30/12/25

Tres piedras negras

Amaba las piedras. Sabía, con toda su sabiduría, que las piedras son pura energía. Por eso las coleccionaba. Y no solo eso: también las guardaba cerca suyo. 


De grande, cuando las piernas lo empezaron a traicionar y ya no podía viajar, les encargaba a sus nietos que le trajeran piedras de sus vacaciones en la playa. Ellos no le fallaban. Cada caminata por la orilla se convertía en una expedición para cumplir con la misión. Buscaban las más lindas, las más raras. Pero sus preferidas, sin dudas, eran las piedras negras. 


No hacía falta que fueran diamantes, turmalinas ni obsidianas. Tampoco pedía azabaches, ópalos, jades o espinelas. Nada de piedras preciosas, cotizadas en las joyerías de lujo. Eso, para él, era pura vulgaridad. Le alcanzaba con esos guijarros oscuros y redondos, moldeados por la metódica erosión de las olas del mar. Dicen los libros —y Google también— que son rocas volcánicas. Y, si uno hurga un poco más descubre que estas piedras tienen nombre propio: son piedras de lava. Son basaltos. 


Su historia es rica. Las antiguas civilizaciones entendían que eran la prueba de la ira de los dioses. Sencillo: la naturaleza se empeña en recordarnos de vez en cuando que somos simples mortales. Los romanos también las consideraban un escudo protector: servían para domar a los envidiosos y hasta para amedrentar a las fuerzas del mal. En las culturas precolombinas les encontraron un fin más útil y las empleaban para edificar templos y pirámides. En la Isla de Pascua, en cambio, eran la materia prima para confeccionar herramientas y ornamentos. Y en Hawaii, el extremo norte del triángulo polinesio, son sagradas. Y hay más: en un curioso match con los herederos de Rómulo y Remo, ellos también las usaban para alejar los espíritus malignos. 


Minucho se fue de este plano un rato antes del mediodía del sábado 4 de octubre de 2025. Dos días después, en un lunes demasiado frío y gris que amagó con llover, mucha gente que lo quería se acercó al cementerio para decirle adiós. Antes, cuando el coche fúnebre pasó por la puerta de la casa de toda su vida, todos los vecinos salieron a despedirlo. Fue el momento del dolor. También de entender, más allá de las fotos y los videos que seguirán vivos, de que nunca más recibiremos sus palmadas y sus oportunos abrazos. 


Fue también un instante imposible de olvidar. Con el ataúd ya colocado en su lugar, uno de sus nietos se acercó a la sepultura, se inclinó, estiró uno de sus largos brazos, abrió la mano y, con suavidad, colocó tres piedras negras sobre el féretro. Con ese simple y valioso acto, el convencimiento fue total: la energía de Minucho, con esos tres guardianes de basalto, nunca se apagará.