo que no es lo suyo. A Ernesto el aprendizaje le llevó diez años de casado y unos cuantos más de noviazgo. Sin embargo, no sentía pena por haber tirado a la mierda gran parte de su vida. Valoró haber caído en gracia de que no era feliz antes de que la decrepitud física y mental se apoderara de su ser.

Mientras Laura mutaba desesperación en llanto y enseguida, luego de un duelo mínimo y cosmético, entendió que su futuro ex marido, al fin y al cabo, le había hecho un favor, Ernesto estaba sentado en un bar de Constitución tomando un café, sintiéndose un triunfador y un perdedor al mismo tiempo. Con la mirada perdida, mientras jugueteaba con un sobrecito de azúcar, le surgió un interrogante. “¿Y ahora?”, se preguntaba una y otra vez sin encontrar una respuesta que lo dejara satisfecho. Sintió miedo. Se sintió solo.

“¿Y ahora?”, volvió a interrogarse mientras revisaba metódicamente el bolso en el que, antes de salir del departamento (y ver por última vez a Laura, dormida y roncando) había guardado algunas mudas de ropa y unos cuantos recuerdos de su infancia que cuidadosamente guardaba en una vieja lata de galletitas, esas de chapa, con forma de cubo y tapa redonda, que pasó mucho tiempo escondida las profundidades de un placard. Entre cartas, fotos y una sevillana que le había regalado su abuelo, Ernesto también decidió llevarse la ajada revista pornográfica que todavía atesoraba, esa que le sirvió para descubrir que su hermano compartía, al menos, los mismos gustos por las rubias siliconadas. Pensó en llevarse alguno de sus libros preferidos y también las carpetas en las que acopiaba su colección de películas y series en DVD y sus CDs favoritos. Pero cuando se disponía a guardarlos en otro bolso, Ernesto se dio cuenta de de que no tenía dónde ir. Tantos meses pasó planificando su salida del trabajo y su huida de Laura que olvidó lo más importante: hacia dónde huir...

Gustavo, su hermano, era una solución. Pero estaba en España por trabajo. Y no le daba la cara para pedirle asilo por teléfono. Además, no veía viable pedirle el favor a Sandra, su cuñada, a sabiendas de que casi no tenían diálogo. Ella nunca lo soportó porque creía que Ernesto hablaba mal a sus espaldas y le llenaba la cabeza a Gustavo. Una idea equivocada. A Ernesto no le interesaba relacionarse con ella. Le parecía una pelotuda, una mina superficial, sin ambiciones. Apenas cruzaban, con desgano, un saludo de rigor cuando se veían. Ni siquiera la llamaba para sus cumpleaños.

Sentado en esa diminuta mesa de noventa por noventa centímetros y luego de pedir otro café negro, Ernesto descartaba una tras otra las ideas que se le ocurrían para encontrar una salida. O, al menos, un lugar para pasar algunas noches hasta que pudiera aclarar ideas y despegar. Pensó en Diego, su amigo eterno y compañero de escalón en la popular de Banfield. Pero Diego vivía en un monoambiente y compartía departamento con su madre que estaba postrada en cama más desde hacía más de cinco años. Diego, sin dudas, le habría hecho lugar en la cocina o en el baño. Pero Ernesto no estaba en condiciones de compartir siquiera dos minutos con una vieja moribunda ni con sus olores.

Pensó también en Javier, su excompañero de trabajo, pero tampoco era viable. Javier se acababa de separar y había vuelto, a los 42 años, a la casa de sus padres con la cola entre las patas. Una situación que el propio Ernesto no estaba dispuesto a vivir en carne propia. Además, en los últimos años había tratado con tanto desdén a Rafaela y Franco que no le daba para hacer, por necesidad y urgencia, un mea culpa ante sus ya ancianos padres a cambio de un lugar para dormir.

Desesperanzado y desesperado por no saber qué hacer de su vida, Ernesto comenzaba a evaluar la idea de alojarse en una pensión de mala muerte de Constitución. Hasta que, sin querer, escuchó la conversación de tres pibes que tomaban una cerveza tras otra en la mesa que estaba a su derecha. Ellos hablaban de las vacaciones que venían y recordaban a los gritos sus andanzas por Villa Gesell. Y fue entonces cuando tuvo una especie de epifanía. Se acordó de Salvador, su otro gran amigo de la infancia, al que no veía hace años. Su verdadero hermano. Su nombre encerraba la solución que Ernesto necesitaba: la salvación. Ni siquiera lo llamó por teléfono. Pagó los cafés, se subió a un colectivo de la línea 62 hasta Retiro y sacó un pasaje para subirse al primer micro que salía hacia Gesell. El mar y la arena nunca le gustaron. Pero Laura le había gustado mucho y la historia terminó mal. Muy mal. Ya era hora de dejar los prejuicios de lado.

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