Un reportero gráfico le sacó una foto a una persona muy importante que no quería ser retratada. Sólo cumplió con su trabajo. La imagen fue a parar a la portada de una revista. Hasta ahí nada raro. Al hombre en cuestión, acostumbrado a moverse en las sombras, no le gustó nada que su rostro se hiciera público. Podía estar molesto. A nadie le agrada que invadan su privacidad. Sin embargo, se sabe, existen miles de maneras de mostrar el enojo por un disgusto…
El empresario, sin embargo, eligió el camino más sencillo para demostrar que era intocable. Con la función cognitiva alterada por el exceso de poder y convencido de que todo lo podía, decidió castigar al fotógrafo. Resolvió matarlo. El, obvio, no se ensució las manos. Sólo lo hizo el día en que, prófugo de la justicia, se pegó (¿?) un tiro en la cabeza en un campo del interior del país. Una actitud cobarde. Aunque no tanto como haber ordenado liquidar al reportero gráfico que había registrado su omnipotente imagen. El jefe de la custodia del empresario organizó una banda de lacras, formada por matones a sueldo con y sin uniforme, para darle una nueva acepción al término impunidad. La historia terminó con dos tiros en la nuca del fotógrafo en un descampado de una localidad muy cercana a un balneario top de la costa atlántica. No les alcanzó con el par de balazos. También quemaron el cuerpo y su auto. En realidad, la historia no tendría que haber acabado nunca para los responsables del asesinato. Ellos deberían estar encerrados. Pero todo sucedió en un país podrido por la corrupción, en el que las leyes tienen una flexibilidad inusitada. Sólo dos de los homicidas siguen en la cárcel. Otros cinco ya quedaron libres. Y uno, el coautor intelectual, goza de las bondades de la prisión domiciliaria.
Podría ser la trama de un relato policial atiborrado de cinismo. Lamentablemente, todos los saben, es historia real. El fotógrafo fue asesinado hace 10 años. Y aquí parece que no pasó nada.
El empresario, sin embargo, eligió el camino más sencillo para demostrar que era intocable. Con la función cognitiva alterada por el exceso de poder y convencido de que todo lo podía, decidió castigar al fotógrafo. Resolvió matarlo. El, obvio, no se ensució las manos. Sólo lo hizo el día en que, prófugo de la justicia, se pegó (¿?) un tiro en la cabeza en un campo del interior del país. Una actitud cobarde. Aunque no tanto como haber ordenado liquidar al reportero gráfico que había registrado su omnipotente imagen. El jefe de la custodia del empresario organizó una banda de lacras, formada por matones a sueldo con y sin uniforme, para darle una nueva acepción al término impunidad. La historia terminó con dos tiros en la nuca del fotógrafo en un descampado de una localidad muy cercana a un balneario top de la costa atlántica. No les alcanzó con el par de balazos. También quemaron el cuerpo y su auto. En realidad, la historia no tendría que haber acabado nunca para los responsables del asesinato. Ellos deberían estar encerrados. Pero todo sucedió en un país podrido por la corrupción, en el que las leyes tienen una flexibilidad inusitada. Sólo dos de los homicidas siguen en la cárcel. Otros cinco ya quedaron libres. Y uno, el coautor intelectual, goza de las bondades de la prisión domiciliaria.
Podría ser la trama de un relato policial atiborrado de cinismo. Lamentablemente, todos los saben, es historia real. El fotógrafo fue asesinado hace 10 años. Y aquí parece que no pasó nada.
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