31/7/09

Matilde - Tres (...)

Robertito guardó el auto en el garaje. Antes de entrar a su casa, fue hasta el almacén de la esquina para comprarse tres botellas de cerveza que fueron sin escalas al congelador de la vieja heladera Siam. Luego, caminó un par de cuadras, hasta la pizzería del Gordo Luis, para ordenar una calabresa y una fugazzetta. No pensaba bajarse las dos de un saque. Sólo se estaba aprovisionando para el almuerzo, la cena y el desayuno del otro día, aunque no veía la hora de comer la pizza aceitosa y al molde del boliche de su amigo, algo que resulta imposible con Matilde en casa.

Es que su madre, desde su jubilación, renegaba como una fundamentalista de la comida comprada. Y, pese a que el arte culinario le era algo ajeno, ella se encargaba de hacer todo lo que se consumía en la casa. Su hijo, sumiso hasta el hartazgo, aceptaba sin chistar su insoportable repertorio de platos sosos e insípidos. La pizza, justamente, era su peor especialidad. Las hacía finitas, como si se tratara de una galletita de agua, pero curiosamente siempre las sacaba antes de tiempo del horno y la masa, a menudo mal fermentada, se doblaba por su falta de cocción. Eran prácticamente incomibles por culpa del sabor amargo de la levadura. Sólo ella y Robertito se animaban a degustarla. A Matilde le encantaba. Robertito, en cambio, comía lo mínimo e indispensable para evitar caer en la discusión eterna que arrancaba con el hiriente “sos un desagradecido”.

De ahí la locura por comerse dos pizzas como la gente. Se trataba de una necesidad primaria para el golpeado sistema digestivo de Robertito. Al rato, luego de intercambiar algunas bromas con el Gordo Luis y arreglar para juntarse por la noche, el hombre volvió raudo haciendo equilibrio para que las dos cajas de cartón atadas por un piolín no perdieran la horizontalidad, evitando de esa manera que el queso se derramara. Ya en su casa, las apoyó sobre la mesa del patio y fue directo a la cocina. Regresó con un plato, un vaso, un tenedor, un cuchillo y una cerveza. Abrió la botella con el culo del tenedor y se sirvió cuidadosamente, inclinando 45 grados el vaso para evitar la formación de espuma. Luego, cortó el piolín de un tirón, abrió la caja de arriba y se encontró con la calabresa, adornada con las tradicionales rodajas de sorpresatta y unas aceitunas negras enormes y rellenas con morrones. Cortó una porción generosa, le pegó un mordiscón, lo masticó a las apuradas y casi sin respirar se bajó el primer vaso de cerveza. Todo acompañado por un silencio encantador.

Tras acabar con la porción de calabresa, se sirvió una de fugazzetta. La disfrutó como si se tratara de un plato preparado por el más refinado de los cocineros. Ya le había llegado el turno a la segunda birra, a la que matizó con otra porción de calabresa, esta vez acompañada por la faina que vino como gentileza de la casa. Con la panza llena, Robertito se quedó sentado en el patio bajo la sombra de la parra hasta que la botella marrón, todavía transpirada, se vació.

Recién entonces se incorporó, se desabrochó el primer botón del pantalón y caminó hasta el garaje en busca del atado de puchos que había quedado en el asiento del acompañante del Fairlane. Volvió a la cocina, tomó la caja de fósforos y se acomodó en el pilar de las rejas para fumarse el tercer cigarrillo del día. Estaba un poco tocado por el alcohol. La falta de costumbre le provocó una leve borrachera que le hizo perder las inhibiciones. Así, como nunca antes en su vida, piropeó a cada una de las mujeres que pisaba la vereda de su casa. Les decía refranes trillados, pasados de moda. Hasta podía sonar cargoso. Luego de un par de groserías, se inspiró con un par de adolescentes que desfilaban por la calle un poco livianas de ropa. Ellas, inconscientemente, le devolvieron la gentileza con una sonrisa a coro y una carcajada histérica. El gesto de las chicas, simple aunque poco inocente, le provocó un calor inusitado que fluyó relampagueante por sus arterias y terminó en una súbita erección. Aturdido por la situación, Robertito recuperó instantáneamente la sobriedad y comenzó a sentir vergüenza.

Miró hacia los dos costados, como si estuviera a punto de cruzar la calle, y se desprendió del cigarrillo, al tiempo que se aseguró de que nadie lo pudiera ver. Como pudo, escondió entre sus manos el bulto que asomaba de su bragueta y se metió a las apuradas en su casa. No podía entender lo que le pasaba. Sobre todo porque llevaba como un año sin tener una erección. Hasta había ido a consultar a un médico, que le había dicho que era un problema causado por el estrés.

Sin saber bien qué hacer, Robertito subió la escalera y encaró directo para su habitación. Allí, encerrado en su cuarto, se bajó los pantalones y se acostó en su cama. Miraba con asombro su entrepierna y no entendía cómo, de golpe, había recuperado la virilidad. Enseguida, sintió la enorme urgencia de descargarse. Así, con la camisa como única vestimenta, fue al baño, se sentó en el inodoro y comenzó a masturbarse con ganas. No dejaba de pensar en las dos pibas que acababa de ver, aunque por momentos la imagen se confundía y en su imaginación aparecía la figura de Marisa, la encargada del local de ropa interior que está al costado de la talabartería. Enfocado en el escote de Marisa, estaba a punto de llegar al esperado orgasmo. Sin quererlo, abrió los ojos y se vio en el espejo. Todo se desdibujó. La erección inmediatamente dejó de tener fuerza. La imagen de un hombre canoso, con anteojos y un poco desarreglado lapidó su desenfrenado impulso sexual. A los 38 años, solo como un hongo, haciéndose una paja en el baño de su casa por culpa de una risita provocadora de un par de pendejas. Se sintió un pelotudo, un infeliz. La triste escena terminó con un ducha helada que sirvió para camuflar su llanto. Al rato, bajó y se tomó la tercera cerveza. No la terminó. Se quedó dormido escuchando la melosa voz de una locutora de un programa de radio.

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