28/3/14

La vida suelta de Ernesto IX (...)

La felicidad estaba empecinada en esquivar a Ernesto. En realidad, ésa era su sensación. Si le pasaba algo bueno, rápidamente buscaba una explicación que lo llevara a concluir que irremediablemente algo malo le iba a pasar. “Nada es gratis en la vida”, murmuraba por lo bajo ante una noticia positiva. Vivía alienado por el terrorismo meteorológico que emana viralmente de los canales de noticias y de los informativos de la radio. Una probable lluvia para dentro de dos días lo sacaba de quicio. Un alerta meteorológico, con tormenta eléctrica y posible caída de granizo, le ponía los pelos de punta. Y la cosa empeoraba con el correr de los años. Sus compañeros de oficina, por ejemplo, percibían esa insatisfacción continua que se manifestaba de diferentes maneras. El mal humor era apenas la punta del iceberg. Cuando escuchaba un comentario que no le agradaba, Ernesto inmediatamente lo descalificaba con la mirada. Pero lo más molesto era ese insoportable chasquido que producía al hacer ventosa y separar bruscamente la lengua del paladar. El ‘nch’ sonaba todo el tiempo. Cada vez más seguido. De la mañana hasta la noche. Incluso lo hacía dormido. Ernesto no se daba cuenta. Su insatisfacción lo había llevado a ser una persona despreciable en su trabajo. Y en su casa también, aunque Laura, un poco ciega, tampoco se daba cuenta. Envuelta en su vorágine profesional, entre clases magistrales y conferencias, no esperaba que su marido explotara como iba a explotar. Ella lo veía, o elegía verlo, como siempre, como el chico que despertó su atención del otro lado del mostrador de la fotocopiadora de la facultad. Unos seis meses antes de dejar a Laura el día que cumplían diez años de casados, Ernesto sufrió un ataque pánico cuando salía de trabajar. Nunca antes había sufrido un episodio de ese tipo. Cayó redondo en la vereda y se despertó al otro día en la camilla de un hospital con un bruto magullón en la cabeza. Un cartonero fue el que alertó al guardia de seguridad de COPIAR, que inmediatamente llamó a una ambulancia. Parecía que estaba muerto. Pensaron que había sufrido un infarto o un acv. Pero simplemente le había explotado la cabeza. Laura ni siquiera se enteró. Había viajado a San Juan para ofrecer una disertación invitada por la gobernación y no le pareció extraño que su marido no atendiera el teléfono de línea ni el celular cuando lo llamó aquella noche para hablar. Es que Ernesto odiaba hablar por teléfono. Nunca, salvo por cuestiones laborales, atendía los llamados. Respondía por sms o por whatsapp, pero casi siempre andaba sin batería, la que consumía jugando horas y horas al Candy Crush. Laura volvió a los cuatro días y Ernesto jamás le contó sobre su ataque de pánico. En el hospital, una vez que se despertó y chequearon que no tenía nada malo más allá de los picos de ansiedad, lo derivaron a un psiquiatra que le recetó unos ansiolíticos y un par de horas después le firmó el alta. Le dieron 15 días de licencia. Sin embargo, Ernesto prefirió no ventilar su problema. Todas las mañanas, durante esas dos semanas, se levantaba y simulaba que iba a trabajar. Sin embargo, se pasaba el día leyendo y tomando café en un bar de Constitución hasta que se hacía la hora de volver a su casa. Fue entonces cuando comenzó a pensar por qué le había pasado lo que le pasó. Y rápidamente llegó a la conclusión de que debía cambiar radicalmente su vida. La infelicidad lo había convertido en un ser miserable. En alguien que jamás imaginó ser. La idea de renunciar a la oficina se convirtió en certeza casi de inmediato. Lo de Laura, en cambio, le llevó un poco más de tiempo.

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