9/5/07

La venganza (...)

Después de años de negociar (y rogar) ante sus superiores, Juan se enteró a través de un correo electrónico de que le darían un aumento extraordinario. Le pedían, además, extrema confidencialidad. Obvio: no querían que el resto de la tropa se enterara del solitario logro gremial del oficinista.
Iluso, Juan creía haber ganado una batalla. Sabía que estaba condenado a perder la guerra contra la tiranía capitalista de Erebus S.A. Pero nadie podría quitarle el orgullo personal de haber persuadido a sus superiores de que su trabajo estaba mal recompensado.
La alegría, sin embargo, le duró muy poco. Apenas una semana. El tiempo que faltaba para que le depositaran sus haberes en la cuenta del banco. El promocionado y encubierto plus salarial, anunciado como un inédito logro por su jefe, no alcanzaba siquiera para cubrir los gastos magnificados por la galopante inflación. Más allá de acomodarle un poco la economía de su hogar y sacarlo de unos pocos aprietos, el aumento no implicaba tener capacidad de ahorro. Ni hablar de darse algún que otro gusto suntuoso. Lo que entraba, salía en forma inmediata. Y Juan, perseguido por el estigma de eterno perdedor, estaba indignado. Así, enfurecido tras revisar su saldo en el cajero automático del banco más cercano, entró a la oficina del gerente con su recibo de sueldo apretujado en su mano izquierda.

-¿Me están cargando? ¿Ustedes creen que merezco eso? ¿Quieren que les dé las gracias? Sí, les voy a dar las gracias. Gracias por abrirme los ojos... Son unos hijos de puta. Eso son. Hijos de mil putas...

-Me parece que se está desubicando, Jiménez -lo increpó su jefe en un tono bajo, casi sin inmutarse, mientras se paró de su escritorio para cerrar la puerta de su vidriada oficina-. Usted no me puede hablar así adelante de todos. No sea imbécil... Aquí le estamos reconociendo todo su aporte a la empresa. El incremento está íntimamente vinculado con la dedicación y desempeño que demostró en sus tareas. Ahora, nosotros esperábamos todo lo contrario. Creíamos que este reconocimiento podía resultar un incentivo que contribuyera a su desarrollo en la compañía. Y usted, desagradecido, me responde así. No me haga pensar en que nos equivocamos.

El gélido discurso del implacable Máximo Recasens lo puso a Juan al borde del colapso. No esperaba recibir semejante cachetazo después de tantos años de esfuerzo. Se sintió defraudado. Incluso, mientras insultaba sin parar a Recasens, creyó que era víctima de una broma pesada. Pero no. Enseguida, cayó en la realidad. Se dio cuenta de que era la pura verdad. Y sintió ganas de vomitar. No pudo contenerse...

El impecable y costoso traje gris de Recasens se tiñó de color "café con leche con tres medialunas". Para darle un nombre que atraiga a los cazadores de tendencias, la ropa del jefe quedó color "desayuno de Jiménez". A Juan jamás se le pasó por la cabeza semejante desquite. La gastritis hizo todo el trabajo sucio. Y el gerente se convirtió en el hazmerreir de la oficina. Desde ese día, Recasens perdió el aura de autoridad. Tanto es así que poco tiempo después fue trasladado a otra dependencia. Juan no consiguió ningún beneficio. Apenas, el sabroso gusto de la venganza. No le alcanza para llegar a fin de mes, pero...

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