22/12/15

La vida suelta de Ernesto XXIII (...)

La habitación en la casa-taller del Gordo Salvador era chiquita. En menos de cuatro metros cuadrados y sobre un frío piso de cemento alisado, además de Ernesto, entraban una vieja cama de resortes de una plaza y media, una bibloteca pequeña que hacía las veces de mesita de luz y un televisor algo destartalado de 14 pulgadas que colgaba a media altura sobre el pie de la cama. No era una pieza de servicio ni un cuarto de huéspedes. Se trataba de la habitación del Gordo Salvador, que apuró la inminente decisión de irse a vivir con Silvina, Lola y Mechi para hacerle lugar a su viejo amigo.

La habitación estaba al final de ese ambiente enorme que funcionaba como taller. Junto a la pieza, casi en suite (es una forma de decir, claro), estaba el pequeño baño, con todo lo necesario para vivir: inodoro, bidet, ducha y lavatorio. La limpieza casi obsesiva del baño, cuya pulcritud parecía extraida de un hotel cinco estrellas, contrastaba con el olor a herramientas oxidadas y a grasa que predominaba en la casa-taller de Salvador.

Ese aroma a galpón, sin embargo, le traía excelentes recuerdos a Ernesto, que a través de su capacidad olfativa viajó mágicamente en el tiempo hasta llegar al viejo taller de su abuelo Ricardo, donde pasó muchas de las mejores tardes de su infancia. Es que Ricardo, el padre de su mamá, lo llevaba dos o tres veces por semana al taller. Es más, casi siempre iba con Salvador, que nunca tenía con quien quedarse por la tarde, tras ir juntos a la escuela, y fue quien heredó toda la sabiduría mecánica del viejo.

A Ernesto, en cambio, no le interesaba demasiado el arte de reparar autos. Sin embargo, allí se encandilaba con las anécdotas de Pérez y de González, los dos eternos empleados de su abuelo. Pérez era alto, muy alto, y se distinguía por su cabellera azabache que gracias a la tintura de la época se mantenía artificialmente inalterable. González, en cambio, era un alfeñique, todo desgarbado. Lo que más le llamaba la atención a Ernesto eran sus manos que decididamente no correspondían con su cuerpo: eran enormes y hasta el meñique parecía tener desarrollada la musculatura. Pérez y González tenían más historias que la biblia. Y el pequeño Ernesto se deslumbraba cuando los escuchaba hablar de minas y de burros mientras invertía litros y litros de agua caliente para cebarles interminables tandas de mates amargos. Con Pérez y González, a escondidas de Ricardo, Ernesto le dio sus primeras pitadas a un cigarrillo. Era un 43/70 de los que González fumaba casi sin parar. Fue, sin dudas, el germen de su adicción por los Parisiennes.

Acostumbrado a la escenografía, a Ernesto no le importó demasiado el desorden ni el chatarrerío. Después de aceptar la propuesta del Gordo y de convertirse en su empleado, al menos hasta conseguir algún otro trabajo, decidió festejar su nueva vida con una siesta. No tardó demasiado en quedarse totalmente dormido. No tardó demasiado en soñar con una nueva vida.

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