25/3/14

La vida suelta de Ernesto VIII (...)

Ernesto llevaba muchísimo tiempo pensando en cómo hacer para largar todo a la mierda. Ya no soportaba ir a trabajar a la oficina, la misma a la que iba de lunes a viernes desde hacía casi 20 años. Y la pasaba mal, horrible podría decirse, cuando estaba con Laura, o sea cuando volvía a su departamento. Ya casi que no se hablaban, ni siquiera se miraban. Y hacía tiempo que el sexo había pasado de un tercer a un decimoquinto plano entre ellos. Aunque la capacidad de dialogar y de tolerarse, futbolísticamente hablando, estaban un par de categorías más abajo. Era una relación de dominación. Al menos eso era lo que sentía Ernesto, el dominado, a quien ya no le alcanzaba para seguir adelante la admiración que en algún momento había sentido por su mujer. Estaba todo más que mal. Pero por temor, por cagón, mejor dicho, jamás se atrevió a preguntarle a Laura qué sentía o qué pensaba sobre la triste, y para él irremediable, situación que vivían. Para ella, en cambio, todo parecía más normal. Laura estaba acostumbrada a llevar las riendas de la relación. Ernesto siempre había sido un pusilánime y con el correr de los años dejó de ser su compañero de aventuras y emociones (parece una publicidad de cigarrillos) para convertirse en algo menos que su edecán. Laura crecía como profesional y como persona, a medida que Ernesto se empequeñecía. A Laura la conoció cuando ambos estudiaban Letras. Ernesto jamás terminó la carrera. Luego de dos años de apego al duro y saludable ejercicio de estudiar, comenzó a militar en una agrupación de izquierda que respondía al trotskismo, más allá de que él siempre se consideró peronista. Ernesto se excusaba con una razón atendible: el peronismo de Perón y de Evita, en aquellos menemizados años noventa, no tenía representación legítima en los pasillos de la facultad. Su militancia, no obstante, resultaba un contrasentido teniendo en cuenta su dificultad a la hora de establecer vínculos con los demás. Al mismo tiempo, comenzó a trabajar en un local de fotocopias que funcionaba dentro del edificio. Y poco a poco, entre el PTS y el olor químico a tinta quemada, Ernesto comenzó a alejarse de las aulas. Fue, justamente, atendiendo el negocio como entabló sus primeras palabras con Laura. Ya la conocía por haber compartido unas cuantas materias. La miraba en forma obsesiva, completamente hipnotizado por su belleza y por su inteligencia, pero obviamente jamás se atrevió a cruzar palabras hasta aquella tarde en que Laura se acercó al local y se vio obligado por la circunstancia. En un instante de lucidez, una estrella fugaz en su eterna oscuridad, Ernesto observó los apuntes que le entregaba para copiar e hizo un atinado comentario al respecto de los escritos que sorprendió a Laura. Fue la primera vez que ella posó su mirada en los ojos insípidos de Ernesto, nunca había reparado que habían sido compañeros en unos cuantos cursos. Una afirmación cargada de ironía, hasta graciosa, terminó por atrapar la atención de Laura. Así fue cómo comenzaron a verse cada vez más seguido. En realidad, como siempre, Laura fue la que tomó la iniciativa y lo invitaba a participar de sus tertulias intelectuales. Ella, un bocho, terminó la carrera en tiempo récord y, mientras despuntaba el vicio dando clases en diversos claustros universitarios, se convirtió con el correr del tiempo en una de las lingüistas más respetadas de la Argentina y del mundo, con cientos de ensayos publicados. Una referencia. Ernesto, en cambio, quedó atrapado en la necesidad de ganarse unos pesos para sobrevivir, dejó el local de fotocopias y los pasillos de la facultad para empezar a trabajar full time, aunque con condiciones ultraprecarias, como cadete en una oficina de correo privado. Casi sin proponérselo, Ernesto fue mejorando sus condiciones laborales en la empresa. Su incapacidad para hablar y relacionarse con los otros no resultó perjudicial, sino que se convirtió en una virtud: la discreción. Poco a poco se fue ganando la confianza de los gerentes y, como si se tratara de un ejemplo del sueño americano-liberal, poco a poco fue escalando posiciones a medida que la empresa se fusionaba con otras más pequeñas y se afianzaba en el mercado. De cadete pasó a labores administrativas. Al tiempo, uno de los encargados del área de logística murió aplastado por un camión en la planta, un accidente terrible que terminó beneficiando a Ernesto, que fue el elegido para ocupar su lugar. De la nada, con nada, pasó de repartir la correspondencia interna y hacer la recorrida por los bancos a quedar a un paso de ser gerente. Sin quererlo, como todo en la vida de Ernesto. Así, atrapado en la vorágine, Ernesto crecía dentro de COPIAR (Correo Privado Industria Argentina). Pero también crecía su profundo rechazo por lo que hacía. No pasaba día, mientras cumplía burocrática y religiosamente de su trabajo, sin imaginar qué hubiera de su vida si no hubiese tenido la necesidad de meterse en ese sucucho trosko para sacar copias y terminar en esa maldita e inconducente empresa de correo privado. Las preguntas se repetían y cada vez retumbaban más fuerte en su interior. Incluso, Ernesto tenía la certeza de que si no hubiese trabajado en la fotocopiadora jamás de los jamases se habría animado a hablar con Laura...

No hay comentarios.: