19/5/14

La vida suelta de Ernesto XV (...)

De tanto fingir, con los ojos entrecerrados, aunque espiando los movimientos de Carla, Ernesto se quedó dormido. Posiblemente ocurrió antes de pasar por el peaje de Samborombón. Al menos ésa fue la última imagen que guardó de la ruta 2, a la que creía conocer de memoria al cabo de inumerables idas y vueltas desde Buenos Aires hasta Mar del Plata y otras ciudades balnearias de la costa.

Una de las pocas virtudes que Ernesto creía tener era recordar vívidamente los sueños. Tanto es así que muchas veces confundió escenas de la vida real con situaciones puramente oníricas. Por eso nunca supo bien si fue cierto que Carla, con un inesperado espíritu maternal, lo abrazó, lo acarició y le dio un beso en la frente antes de quedar efectivamente dormido.

El sueño de Ernesto no tuvo demasiada lógica. Tras el abrazo de Carla, se trasladó mágicamente, como suele suceder en los sueños, a un recital de Silvio Rodríguez. Sonaba de fondo, con un loop infinito, una estrofa de “Óleo de una mujer con sombrero”. “La cobardía es asunto de los hombres, no de los amantes. Los amores cobardes no llegan a amores, ni a historias, se quedan allí. Ni el recuerdo los puede salvar, ni el mejor orador conjugar”.

El mensaje del subconsciente era un golpe directo al mentón de la conciencia. Un llamado de atención a esa actitud constante de desidia que caracterizaba a Ernesto, maestro de la relatividad cuando de cuestiones íntimas se trataba. Efectivamente, se había enamorado de Carla. En el recital de Silvio, Ernesto creía estar solo. Pero no. A su lado estaba Salvador, el Gordo Salvador. Vaya si tenía cosas en la cabeza que se resistían a salir en estado de supuesta lucidez.

A Salvador no lo veía hace mucho tiempo. Pero no les hacía falta verse. Eran hermanos. De hecho, se sentía más hermano de Salvador que de Gustavo. Una relación mágica que fue perdiendo cotidianeidad con el correr del tiempo, pero que no se resintió jamás. En el sueño, como en la vida, Salvador le guiñó un ojo y enseguida le pegó una certera trompada en el brazo, esas que duelen porque los nudillos se clavan en una inserción entre dos músculos. Ernesto lo sintió como si fuera real. Y le dijo: "Preparate que en un tiempo me voy a vivir con vos". Claro, Ernesto se había lanzado a la aventura sin siquiera saber qué era de la vida gesellina de su amigo. Y, tal vez, lavó culpas tratando de avisarle en forma telepática a través de las ondas delta del sueño profundo. "No hay problema, hermano. Para vos siempre hay lugar. Cualquier cosa, dormimos juntos", le respondió el Salvador onírico antes de largar una de sus clásicas carcajadas y de mudarse, como por arte de magia, en realidad arte de sueño, a un cabaret de mala muerte de la calle Eva Perón, en Temperley, donde iban a tomar whisky barato una vez que la noche se agotaba.

Ernesto se despertó cuando Salvador, desquiciado, gastaba sus últimos mangos en una morocha que se llamaba Yvonne y aseguraba, con serio riesgo de perjurio, ser brasileña y tener 24 años. Antes de abrir los ojos, sintió que un hilo de saliva le corría por la comisura de la boca. Se secó con un movimiento autómata con el puño de la campera y con su peor cara de dormido giró para intentar decirle algo a Carla. Pero la muchacha ya no estaba a su lado. Miró por la ventana y ya estaban en Gesell. Desesperado, Ernesto le preguntó a la vieja que le había cedido su asiento si sabía qué había pasado con la chica.

 -Se bajó en Madariaga, querido.

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