9/2/09

Putas: Nerina (...)

Como no podía dar con el paradero de Iris, el Flaco Torres, obsesionado y enceguecido, comenzó a hacer una búsqueda casi policial para encontrarla. Insistía con que era un bombón y con que no había ninguna que la pudiera igualar. Rompía un poco las pelotas, es cierto, pero todos sabíamos que el metejón se le iba a pasar apenas conociera a otra. Era cuestión de tiempo. Sin embargo, el Flaco estaba enroscado y se tomó el trabajo de rastrearla. Había decidido abandonar por un tiempo a Macao, el boliche de la también desaparecida Sheny, para probar fortuna en otros tugurios de la zona. Esa noche, luego de unas cuantas cervezas en el bar del Bingo, me convenció a mí y al Tano Fanucci sin demasiado esfuerzo para que lo acompañáramos a Oasis, al que yo nunca había entrado. En ese tiempo, el Flaco ya había visitado varios cabarets diferentes para encontrar a Iris. Pese a fallar en sus intentos, él jamás se volvía a su departamento con la billetera intacta. Al fernet con Coca Cola reglamentario, siempre le agregaba una fichita. "No hay que ser ingrato con las chicas. No hay que hacerlas ilusionar con que se van a ganar un mango", rezaba para excusarse de sus impublicables revolcones con las obesas Jacqueline y Marilyn...
Esa noche en Oasis todo había empezado mal. No había noticias de Iris, obvio. Y tampoco había whisky. Por lo tanto, decidí imitar al Flaco y al Tano y clavarme un fernecito. Torres, con el corazón despedazado, se bajó el trago en menos de un minuto y se llevó a una morocha que no estaba nada mal. Creo que se llamaba Bárbara. Fanucci, otro al que le apasionaba el sexo rentado, le siguió los pasos. Y se encamó con una que acusó el nombre de Paula y que tenía unas tetas extraordinarias. Yo, como de costumbre, me quedé de garpe y las muchachas empezaron a desfilar por mi entrepierna como si estuvieran jugando al juego de la silla. Venían, se presentaban, yo les decía mi nombre y me manoseaban un poco por ahí abajo prometiéndome los mejores 40 minutos de mi vida.
La verdad es que las trolas de Oasis estaban diez veces mejor que las de Macao. Casi me enamoro de Yoseline, una morocha de ojos claros y labios carnosos, que tenía un corpiño de red y una tanga hilo dental que te sacaba el aliento. Me mató cuando le pregunté cómo se escribía su nombre y me lo deletreó al oído mordiéndome suavemente el lóbulo de la oreja. Estaba por explotar, pero preferí esperar un ratito. Es que el Flaco y el Tano habían dejado sus camperas en las sillas y el pasacasete sobre la mesa. Me sentí un pelotudo importante, sobre todo porque sabía Yoseline iba a encontrar compañía enseguida. Y así sucedió. En menos de tres minutos, se levantó un flaquito que tenía una camisa blanca con los botones abrochados hasta el cuello. Me había dejado por un gil... Sin embargo, las malditas camperas y el puto pasacasete, ése que se sacaba entero y se podía llevar como una valijita, me permitieron conocer a Nerina. Yo sé que no me van a creer. No parecía puta. No olía como puta. Y, lo mejor, no te hablaba como puta. Sería una estrategia de marketing. O simplemente sería así. Podía pasar, tranquilamente, como si fuera una compañera de trabajo o de la facultad. Tenía un lomo bárbaro, envuelto en un top negro sin breteles que era medio transparente y un culotte que le dibujaba una cola casi perfecta. La mina ni siquiera se sentó sobre mis piernas. Agarró la silla en la que estaba la campera de Fanucci y se me puso a hablar. Obviamente, me pidió que le comprara un trago. Quería un vodka con naranja. Yo, encantado, se lo compré. Ahí, rápido, aproveché para que me contara su historia. Aunque no los pareciera, tenía 28 años. Y una nena de seis, Camila, que vivía con la abuela por “obvios motivos”. El padre de la pequeña se había ido apenas se enteró del embarazo. Ella, que hasta entonces era ama de casa, tuvo que salir a trabajar. Empezó con promociones hasta que se dio cuenta de que los hombres no dejaban de hacerle propuestas indecentes, casi siempre hipnotizados con sus tetas. Ahí nomás, como si hicieran falta evidencias visuales, se bajó el top y me las mostró. Increíbles, casi me tiro encima. Me habría gustado tener un espejo para ver la cara que puse...
Enseguida, Nerina dejó su silla y se sentó en mi falda. Jugó un poco con sus manos y me consultó si quería pasar, pero le expliqué que no pretendía que mis amigos se quedaran sin abrigo ni música para el regreso a casa. Soné muy convincente. Y también como un tarado. Ella pareció entenderme y me dijo que me hacía el aguante si le compraba otro trago. Yo, totalmente encendido, acepté. Le pedí otro destornillador e hice marchar mi tercer fernet. Mientras esperábamos al mozo, me preguntó si tenía merca. Le dije que no y me puso cara de ojete. Se levantó y se fue a otra mesa. Encaró a un gordo de pelo largo y rubio, le apoyó una mano en la bragueta y con la otra sacó un papelito del bolsillo de la campera del fulano. Le dio un beso y encaró para la zona de los cuartitos. El gordo se incorporó y la siguió. Adiós a Nerina. Como consuelo, mientras esperaba al Flaco y al Tano, ahogué mis penas en alcohol y me clavé los dos tragos, el de ella y el mío. Me pareció, de lejos, ver a Sheny. Pero era otra morocha. Ah, se llamaba Selva.

1 comentario:

Ailín Bullentini dijo...

Extraordinario, Tincho... Leerte es como tener a todas esas minas sentadas en la falda, como escucharlas hablar.. Es increíble.