7/8/07

Miércoles (...)

Ya era tarde. Demasiado tarde para encarrilar su vida. Lo curioso fue cómo se dio cuenta de que todo estaba en estado terminal. Hacía años que no tenía sexo. Casi ni se hablaba con su mujer y, en consecuencia, le parecía poco feliz la idea de proponerle una noche de descarga en la desvencijada cama matrimonial que sólo usaban para dormir y discutir. Tampoco le interesaba saciar su abstinencia entre las piernas de una puta. La idea de pagar por los servicios prestados jamás lo convenció. Y no es que Ernesto fuese un puritano. Nada que ver. Más de una vez amaneció con un rayo de sol que le quemaba la cara y lo aturdía tras una traicionera resaca que no lo dejaba despegar su cuerpo de esos colchones mugrosos, cubiertos con una sábana manchada y un plástico tajeado, de los cabarets más baratos. A los cincuenta años, la burocracia de trocar dinero por cariño ficticio ya le daba arcadas. Por eso, llevaba una década como fiel devoto de la auto satisfacción. Con un razonamiento algo misógino, se justificaba recordando aquel cuento que intentaba ser gracioso y dejaba como moraleja la eterna fidelidad de la mano, que jamás hace reclamos, que nunca eleva una queja. Y que siempre responde en el momento de mayor necesidad.
Por eso, Ernesto jamás pudo olvidar aquella fría mañana de junio. Como Marisa, su mujer, dejaba la casa de madrugada para ir a trabajar, él aprovechaba sus ratos de soledad, antes de salir para su laburo, para darse pequeños gustos personales. Algunos días se quedaba durmiendo hasta las dos de la tarde. Otros, esperaba con los ojos entrecerrados que ella se marchara para encender el televisor y ver o rever alguna película clásica que pasaban por el cable. Muchas veces leía. Y otras se duchaba e inmediatamente iba al bar de la estación de trenes para desayunar un café con leche con dos medialunas de grasa y una de manteca. No tenía una grilla establecida. Siempre cambiaba. A excepción de los miércoles. Ese era el día que le dedicaba a la masturbación. Un rito sagrado que seguía como el más fiel de los feligreses. Ernesto contaba con un abanico de opciones para llegar al clímax. Tenía videos, revistas con fotos y relatos… Más allá del arsenal de pornografía celosamente guardado en un ropero bajo llave, generalmente recurría a los recuerdos. No podía olvidar sus primeras experiencias con sus novias de la adolescencia. También evocaba los años felices de su matrimonio con Marisa y su cuerpo exuberante. Y no se olvidaba de las trolas amigas de aquel boliche de Recoleta ni de las dos o tres amantes que supo tener en tiempos de apogeo de su virilidad. Vivía de lo bien que lo había pasado. Pero todo conjugado en pretérito imperfecto. Es que el presente era triste y continuo. Ya no sabía qué hacer ni dónde ir. Su vida conyugal sólo seguía de pie por inercia. Cada vez que Marisa amagaba con dejarlo, él ensayaba una suerte de autocrítica para lograr una amnistía. Sin embargo, con cinco minutos de diferencia, estaba totalmente arrepentido de haberla retenido. Una relación enfermiza que tenía clara fecha de vencimiento. Ni siquiera les quedaban los hijos, que cansados de la oscuridad del hogar decidieron marcharse lejos. Bien lejos. Uno es ingeniero electrónico y vive en Cincinnati, Estados Unidos, gracias a una beca conseguida en la universidad. Y el otro, bohemio, se fue a probar suerte a España, con la idea de embolsar una buena cantidad de euros. Pero terminó casado con una hermosa andaluza con la que ya tiene una niña más bella que su madre –-a quien sólo conoce por fotos-- y su abuela --a quien no quiere ver ni en figuritas--...
En medio de una vida que ya no lo satisfacía, Ernesto sólo esperaba que llegaran los miércoles para poder descargar toda la tensión acumulada a lo largo de la semana. No sólo la pasaba mal en su casa. Tampoco era feliz en su trabajo. Ya llevaba veinte años en el mismo diario y quince con el mismo cargo. Lo que en un principio fue un mundo por descubrir mutó en un martirio rutinario y monótono. Su mayor motivación era esperar el cinco de cada mes para ver la cuenta del banco con una cifra de cuatro dígitos que se iba erosionando hasta llegar al cuatro del mes siguiente transformada en algo muy parecido a cero pesos con cero centavos. Lo mejor de su horrible vida, sin dudas, pasaba por la mañana con sus escapadas, sus películas, sus libros. Y sobre todo con sus pajas.
Aquel 13 de junio, luego de un sueño muy caliente, Ernesto se despertó con unas terribles ganas de coger. Ya no estaba Marisa, que se había ido a trabajar a las seis de la mañana, como siempre. Tan mal estaban las cosas con ella que hacía un buen tiempo que ni siquiera atinaba a despertarse para despedirla. Para qué hablar de aquellas épocas lejanas en las que se levantaba junto a ella para compartir unos mates antes de acompañarla a la parada de colectivos. Ya nada quedaba de aquel gran romance. No obstante, vaya paradoja, esa fría mañana se dio cuenta de que la excitación era producto de un recuerdo de la luna del miel. Tras casarse en 1981, decidieron subirse al 3CV de Ernesto para recorrer el país. Así encararon hacia Santa Fe y luego pasaron por Córdoba, San Luis, Mendoza, San Juan y La Rioja. En pleno periplo, el Citröen los dejó a gamba y tras 28 días de travesía debieron pegar la vuelta en un micro. El auto regresó por las suyas remolcado una grúa. La noche del percance, sin embargo, pasaron una velada inolvidable en la soledad de la ruta provincial 74, camino a Chilecito. Si al coche le quedaba algo por romperse, ellos se encargaron de terminar la faena luego de una maratón de lujuria y pasión.
Curiosamente, Ernesto se despertó con ese hermoso recuerdo. Y fue como un rayo al baño decidido a completar el homenaje. Antes de bajarse el pantalón del pijama y el calzón para sentarse en el inodoro, se miró al espejo. Se notó demacrado, con unas terribles ojeras. Descubrió arrugas. La imagen, además, reflejaba un rostro avejentado con una preocupante palidez verdusca. Enseguida, pensó que no tenía ni la más mínima gana de masturbarse. Ya estaba grande para tener a la auto satisfacción como el objeto de mayor veneración, como móvil de una vida sin sentido. Se desnudó y volvió a mirarse al espejo. Esta vez de cuerpo entero. Lo más llamativo de su triste figura era una cicatriz que cruzaba el abdomen de punta a punta, una vieja e indeleble marca de un serio problema intestinal que lo tuvo al borde de la muerte. Hacía mucho que no se miraba. Estaba descuidado. Casi no se reconoció.
Se bañó, se vistió y llamó por teléfono a Marisa.
Ni siquiera la saludó con un hola. Apenas soltó quince palabras.
-Soy yo. Tenemos que hablar.
-¿Estás bien? ¿Te sentís bien?
-Sí, bárbaro. ¿Te paso a buscar y vamos a almorzar?
-Bueno. Te espero en la puerta de la oficina... Pero no te pasa nada, ¿no? Te noto raro.
Ernesto cortó. Tampoco le dijo chau. Sintió un alivio terrible. Al fin, había visto la manera de salir de la oscuridad. Tomó valor. No tenía otra que volver a empezar.

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