5/5/14

La vida suelta de Ernesto XIV (...)

-Carla. Lindo nombre –dijo Ernesto sin mirar a su interlocutora antes de acomodarse en el asiento que le había cedido una amable señora para evitar su inminente desalojo del micro. Habría deseado completar el “lindo nombre” con un pueril “como su dueña”, pero el miedo escénico lo dominaba cada vez que quedaba cara a cara con una mujer, incluida Laura.

Carla le respondió con una sonrisa, en silencio, como si supiera que su compañero de viaje no tendría mucho más para decirle. De cerca, a pocos centímetros de distancia, casi que no se le veían imperfecciones. Era como si hubiese sido extraída mágicamente de una de esas películas berretas de Hollywood, en las que la chica más bonita aparece de la nada en la vida del protagonista, generalmente un perdedor empedernido como Ernesto.

En otro momento, cuando era más joven y a pesar de su aversión al diálogo, Ernesto habría intentado entablar un diálogo con la muchachita que lo salvó de bajarse del micro por culpa de una vieja psicótica. Pero después de salirse del sometimiento de Laura y de su vida rutinaria, Ernesto no quería saber nada de nada con intentar relacionarse con alguien. En definitiva, había cambiado para no cambiar demasiado... Además, a ciencia cierta, palpó que sus posibilidades de sostener una charla entretenida con una chica mucho más joven (y tan bonita) como Carla eran ínfimas. La aburriría en menos de cinco minutos. Para qué sumar un nuevo eslabón de desencantos en su vida. Además, Ernesto evaluó rápidamente que la acción de evitar que lo bajaran del micro fue un simple ejercicio de justicia y concluyó en forma acelerada y apresurada que el gesto no tuvo nada que ver con un probable flechazo de Cupido. De hecho, si bien no podía confirmarlo con la implacable devolución de un espejo, Ernesto sabía que lucía mucho más impresentable que el resto de sus días, luego de haber pasado horas y horas redactando la carta de despedida para Laura y pasearse, bolso en mano, por media ciudad. Ni que hablar de las secuelas que habían dejado en su cuerpo el sándwich de salame y queso en pan francés y las dos cervezas enlatadas. La única impresión que podía causar era mala. O malísima.

Ernesto no sabía como consumir el tiempo. Incómodo, sintió vergüenza de sacar sus cómics para adultos ante la mirada de Carla, que podría pensar que era, como mínimo, un viejo pajero. Por eso, para evitar malos entendidos, eligió girar la cabeza para dormir las seis o siete horas que duraría el viaje hasta Gesell. Sin embargo, Ernesto no podía conciliar el sueño. Primero porque su cabeza no paraba de dar vueltas por todo lo que había vivido en los últimos meses y por toda la incertidumbre que sentía cuando se ponía a pensar en su futuro. Segundo, y principal, porque no quería dormirse por temor a despertarse apoyado en el hombro de Carla, todo babeado y atontado, producto de su poco frugal cena improvisada en Retiro. Así que para evitar hablar decidió entrecerrar los ojos y fingir que dormía mientras fisgoneaba los movimientos de Carla.

La muchacha, tras pasar varios minutos con la mirada enfocada en la ventanilla, tomó una agenda de su mochila e hizo un par de anotaciones. Escribía en versos de ocho sílabas y bajaba al renglón siguiente. Así, sucesivamente, hasta completar unas cinco estrofas. Ernesto, envuelto en su ignorancia, no sabía si era una poesía o la letra de una canción de amor. Cuando se aburrió de escribir y de tachar lo que escribía, Carla guardó la agenda en la mochila y sacó dos libros. Uno era “Las aventuras perdidas”, de Alejandra Pizarnik. El otro era “Cuarteles de Invierno”, de Osvaldo Soriano.

Abrió el primero en una página que tenía marcada con un boleto de tren. Y en voz baja, casi imperceptible, recitó: “Carencia: Yo no sé de pájaros/no conozco la historia del fuego/pero creo que mi soledad debería tener alas”. Lo repitió tres veces hasta que una lágrima recorrió lentamente el pulido contorno de su cara. Se secó la tristeza con un pañuelo de tela, cuando la pequeña gotita amenazaba con caer sobre su pecho. Giró la cabeza y miró fijamente a Ernesto, que seguía haciéndose el dormido. Lo observó con detenimiento, con una mirada maternal que culminó con otra sonrisa súper blanca. Era hermosa. Entonces, colocó el libro de poesía junto al apoyabrazos que daba contra la pared del micro y comenzó a leer el prólogo de Osvaldo Bayer que precede a la novela del Gordo Soriano.

Ernesto, casi sin conocerla, sintió la necesidad imperiosa de hablarle. Quería preguntarle porque había llorado con los versos de Pizarnik. Quería decirle que había pasado la juventud leyendo a la poetisa junto con su ex mujer y explicarle por qué Soriano, después de Raymond Chandler, era uno de sus autores preferidos. Pero no se animó. Prefirió girar y seguir con su hundido en su falso sueño. Aunque ya había sumado otra duda a su vida miserable. ¿Y si Carla era la mujer de su vida?

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