-¿Cómo me imaginás en la cama? A ver, definime con una palabra -Emilia juguetea con Alfredo.
Alfredo y Emilia trabajan en el mismo edificio en el centro de la ciudad. Los separa un piso. Ella es ayudante del contador de Caledonians, una empresa dedicada a la importación de bebidas espirituosas. Con 39 años, está juntada desde hace once y tiene una hija, Sofía. Su convivencia con Ricardo está en coma terminal. Desde hace rato tiene fecha de vencimiento. No se tocan. No se besan. Ni siquiera se toleran. No pueden pasar un minuto sin pelearse. Les molesta, incluso, mirarse cara a cara. Ella supone que Ricardo tiene una amante. O dos... Y su intuición no suele fallar. Lo único que los une, por ahora, es el amor por la pequeña Sofía.
Alfredo la pasa muy bien con Emilia. A ella le pasa lo mismo con él. Pero nunca interferirá en el hogar de su compañero. No quiere que Mariana, la mujer de Alfredo, sufra lo mismo que padece a diario con Ricardo.
El es subgerente de marketing de la casa matriz de Cartero S.A., dedicada al correo privado, que funciona en el piso de arriba de Caledonians. Tiene 42 años y está casado con Mariana. Su matrimonio no corre riesgos. Al menos eso es lo que todos ven de afuera. La confianza es mutua. Parece que van a cumplir con el tradicional "hasta que la muerte los separe", que vociferó el poco original cura que los unió hace 15 años...
Desde hace siete meses, Emilia y Alfredo comparten la hora del almuerzo. Se conocieron a principios de 2005 al cruzarse en un ascensor. Hubo química inmediata. Ambos notaron el flash. Pero no pasó nada… Apenas se miraron.
La escena, ¿obra del azar?, se repitió tantas veces hasta que el formal “buen día” dejó paso a un recíproco “¿cómo andas?” y llegó al no muy santo “¿venís a almorzar conmigo?”, que salió de la boca del siempre correcto Alfredo.
Como ya saben, tras unas cuantas dudas, el “no” rotundo de Emilia mutó en un “sí, ¿por qué no?”.
La primera vez fue en un pequeño restorán del microcentro. La pasaron tan bien que debieron regresar corriendo a sus trabajos con hora y media de retraso. La siguiente ‘cita’ se dio a las dos semanas. Luego tardaron siete días en volver a verse fuera de sus oficinas. Después fueron los lunes, los miércoles y los viernes… Hasta que las ganas de encontrarse y estar juntos se convirtió en una necesidad diaria.
Tras un breve llamado telefónico a las doce en punto, cronometran relojes y al rato se encuentran en la plaza que está a tres cuadras del suntuoso edificio de Reconquista 993. Hace rato que no van al restorán. Sólo cuando llueve.
Se sientan en el mismo banco. Si está ocupado, van al más cercano. Y no siempre comen durante la hora de descanso. A veces, simplemente, hablan. Se cuentan sus vidas, sus problemas, sus sueños, sus fantasías. Se recomiendan libros, películas y música... Son algo así como amigos íntimos durante una hora. Allí, en la plaza, termina la aventura conjunta. Nada de indecencias o promiscuidades, más allá de lo que provoca la casi siempre incontenible imaginación. Sin embargo, el sexo, elemento totalmente ausente en la relación, se convierte a menudo en el tópico estelar de las conversaciones.
-Que te defina con una palabra... Uy, me mataste. ¿Cómo voy a definir algo que no conozco? ¿Gritás? -repregunta Alfredo, poniendo cara de tonto e intentando al menos recibir una señal.
-¿Querés averiguarlo? -lo torea, Emilia-. Te vas a quedar con las ganas... Yo no ando con hombres casados. Igual, te doy una pista: hace siete años que vivo en un edificio en el que las paredes son de papel... Y tengo mucho pudor. No quiero que los vecinos se hagan la cabeza con mis alaridos.
-Entonces, debo inferir que hace tiempo que jugás a la mudita -Alfredo enciende su mente. Es inevitable.
-Sí, a la mudita porque mi marido no me toca... Hace tiempo que perdí todo tipo de contacto con la sexualidad. Así que no te hagas ilusiones, corazón --pone el freno de mano Emilia, con una pequeña jugarreta histérica.
-Vos debés ser una fiera en la cama -tira Alfredo con una mirada pícara-. Pero si no me dejás probar, nunca lo voy a saber -apura.
-No podés ser un poco más original –se queja la dama-. Nunca lo vas a saber.
-A ver… No se me ocurre nada. Ehhhhh. ¿Cálida? ¿Te parece una buena definición? –insiste Alfredo, con muy poco tacto.
-¡Cálida! ¿Acaso soy una estufa? Por favor –se burla Emilia-. Así no vamos a llegar a ninguna parte. ¿Cómo hiciste para seducir a tu mujer?
Alfredo la mira atónito. Por primera vez en meses no sabe qué decir… -¿Te enojaste?
-¿Qué te pasa? ¿Estás loco? ¡Pero decirme cálida! ¡Ja! ¡Dejate de joder! -cierra Emilia- Dale, apurate. Son las dos. Tenemos que volver a trabajar.
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