20/3/14

La vida suelta de Ernesto VII (...)

Ernesto no sabe por qué tiene esa dificultad para establecer vínculos con otras personas. Tampoco es de esos que prefieren la compañía de un perro o de un gato. Podría decirse sin miedo a mentir que odia a los animales. A tal punto que jamás pisó un zoológico. Disfruta estar solo, o en silencio. Hace tiempo tomó la determinación de no entablar nuevas amistades. Y apenas guarda una mínima relación con sus compañeros de la escuela secundaria, con quienes se ve cada vez menos seguido. Cuando se junta con ellos puede pasarse una tarde tomando mate o compartiendo un asado y cruzar no más de diez palabras sobre sus problemas o cuestiones personales. Sí participa cuando se trata de divagar sobre cuestiones banales o de viejas anécdotas que se repiten en loop en cada uno de los encuentros. Le gusta leer novelas policiales, mirar películas en su casa. Al cine dejó de ir desde que se transformó en un salón de comidas. Pero, sobre todas las cosas, lo apasiona el fútbol. Es menottista furibundo, fundamentalista del ‘se juega como se vive’. Y es capaz de irse amargado si su equipo juega mal y gana. Y eso le pasa cada vez más seguido. Suele ir solo y acodarse en diferentes lugares de la tribuna para no tener que hablar con los que siempre se acomodan en el mismo sitio, a la misma altura del campo de juego. A veces va con Diego, uno de los pocos vecinos de la infancia al que frecuenta, a quien pasa a buscar por su casa, camino a la cancha. Y resulta curioso observar que casi que no se hablan más allá de los saludos de rigor, los efusivos abrazos de gol, las puteadas interminables por las ocasiones perdidas frente al arco rival y los goles sufridos y la pregunta o la respuesta sobre cuánto tiempo falta para que termine el partido. En la cancha es el único lugar que fuma. Por eso, siempre pasa por el quiosco que está enfrente de la estación de trenes, ese que siempre está abierto aunque sea 1º de enero, para comprarse un atado de Parisiennes. En su única actitud cabulera, una de las tantas características que repudia de la escuela bilardista, Ernesto fuma dos cigarrillos por tiempo y uno en el descanso. Es un hábito inmodificable. Si Banfield juega bien, porque Ernesto es hincha de Banfield, deja el atado empezado en el escalón donde estuvo sentado o parado con la fantasía de que otro hincha de Banfield lo agarrará. En cambio, una pobre producción del Taladro lo lleva a destruir el paquete de cigarros negros sin miramientos. Ernesto atribuye su problema a la timidez. Nunca hizo terapia, pero está convencido de que tendría que hacer algún tipo de tratamiento en forma urgente para combatir sus manías y romper el muro de hielo que lo aísla del mundo exterior. Sin embargo, cuando está por torcer el brazo y buscar algún psicoanalista en la cartilla de la obra social, piensa que va a tener que hablar y hablar para tratar de desentrañar sus problemas. Y eso lo trastorna. Por eso también le cuesta tanto relacionarse con chicas. En la adolescencia, mientras sus amigos tenían sus filitos estables, Ernesto siempre andaba solo. Algunas pocas veces, vaya a saber con qué chamuyo, conquistaba alguna piba. Pero salía una o dos semanas y ellas lo dejaban. Decían, en realidad coincidían, que era un chabón aburrido. Sólo Laura, unos años después, tuvo la paciencia de soportar su incapacidad de socializar. Nadie entendió nunca qué le vio. Ella era hermosa, sin exagerar. Lo sigue siendo a pesar de que los 40 asoman en el horizonte cercano. Una larga melena morocha, ojos verdes, cuerpo armonioso y curvilíneo con piernas larguísimas. Una chica Divito, pero terrenal, sin esa exagerada cintura de avispa. Un bombón. Cuando se conocieron ella era, sin duda alguna, la más linda de sus compañeras de la Facultad de Letras. Ernesto, en cambio y a primera vista, era (y lo sigue siendo) un tipo del montón. Nada para destacar. Ni flaco ni gordo, ni alto ni bajo, ojos marrones, con pelo castaño, un poco despreocupado por la ropa. Un tipo promedio. Lo salvaba de la total intrascendencia su inteligencia y su sentido del humor que lo hacía sentir con atinados comentarios cargados de ironía. Quizá fue eso lo que deslumbró a Laura.

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