11/2/09

Putas: El Flaco Torres

En aquella época, no demasiado atrás en el tiempo, los celulares eran un elemento de lujo reservado para algunos pocos. Yo estaba en una escala intermedia en la pirámide de la comunicación. En el trabajo me habían dado un beeper. Me querían tener localizado. Sin embargo, para responder a los llamados había que recurrir a los teléfonos públicos. No había otra alternativa. Así, pese al espectáculo acrobáticamente erótico que se desarrollaba sobre la barra, salí de Oasis con la idea fija de llamar al Flaco Torres. No me importó demasiado que fueran las cinco de la mañana. A dos cuadras del cabarulo, había una estación de servicio Isaura. Allí, encontré el teléfono. No tenía monedas, pero sí un par de tarjetas con algo de crédito. Marqué el número de la casa de mi amigo y nadie me atendió. Me resultó raro, aunque no tanto ya que el Flaco vivía de noche. Así, con el misterio de Iris a punto de resolverse –al menos, eso era lo que creía-, volví a mi casa con la idea de darme una ducha y tomarme unos mates antes de ir al trabajo.
Entonces, yo laburaba por la mañana en una incipiente punto com y por la tarde lo hacía en la sección Espectáculos del diario La Reforma. A Torres lo había conocido en la facultad. El también era periodista y dimos juntos los primeros pasos en la profesión. Dejé de verlo unos cuantos años hasta que se incorporó al staff de Deportes del diario. El Flaco, que pasaba el metro noventa, también jugaba al vóley en el Country Club de Banfield. De ahí conocía al Tano Fanucci, que era el armador del equipo. A mí, en cambio, el vóley no me gustaba para nada. Me parecía un juego de maricones que aprovechan cada punto ganado para tocarse un poco. Puro prejuicio, obvio.
Sin ir más lejos, mi teoría se desmoronaba con los ejemplos de Torres y Fanucci, los dos tipos más putañeros del universo. Ellos, sobre todo el Flaco, son los culpables de mi perdición por los cabarets. De hecho, antes de conocerlo, había ido unas dos o tres veces. Eso sí, lo que no puedo olvidar nunca fue la primera excursión a un lupanar. Todavía no tenía 18 años y uno de mis amigos, que ya había ido con sus hermanos mayores, nos llevó un tugurio en San Francisco Solano. En los alrededores había más camiones que en la fábrica de Scania. Dudamos en cruzar la puerta, pero Nahuel, el experto del grupo, nos convenció y nos recomendó entrar al lugar con gesto adusto así no se notaba tanto que éramos unos pendejos. “Con cara de perro, eh”, insistió. Y nosotros, giles por donde se nos mirara, le hicimos caso. Así, con un rictus digno de un milico malcogido, pasamos la cortina espantamoscas, la misma que había en las verdulerías, y encaramos al patovica, que parecía un ex compañero de andanzas de Martín Karadagian y el Ancho Peucelle, al que sólo le interesaba recaudar dinero. Cuando entramos, el boliche estaba a pleno. Con suerte, en un rincón muy cerca del baño, encontramos una mesa. La trola más joven tenía, sin exagerar, 40 años. Y todos entramos en pánico escénico. Cambiamos las consumiciones por una cerveza y ya estábamos listos para irnos. Entonces, Eduardo, otro de mis amigos, dio la nota. Aprovechó el amontonamiento para pellizcarle el culo a una de las minas. Pero la apiolada apenas la pudo festejar unas milésimas de segundo. La puta se dio vuelta, lo detectó como si tuviese un radar, y le pegó un coscorrón terrible acompañado por un estruendoso “pendejo pajero”. Eduardo no sabía dónde meterse. Se tuvo que bancar las gastadas durante todo el viaje de vuelta. Incluso, cada vez que nos juntamos a comer un asado, algún hijo de puta recuerda la anécdota y Eduardo se pone de la cabeza...
El Flaco Torres, como les había contado antes, tenía extrema debilidad por las putas. En todos los años que lo conocí, el tipo tuvo unas cuatro o cinco novias. Sólo dos no habían sido putas. Estaba enfermo, claro. Se enamoraba. Lo de Iris, como se ve, no era una excepción. Lo volví a llamar un par de veces desde el trabajo para contarle la pista que me había pasado Selva, pero nunca me atendió los llamados. Así que esperé a cruzármelo por la tarde en el diario. Sin embargo, el Flaco no estaba. Cuando llegué, lo fui a buscar por su escritorio, pero en su lugar había un pasante. Encaré al Negro Morales, su jefe, y me dijo que Torres lo había llamado para decirle que estaba enfermo y pedirle que le mandara el médico. Yo estaba tapado de trabajo. Tenía una nota con un actor italiano que estaba filmando una película en la Argentina. Y no podía zafar. Insistí por el teléfono, pero seguía sin atender. No veía la hora de que terminara la jornada para ir a ver qué le pasaba a mi amigo. También llamé a Fanucci. Quizás él sabía algo. Pero el Tano tampoco tenía noticias. Y quedamos en que me pasaría a buscar con su Fiat Súper Spazio por el diario para ir al departamento del Flaco. A las once, Fanucci me levantó de la esquina de Avenida de Mayo y San José y encaramos derecho hacia Lanús. Torres vivía en unos departamentos a unas cinco cuadras de la estación sobre la calle Melo. Durante el viaje por la avenida Pavón, el Tano estaba extrañado por la supuesta desaparición de Torres. También me detalló las habilidades de la petisa Bettina y me preguntó cómo me había ido la noche anterior en Oasis. Le conté de la negra Selva y también de la pista sobre Iris. Y me dijo que conocía el cabaret que tenía el dueño de Oasis en Caballito. Era de primera y se llamaba Copacabana.

1 comentario:

Diego Sagardía dijo...

Más, más, más. Necesito más. Genial, chango.
Meta tecla para adelante.
Felicitaciones y saludos.