Se pudrió todo ese jueves. Pero todo, eh.
La verdad, a ciencia cierta, era imposible imaginar que podríamos ser
protagonistas de semejante escándalo. Un despelote con todas las letras. Pero
sucedió. Y la historia, por más que querramos olvidarla, no la podemos cambiar.
Sirenas por doquier, dos ambulancias, cuatro o cinco patrulleros, un par de
nosotros que terminamos en el hospital, otros que terminamos en cana y uno que
volvió a su casa y le pidió, todavía con las canilleras puestas, el divorcio a
su mujer. Y todo eso pasó después de uno de los tantos partidos de los jueves
que terminó siendo único. Lo raro, lo más raro de todo, fue que nunca habíamos
vivido algo igual. Ni el jueves anterior ni el primero de todos los jueves que
iniciamos este inmodificable ritual. Y más raro aún es que tampoco volvimos a
vivir nada igual. Por que, como no podía ser de otro modo, el jueves siguiente,
como si nada hubiese pasado, volvimos a jugar. Y todos los jueves posteriores
nos juntamos otra vez y jugamos, como sucederá, espero, durante muchísimos
jueves más. Y estoy convencido de que no volverá a pasar. Porque ese jueves, en
serio, se pudrió todo.
Jueves 25 de abril de 2013. No me puedo
olvidar de la fecha porque además fue el día después de mi cumpleaños número
40. Para agasajar a mis compañeros y amigos de fútbol, había llevado una picada
para compartir con las habituales cervezas regenerativas post partido como
aperitivo de una importante choriceada. Una picada y una choriceada que nunca
comimos. Los chorizos, imagino, los recalentaron y se los vendieron a los
clientes que vinieron al otro día. Imagino que no los tiraron a pesar de que
más de una botella de cerveza voló y estalló en la zona lindera a la parrilla
dejando esquirlas de vidrio verde por todas partes.
Ahora, mientras escribo estas líneas, me
gustaría averiguar quién se comió la picada. Era una tabla espectacular, como
para 20, con aceitunas de todos los colores y gustos, berenjenas en escabeche y
ajíes en vinagre... Para mí que la picada se la comió Oscar. Y, la verdad, se
lo merecía. Si le rompimos todo aquella noche de jueves. Pobre viejo. Al menos
se dio un gusto después de tanta malasangre. Seguro que se hizo un “permitido”,
como decimos los que debemos hacer dieta en forma crónica y vivimos
engañándonos con “permitidos no permitidos”. Calculo que tanto fiambre le haría
volar por las nubes la presión y los triglicéridos, a los que dos por tres
maldice porque siempre le dan altísimos en los análisis de sangre. La picada le
tiene que haber caído como una bomba... Pero, insisto, se la recontramerecía.
Además, debe haber tirado como cinco días con semejante tabla. El viejo debió
quedar agotado después de pasar toda la noche juntando vidrios, limpiando los
manchones de sangre y ordenando todo el desastre que le dejamos. Se merecía
mucho más que una picada para 20. Se merecía el Nobel de la Paz.
Tiempo después me enteré que fue el propio
Oscar el que intercedió rápidamente con el dueño, Ezequiel, el hijo del finado
Ramón, para que volviéramos a jugar ahí, en las canchitas del Pacaembú CBF,
después de ese jueves negro. Y no creo que haya sido un acto de retribución por
la picada que ligó de rebote. El viejo, un grande, nos quiere como a su familia
y nos debe haber protegido un poco. Es que el hijo del finado Ramón se había
vuelto loco cuando se enteró que su “local” (lo llama así el muy turrito, no le
dice “canchitas” como todo el resto de los mortales) había sido el escenario de
un violento hecho policial. Esa misma noche, en realidad en la madrugada del
viernes, Ezequiel, recaliente, me había dejado un par de mensajes en el
celular. “No los quiero ver más, manga de boludos. Me cago en la amistad que
tenían con mi viejo. Búsquense otra cancha”, decía uno. Y el otro seguía: “Ah,
me olvidaba... Ayer se fueron sin pagar. Y tengo que sacar las cuentas para ver
cuánto me deben por todos los destrozos que causaron, animales”. Me molestaron
un poco las formas. Pero en el fondo, debo reconocerlo, algo de razón tenía...
Por eso no lo atendí ni lo mandé a la puta que lo recontraparió...
Sin embargo, el sábado, cuando pasé con
Manuel y Fidelito para saldar las deudas, Oscar me dijo que Ezequiel lo había
pensado mejor y había cambiado de opinión. Que éramos clientes de toda la vida,
que Ramón no se lo perdonaría desde el cielo y le ordenó que nos dijera que, si
queríamos, podíamos volver a jugar en el Pacaembú... Siempre y cuando le
prometiéramos que nunca más armaríamos semejante escándalo. Parecía extraña
tanta amabilidad viniendo de Ezequiel, que sólo pisaba el “local” para buscar
la recaudación, que nunca saludaba a nadie a pesar de que todos los conocíamos
de pibito. Era un chetito malcriado. Nada que ver con Ramón que era puro
barrio. Ezequiel se había llevado toda la genética de la muy conchuda de
Silvina, su mamá.
La cuestión es que cuando Ramón se murió, el año pasado, le dejó las canchitas
al pibe. Pensábamos que las iba a cerrar y que iba a dejar a Oscar sin trabajo
y a nosotros sin nuestro lugar sagrado de los jueves. Estuvimos muy
preocupados. Pero Pacaembú CBF es una mina de oro. Y al pibe le gusta más la
guita que las minas. Pensándolo bien, entre nosotros, al pibe nunca lo vi con
una mina. Tampoco le gusta demasiado el fútbol. No me extrañaría que sea un
poco trolo...
Antes de morirse, Ramón había invertido
bocha de dinero en el viejo Pacaembú: las canchas de tierra pasaron a ser de
alfombras de caucho de última generación, transformó el quincho que estaba
repleto de recuerdos y secretos, el del tablón con caballetes, en un buffet que
merece ganarse como mínimo una estrella Michelin... Te lo resumo con un dato:
la Brahma y la Palermo casi siempre tibionas pasaron a ser Stella Artois y
Heineken frappé. Y las empanadas tipo canastita que hace la nieta de Oscar son
una cosa de locos que superan ampliamente los siempre bien venerados pebetes
que transpiraban grasa debajo de la campana de vidrio. Otro detalle de luxe: el
agua caliente, después de décadas, llegó a los vestuarios, que ahora hasta
tienen espejos y lockers. Parece, y no es joda, el vestuario de la cancha del
Barcelona.
El pobre Ramón puso la guita, pero no lo
pudo disfrutar. Increíblemente, le agarró un infarto el día anterior a la
inauguración. El corazón no resistió tanta ansiedad, a tanto entusiasmo por ver
concluido un proyecto que siempre había soñado. Tampoco resistió a la pendejita
que se estaba comiendo. Un año antes se había separado de Silvina y estaba
reconstruyendo su vida con una pibita del estudio. Pibita... Más que pibita,
era una bestia la morocha. Dicen que se había tomado la pastillita azul antes
de meterse en la catrera. Y, pumba. No la contó más. Ezequiel heredó el negocio
y no para de levantarla en pala. Ojo, ya que estoy hablando de pala... Para mí,
además de un poco trolo, el pendejo tiene pinta de falopero. Pero no se lo
digan a nadie. Tal vez es un prejuicio mío porque pienso que ligó todos los
genes de la conchuda de Silvina, que desde que la conozco vive empastillada.
Por suerte sigue estando Oscar. El viejo es
Matusalén: tiene, como mínimo, 90 años. Es más, es viejo desde que tengo
memoria. Sus amigos le dicen el Gallego. Nosotros le decimos Oscar, a secas,
sin don ni ningún otro título nobiliario. Vino de España de “chiquitu” y jamás
perdió el acento de su Pontevedra natal. Habla todo “cerradu”. A veces no se le
entiende un “caraju”. Sobre todo, a medida que fue perdiendo el comedor y se
transformó en “bidente”. Con be larga, eh, nada que ver con los adivinos...
Oscar se había jubilado por una
discapacidad que nunca supimos bien cuál era porque al viejo, salvo la cuestión
dental que disimulaba con su frondoso bigote, se lo veía entero. A partir de
entonces se encargó de administrar el campito en el que cuando éramos chicos
jugábamos todos los días de la semana, de domingo a domingo. Siempre estaba
ahí. Los pibes del barrio, los mismos que aquel jueves casi causamos una
tragedia, nos juntábamos todas las tardes ahí hasta que nuestros hermanos
mayores nos sacaban a las patadas. Y después venían los viejos, nuestros
viejos, y los sacaban a ellos a patadas. Así, democráticamente, se repartían
los turnos del baldío: matiné, vespertino y trasnoche. Todo con la venia de
Oscar, obvio...
Con el paso del tiempo, el campito se
recicló en un complejo de canchas de fútbol. Todo gracias a Ramón, que apenas
ganó sus primeros juicios como exitoso abogado, antes incluso de comprarse su
propia casa y de irse de lo de sus viejos, se transformó en el propietario del
baldío luego de una serie de arreglos con la Municipalidad. Lo alambró, dividió
la cancha de once, que en realidad era de nueve, como la de Piraña, en tres
canchitas de papi, pero de tierra y conchilla. También armó una casita al fondo
para que allí viviera Oscar. Así fue como Ramón, que era muy amigo de mi
hermano, se transformó en el dueño de Pacaembú CBF. Se llamaba Pacaembú por la
admiración de Ramón por Sócrates, Corinthians y toda esa historia de la
Democracia Corinthiana. Durante mucho tiempo creímos que CBF era por la Confederación
Brasileña de Fútbol, pero en realidad fue una casualidad. CBF eran las siglas
de Complejo Barrial de Fútbol.
La idea de Ramón era tener una cancha para
sus amigos y para los amigos de sus amigos. Pero tuvo tanta visión, por no
decir tanto culo, que a los pocos años se produjo una explosión inmobiliaria en
el barrio y casi todas las casitas bajas y chalets se transformaron en torres
de 20 pisos mínimo. Lo que para la mayoría de los viejos vecinos era una mierda
porque el barrio perdía su identidad, para Ramón se convirtió en un negoción.
De tener, como mucho, 20 potenciales clientes, las canchitas pasaron a tener
400. O más. Y el Pacaembú se fue para arriba. Está siempre lleno. Eso sí, por
más que venga un jeque de Arabia Saudita, nosotros nunca perdimos nuestro turno
de los jueves a las 10 de la noche. Ni siquiera después del escándalo de aquel
jueves.
Pero volvamos a ese maldito jueves negro.
Como les decía, era el jueves posterior a mi cumpleaños de 40 años. Estábamos
casi todos los “titulares” o “fijos”: Manuel, Fidel, Fidelito, Felipe, Matías,
Pancho, Minucho, Francisco y yo. Sólo faltó el Bepi, que puso una excusa muy
poco creíble para pegar el faltazo... Por eso, por su condición de miembro
fundacional, el Tano se ganó un lugar entre los diez que salimos a la cancha. A
cinco minutos de empezar, Pancho avisó que había pinchado una goma del auto,
que iba a llegar tarde. Por eso, para no quedar rengos como el auto de Pancho,
Peluche completó la decena. Y, como se trataba del festejo de mi cumpleaños, habían
venido Néstor, el Tanito (no el hijo ni el hermano, pero se parecen un montón),
Roma, el Negro, el Uruguayo, Gastón, Pucho, Lito, Darío, Chaleco, Nico, el
Coya, Miguel, Martino, Corcho y el otro amigo de Martino que nunca me acuerdo
cómo carajo se llama. Ellos ya sabían que iban a mirar de afuera. La idea
inicial, a pesar de que al otro día era viernes y casi todos teníamos que
trabajar, era muy sencilla: jugar y después clavarse la picada y la choriceada
entre birra y birra. Yo me hacía cargo del morfi. Y la bebida la costeábamos
entre todos. Pero la mano, ese jueves, venía cambiada.
No habían pasado cinco minutos y a Peluche
le tiró cuando quiso pegarle al arco después de gambetearme a mí, que había
arrancado en el arco y, como casi siempre, ofrecí poca resistencia para salir a
jugar lo antes posible. Como había tanta gente afuera, algo que no sucede casi
nunca, Peluche pidió el cambio sin vacilar. Para mí, Peluche quería tomarse una
cerveza. En realidad, quería tomarse otra cerveza. Es que había llegado muy
temprano y, pensando que no jugaba, ya estaba entonado, casi en pedo... A
Peluche, que en realidad se llama Javier, le decimos Peluche por obvias
razones. El tipo es un oso, tiene pelos por todos lados, hasta en la frente.
Así, casi sin probar esa pierna fea y peluda que tiene para ver si podía
seguir, Peluche aprovechó la volada y le dejó su lugar a Martino, que era el
único que estaba en jogging de los que estaba afuera, del otro lado del
alambrado, tomándose una birra para pasar el rato.
Martino es una de las recientes
adquisiciones del plantel rotativo de los jueves. Es amigo del Tano y empezó a
venir para cubrir huecos hasta que quedó como alternativa. No es “titular o
fijo”, pero ya está en el estadío anterior que es “casi fijo”, la misma condición
que ostentaba el Tano, que fue “titular” durante mucho tiempo hasta que perdió
el lugar cuando se fue a vivir a Bariloche. Entonces, heredó la titularidad
Minucho, condición que no perdió a pesar de que el Tano, a los cinco años, más
o menos, regresó de Bariloche y, sin vacilar, volvió a estar disponible para el
partido de los jueves. Lo mismo ocurre con Corcho, el amigo de Martino, y con
Roma, que no son titulares, pero son casi fijos pese a que vienen a jugar mucho
más seguido que Francisco y Pancho. Incluso vienen más que el propio Minucho,
que sólo perderá su condición de titular si se muda lejos o no viene por más de
un año como hizo alguna vez el Tano. Parece complicado, pero lo importante es
que nosotros entendemos nuestras reglas.
Lo concreto es que Martino, que se parece
mucho al ahora DT de la Selección y por eso le decimos Martino pese a que en
realidad se llama Miguel, entró a jugar. Y lo primero que hizo fue tirarle un
caño a Felipe, como los que solía tirar el verdadero Martino cuando era jugador.
Para completar la escena, para entenderla, hay que contar una intimidad: Felipe
no se lo banca demasiado a Martino. No hay nada personal porque en realidad el
problema de Felipe es con el Tano. Y como no se lo banca al Tano, tampoco se lo
banca a Martino por el simple hecho de ser amigo del Tano. El problema de
fondo, más allá de que uno es peronista y el otro medio trosko, es que el Tano,
cuando volvió de Bariloche, se casó con Laurita, la novia de la infancia de
Felipe y también prima de Silvina, la ex del finado Ramón. Y Felipe nunca pudo
superarlo ni se lo perdonó. Ni al Tano ni a los amigos del Tano, a quienes
además acusaba de “infiltrarse y contaminar con gente extraña” a la banda de
los jueves. Sin embargo, la tirantez personal nunca salió a relucir en los
partidos de los jueves. Hasta ese jueves, claro.
Al caño inicial de Martino lo siguió otro
caño riquelmeano, acompañado por un socarrón “ole, burro” que escuchamos todos.
Parecía un chiste. Nada más. Pero no. Así fue cómo se armó la gorda. En la
jugada siguiente, Felipe, sacado, le tiró un terrible patadón a Martino, que se
levantó, lo pecheó y lo empujó. Intentamos separarlos. Yo agarré a Felipe y
Manu se puso delante de Martino. Pero Felipe estaba desencajado, se soltó y,
lejos de quedarse en el molde, le acertó un trompazo a la nariz de Martino.
Tuvo tanta mala suerte Martino que, al
perder la vertical, cayó dentro del arco y pegó con la nunca contra el caño de
atrás, el de la base. De repente, con la cara llena de sangre, empezó a convulsionar.
Francisco, a los gritos, le pidió a Oscar que llamara a una ambulancia.
Mientras tanto, sin perder tiempo, Fidel, que era médico, lo empezó a asistir.
Las convulsiones se frenaron de golpe y todos creímos que Martino se había ido
del otro lado... Pero a los cinco segundos, los cinco segundos más largos de mi
vida, Martino abrió los ojos. Lo primero que hizo fue buscar con la mirada a
Felipe. Cuando lo encontró, lo enfocó y le tiró: “Estás muerto, chabón”. Y
luego se desvaneció.
Al toque llegó la primera de las
ambulancias. Se lo llevaron a Martino, que se fue acompañado por Fidel y por el
otro amigo que nunca me acuerdo cómo se llama. Y nosotros, el resto, nos
quedamos en Pacaembú. Ya sin ganas de jugar ni de comer picada o choripanes.
Había sangre de Martino por todos lados. Felipe, arrepentido por el brote de
furia que lo cegó, no sabía dónde meterse. Me acuerdo que me pedía el número de
Martino para mandarle un mensaje. Pero lo peor de todo es que lo peor todavía
no había pasado.
En el medio de todo el despelote, Corcho
había desaparecido. Todos pensamos que se había ido detrás de la ambulancia.
Pero no. Mientras nos terminábamos de cambiar y otros apuraban las cervezas que
habían pedido antes del incidente, Corcho, de quien nadie sabía el nombre real,
apareció de la nada con dos vagos enormes. Encararon derecho hacia Felipe y le
empezaron a dar una paliza soberana. Yo me abalancé encima de uno, me le colgué
del cogote, y me sacó como si fuera un mosquito. Lo mismo pasó con Peluche y
con el Tano, hasta que Roma y el Tanito les partieron un par de botellas en la
cabeza a los dos amigotes de Corcho. Piña va, piña viene, cinturonazos,
botellazos, sillazos y todos los “azos” que pueden imaginar pasaron en esos
diez minutos que duraron, para mi (dis)gusto, más que la Guerra de los 100
años. Se pudrió todo.
Cuando nos quisimos acordar, en el medio de
todo el quilombo que se desató por la batalla campal, ya había caído la
Policía. De hecho, sin darme cuenta, le tiré una trompada a uno de los canas,
lo que motivó que terminara esposado y fuera sin escalas a la comisaría. La
misma mala suerte corrió Roma, a quien engancharon justo cuando le estaba
partiendo la enésima botella en la cabeza a uno de los amigotes de Corcho, que
estaban más duros que las Rocallosas. Los dos ursos esos, que tiempo después
nos enteramos que eran de la barra de Los Andes, también terminaron con
nosotros en la comisaría. De hecho, pasaron un par de días adentro porque
tenían antecedentes para todos los gustos. El resto, no sé por qué, zafó... A
nosotros nos sacó el Tano, que era abogado y conocía al comisario. Si no
hubiésemos pasado, como mínimo, toda la noche en el calabozo. El Corcho también
cayó en la comisaría. No sabía dónde meterse porque se había dado cuenta de que
la había cagado cuando fue a buscar a los dos barrabravas. A él también lo sacó
el Tano.
Felipe, por calentón, se llevó la peor
parte. Los dos monos le dieron una paliza para que no se olvidara nunca jamás y también se fue del Pacaembú CBF en ambulancia.
Lo bueno es que terminó compartiendo la habitación con Martino. Y ahí, luego de
pasar las 24 horas de observación juntos, los dos con conmoción cerebral y
heridas leves, limaron las diferencias.
Para el que tardó mucho más en terminar la
noche, a pesar de que ya era de día, fue para el Tano. Llegó a su casa cuando
ya el sol pegaba sin disimulo, después de sacarnos a nosotros de la comisaría y
de darse una vuelta por la clínica para ver cómo estaban Felipe y Martino. El
tipo era nuestro Petrocelli, nuestro héroe. Llegó a su casa a eso de las nueve
y media de la mañana, todavía en pantalones cortos, con los botines puestos y
con las canilleras debajo de las medias. Laurita, la ex de Felipe, prima de
Silvina, le hizo una escena cargada de reproches. El tipo se cegó como Felipe
con Martino. Y casi que no lo pensó. En su lógica, después de una noche de
mierda, llegó a la conclusión de que todo lo que pasó en Pacaembú había sido
culpa de su mujer. Le pidió el divorcio y al poco tiempo se divorciaron.
El jueves siguiente, después de ponernos al
día con todas las cuentas que nos pasó Ezequiel y de pedirle perdón a Oscar por
el quilombo que le habíamos dejado, volvimos a jugar al fútbol. Lo bueno de
todo esto es que el Tano y Felipe se reconciliaron después de varios años de
guerra fría por culpa de Laurita, ahora ex de Felipe y del Tano. Martino, que
no tuvo secuelas del trompazo y del golpazo, aceptó el ofrecimiento de
disculpas de Felipe, que tampoco tuvo secuelas de la paliza que le dieron los
dos monos de la barra de Los Andes. Felipe también aceptó las disculpas que le
ofreció Corcho por haber traído a los dos roperos esos, que algunos meses
después terminaron sumándose al staff de “casi fijos” para los partidos de los
jueves. Lo mejor de todo fue que ese jueves y todos los jueves siguientes,
entre cerveza y cerveza, nos cagamos de risa del jueves de mierda que había
sido el jueves negro en el Pacaembú CBF.