16/4/07

Por morfón (...)

Te vi venir. Eras mía. Como vulgarmente dicen, un regalo del cielo. Venías sola. Y yo también estaba solo. Una oportunidad única, de ésas que hay que aprovechar, que no hay que dejar pasar. Por una cuestión de orgullo, vieron. Por eso, en menos de un segundo, traté de hacer cálculos geométricos y de física elemental. No me acordaba casi nada de lo poco que había aprendido en la primaria y en la secundaria. Es muy loco, ¿no? Uno pasa doce años o más escuchando y leyendo cosas que, al fin y al cabo, no hacen a la esencia de uno. Y, encima, cuando más lo necesita, no logra recordar nada. Además, de qué sirven las leyes de Newton a la hora de pegarle de lleno a la pelota…

Aunque ustedes no lo crean, yo pensé todo eso desde que me di cuenta de que el pelotazo de Darío venía hacia mi empeine derecho. ¿Cuánto tiempo pasó en el reloj? Dos segundos, tres segundos... ¡Qué sé yo! Lo más triste es que mi cabeza no dejaba de maquinar. Es increíble, pero en ese lapso minúsculo, también me desayuné con otra buena noticia. El pibe ese, el de la vieja camiseta suplente de Independiente con la propaganda de Ades, el tipo que no me había dejado tocar la bocha desde el arranque del partido, no estaba. Eso sí, no me pregunten dónde estaba porque no tenía ni la más mínima idea. Y todavía el pelotazo, ese sablazo preciso que me había mandado Darío desde lejos, no había llegado...

Retrocedo en el tiempo y parece cómico. Ni yo, que lo viví en carne propia, lo puedo creer. Hasta había elegido el palo más lejano de ese arquero improvisado. Creo que no era necesario pensar demasiado en eso. El pibe que estaba al arco no había dado demasiadas señales de seguridad. Un par de salidas en falso y otros tantos manotazos al aire habían sido sus tristes cartas de presentación desde que se alojó debajo de los tres palos. Eso sí. Estaba invicto. Pero no por mérito propio. Era una simple cuestión de fortuna. Y, sobre todo, por la mala puntería de mi equipo.

Bah, en realidad, yo era el principal responsable de su noche tranquila. Había arrancado bien. Una serie de toques precisos y un remate desde lejos que pasó cerca del palo izquierdo. Pero el pibe que me marcaba me tomó los tiempos enseguida y se hacía un picnic cada vez que trataba de encararlo.

Y eso no era todo. Había otro enemigo más allá de mis propias limitaciones. La empanada de carne picante que me había comido antes de salir para la cancha se puso, de golpe, en mi contra. Había dejado de ser mi mejor aliada para saciar el hambre. Se había convertido en otro stopper, aunque invisible. ¡Una acidez me agarró! ¡Mamita! Daba la vida por un vaso de leche, por una pastillita masticable, ésa que me daba mi viejo cuando me pasaba de rosca los sábados a la noche. Por eso, si a la efectividad de mi marcador le sumamos mi torpeza y el ardor que invadía mi esófago... Todo parecía indicar que no sería el mejor partido de mi historial.

Sin embargo, la vida siempre tiene una sorpresa a mano. Parece mentira, pero es así nomás. Si no pregúntenle a Martín Salas. Ese tipo sí que tiene suerte. ¿Se acuerdan? El tipo estaba en la lona y se encontró cuatrocientos mangos en la calle. A mí nunca me va a pasar eso. A lo sumo puedo llegar a ser el pobre infeliz que hace semejante donación para algún cristiano afortunado… Bueno, con esa guita, Martín se compró la camiseta nueva de Boca, ésa que es horrible. Y con los 300 pesos restantes, jugó a la quiniela. Y, ya lo imaginan, el muy hijo de puta ganó. Así, poco a poco, se hizo la casita que tiene en Santa Marta. Y cambió de racha. Salió de la mala. Consiguió laburo y una mina infernal le dio bolilla. El tema es que ésa es una buena prueba de que la vida siempre te da revancha. En definitiva, volviendo a lo nuestro, aquel pelotazo de Darío que viajaba por la noche de Lomas, con mi pie derecho como destino exclusivo, era la señal divina que necesitaba para darme cuenta de algo trascendental. Ese iba a ser un día fuera de lo común. Mi rutinaria vida esta lista para un cambio de rumbo. Y todo podía empezar en una canchita de fútbol.

La bocha, por fin, llegó a mi pie. Jamás se me cruzó por la cabeza la idea de pararla. Mirá si me rebota y se va a la mierda. Ni loco hacía eso. Eso era una blasfemia que atenta los dogmas de cualquier goleador de barrio. Entonces, sin quitarle la vista, sin distraerme en boludeces, como suele pasarme, mi empeine derecho fue al encuentro con la pelota. No es nada simple. Si bien es una cuestión instintiva, hay que saber hacerlo. Calcular mal, por más que sea una cuestión de décimas de segundo, puede traducirse en un remate desviado, en uno más de los tantos que se pierden por ahí, entre la indiferencia de los compañeros y la burla de los rivales. Por eso, me empeñé en hacer bien las cosas. Un pelotazo tan lindo, como el de Darío, no merecía menos. Y, afortunadamente, le entré como había imaginado durante esos dos o tres segundos que se parecieron a la eternidad. Ustedes, que seguramente jugaron alguna vez a la pelota, saben bien de qué les hablo. Cuando uno ensaya una volea --ya sea a pie firme, de tijera o de chilena--, la sensación de pegarle de lleno es única. El protagonista de la escena siente, por una fracción mínima, que es el muchachito de la película. Siente que esa pelota fue hecha especialmente para su pie. Por un instante, la pelota es una parte más del cuerpo. Algo glorioso, cuasi orgásmico.

Imagino que ustedes estarán preguntándose qué pasó ¿A dónde fue? ¿Al ángulo? Espero que me hayan seguido con atención, por que si no les interesó la historia, calculo, no estarían por aquí. Bueno. A la pelota le entré como los dioses. Pero no fue al lugar preseleccionado, obvio. A mí nunca me salen bien las cosas. Así es la vida de los perdedores empedernidos. No queda otra que acostumbrarse. Fue, sin escalas, hacia el otro ángulo. Pegó justo en la soldadura que une el palo y el travesaño. No infló la red. Ni ahí. La pelota se estrelló en la estructura metálica y salió disparada hacia el centro de la cancha. Después no sé qué me pasó. Me derrumbé en el piso y desparramé mi amorfa figura sobre la tierra. Sentí un retortijón que fue tomando forma de puñalada. Y quede muerto.

Mis amigos se reían. Se burlaban. Pero yo no podía moverme. “Dale, gordo. Mirá que vamos a llamar a una ambulancia”, se mofaba Miguel desde el arco sin saber que yo no estaba fingiendo. Sólo el paso de los segundos despertó una alarma entre mis compañeros. Yo no era de hacerme el actor. No tuvieron otra que parar el partido, llamar a la emergencia y acompañarme al hospital...

Yo no lo sabía. La amargura que me generó perderme ese gol y la acidez causada por esa maldita empanada de carne picante fueron una combinación letal para mi tracto digestivo. Si a eso le sumamos los disgustos habituales de la vida. ¡Mamita! Fue una especie de sandía y vino futbolera que me depositó en un quirófano. Tenía una úlcera galopante que me perforó la pared de no sé qué carajo. Y no hubo otra alternativa que faenar al gordo. Una operación que duró unas cuantas horas y que tuvo en vilo a la familia, a los amigos y a los conocidos. Pero, por suerte, los médicos se las ingeniaron para sacarme del apuro. ¿El recuerdo? Una desagradable cicatriz que cruza mi panza de punta a punta y que será una marca indeleble hasta el día en que me muera. ¡Me pusieron 18 puntos! ¡Parecía un matambre! ¿La consecuencia? “Seis meses sin realizar esfuerzos ni actividad física”, tiró sin anestesia el cirujano. Eso se tradujo en medio año sin jugar a la pelota. Uffff.

Mañana, después de seis meses y un día, regreso a las canchas. Anoche soñé que Darío me tiraba un pelotazo idéntico al de aquella noche inolvidable. Y que le entraba de lleno con el empeine derecho. Y que iba directo hacia el ángulo elegido. Y que era gol. Era simplemente un sueño. Pero capaz se da. ¡Qué mejor manera de volver! Eso sí, por las dudas, no pienso comer nada. ¡Ayunas viejo, ayunas!


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