30/7/09

Matilde - Dos (...)

El sí de los familiares de Córdoba se transformó en un respiro aliviador para Robertito. No se lo decía a nadie, ni siquiera a sus amigos más íntimos, pero ya no aguantaba más a su madre. Matilde, rápida como siempre, se había dado cuenta de la movida de su hijo. Aceptó la idea a regañadientes, aunque, en el fondo, no le disgustara la idea de cambiar de aire y reencontrarse con su hermana, Mabel, y a sus sobrinos. Llevaba un montón de tiempo sin verla. La última vez había sido quince años atrás, cuando fueron al funeral de su madre. Desde entonces, Matide nunca se había movido a más de 50 kilómetros desde su casa. Siempre había excusas para evitar las vacaciones.

Robertito no pudo dormir en toda la noche. Una mezcla de ansiedad y culpa lo invadía y lo hacía dar vueltas y vueltas sobre la cama, transpiraba como si tuviera cuarenta grados de fiebre. Fueron las siete horas más largas de su vida. Cuando se levantó, Matilde, que tampoco había podido pegar los ojos, ya tenía su bolso preparado y lo esperaba en el comedor de la casa tomando un mate cocido.

Dale, Rober, que vamos a llegar tarde a la terminal de micros! -gritó Matilde.
-Ya salimos, mamá. Aguantá que saco el coche del garaje y vamos…
-Podrá ser, semejante boludón, con 38 años, que todavía se quede dormido -se habló a sí misma, Matilde, aunque con el volumen suficiente para que su hijo la escuchara con claridad.

Robertito, fastidiado y fastidioso, se quedó con la palabra atragantada. Quería mandarla al carajo. Hasta se le cruzó por la cabeza y por enésima vez la idea de pasarla por encima con el imponente Ford Fairlane. “Si es una vieja de mierda. Nadie la quiere”, se dijo en voz baja y apretando los dientes. Y no estaba demasiado equivocado. Sin embargo, todos sus pensamientos se reprimieron. No tenía sentido ir preso o, en el mejor de los casos, terminar en un loquero.

Matilde también estaba un poco cansada de ejercer ese inconsciente dominio castrador. El viaje hasta Retiro fue puro silencio. Apenas se escuchó un murmullo de Robertito, cansado de que los semáforos en rojo hicieran más largo el camino. Matilde atinó a darle una serie de indicaciones, pero él la frenó con una mirada fulminante cuando ella le reiteró que no dejara de regar los malvones y el resto de las plantas que estaban en el patio.

El silencio extremo los acompañó en la terminal, mientras aguardaban el llamado para subir al micro, cuyo destino final sería Merlo, en San Luis. Mabel, la hermana de Matilde, se había ido a vivir con toda su familia a un paradisíaco paraje en Traslasierra, llamado Loma Bola, al pie de la sierra de Los Comechingones. Allí, los Figueroa administraban una hostería, donde hospedarían a Matilde. ¿Cuánto tiempo la soportarían?

-Hijo, no te olvides de todo lo que te pedí, eh. Y por favor guardame todos los diarios que después tengo que ponerme al día con los avisos fúnebres -volvió a vociferar Matilde cuando subía al micro.

Robertito ni siquiera le respondió. No quiso hacerse cargo de la orden de su madre. Apenas hizo un gesto, moviendo apenas la cabeza de arriba hacia abajo, y dio media vuelta. Ni siquiera tuvo la paciencia para aguardar que el coche arrancara. Matilde lo buscó desde su ventanilla, pero no lo encontró. El ya iba camino al estacionamiento en busca del Fairlane que también había heredado de su padre. A medida que se acercaba, pensaba en él y en su maldita suerte. Cerca de los 40 años, no tenía nada que fuera suyo. El chalet que había comprado antes de casarse, el único bien que alguna vez tuvo su nombre, había quedado en poder de la turra de Ana Clara. El resto de sus bienes eran un mal congénito. Como su vida.

Antes de subirse al auto, pasó por un kiosco y se compró un alfajor triple de dulce de leche y chocolate para compensar la omisión del desayuno. También pidió un atado de cigarrillos negros. Llevaba casi ocho años sin fumar. Lo había dejado de un día para otro, tratando de cuidar su salud y también su bolsillo. No tenía ganas de volver al vicio. Pero quería ver si lo podía controlar y fumar uno de vez en cuando, después de alguna comida. Sin embargo, apenas salió del estacionamiento de la terminal, Robertito probó si el encendedor del auto funcionaba. Al ver que el dispositivo se ponía rojo como una brasa, no resistió a la tentación y prendió el faso. La primera pitada fue tan placentera como un orgasmo. Enseguida, falto de costumbre, el humo le fue directo a la cabeza y se mareó. Apenas pudo, acercó el auto al cordón y abrió la puerta para vomitar. Un policía que caminaba por la vereda le preguntó si estaba bien y Robertito, blanco como un papel, levantó el pulgar, se incorporó y volvió a arrancar. A las diez cuadras, encendió otro. La sensación de malestar no se repitió tras el segundo orgasmo a base de nicotina. Después de mucho tiempo, volvió a sentir algo parecido a la libertad.

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