Tirarla afuera. En la vida, a veces, es una estrategia para evitar problemas. También sirve para esquivar futuras complicaciones en aquellas noches lejanas de desenfreno que prometen diversión y dejan resaca de todo tipo. En el rugby se celebra. En el fútbol muchas veces se condena. En otras, se festeja como un gol. Depende de la escuela. Depende del paladar. Pero en el tenis —porque de tenis se habla acá— no hay lugar para el debate. Tirarla afuera sin presión del rival es todo lo que está mal.
Se jugaron 16 games bajo la sombra imponente del estadio de Racing, en una cancha desprolija, llena de pozos y con flejes caprichosamente traicioneros. Las pelotas gastadas parecían peluches tristes. Rogaban dejar de ser maltratadas por los encordados y convertirse en el juguete preferido de un cachorro con dientes de leche. Pero no hay excusas: eran las mismas bolas y el mismo potrero de polvo de ladrillo para todos.
Del otro lado, los rivales hicieron lo único que había que hacer: pasarla. Una y otra vez. Por encima de la red, dentro de los límites. Sin misterios. Sin velocidad excesiva. Sin efectos mágicos. Pura regularidad. Un mérito enorme.
De este lado, uno de los dos jugadores ajustó la mira rápido y aguantó como pudo. Pero no alcanzó. Porque a su lado tenía un lastre. Un compañero empecinado en hacer todo mal. Que se autoproclamó rey del error no forzado. Y que, fiel a su título nobiliario, se dedicó a tirarla afuera.
No fue culpa de la noche. Ni de la cancha. En más de una hora de juego, el tipo nunca corrigió lo que debía corregir. Perdón: lo que ya sabía que tenía que corregir después de los primeros errores. De los no menos de 50 golpes que ensayó mientras la noche le ganaba al día, al menos 30 terminaron siendo puntos para los rivales. Una catástrofe deportiva. No era tan difícil. Solo había que resetear, respirar y empezar a meter. Así de simple. Pero la solución y la paciencia nunca llegaron. El partido se fue demasiado rápido. Seis dos y seis dos. Y chau.
Está claro que los verdaderos problemas están en otro lado. Lejos de las canchas de tenis. Sin embargo, la pesadilla siguió. Porque el hombre pasó una noche difícil, atormentado por una imagen en loop que se repetía miles de veces mientras dormía. La pelota llegaba, él ejecutaba el movimiento perfecto y la bola volaba para caer, una y otra vez, en un pantano repleto de alimañas. Se despertó exaltado a las cuatro y media de la madrugada. Sudoroso. Con ganas de encender un fuego y usar sus raquetas como combustible. Por suerte, el impulso no se convirtió en acción.
Mientras tomaba un vaso de agua fresca y trataba de olvidar la pesadilla, entendió que todo forma parte de un proceso. Que el golpe tiene que servir para aprender. Que la próxima vez no importará ganar o perder. Lo importante será concentrarse en una sola cosa. Todo valdrá. Menos tirarla afuera.
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