8/6/15

Notimáyique (...)

Hace 25 años, el 8 de junio fue viernes. Y no fue cualquier otro viernes. Fue el viernes en que arrancaba el Mundial de Italia ‘90, el Mundial que siguió al de México ’86, ese que marcó a fuego las vidas de aquellos que por edad no pudimos disfrutar de Argentina ’78, más allá de que en aquellos tiempos de botas y picanas, en realidad, no hubo demasiado para disfrutar.

Pero volvamos a ese viernes 8 de junio de 1990. Comienzos del menemato con la promesa de revolución productiva ya incumplida y el tsunami privatizador en marcha. El equipo de Bilardo jugaba horrible, pero con Maradona, se sabía, todo era posible. Y la ilusión era gigante. Se venía Argentina-Camerún, el partido inaugural, y en el colegio, el ENAM de Banfield, nos dejaron salir después del segundo recreo para que pudiéramos llegar con tiempo a nuestras casas para ver la fiesta de apertura y el partido.

Nosotros éramos adolescentes de 14 y 15 años. En plena pubertad, con las hormonas y los pornocos a full y, sobre todo, unos pavos etáreos importantísimos.
“Volveremos, volveremos; volveremos otra vez; volveremos a ser campeones, como en el ‘86”, cantábamos mientras nuestra preceptora intentaba sin demasiado éxito ordenarnos para la salida.

Estábamos, no me acuerdo por qué, en una pequeña aula enfrente de la que era nuestra aula habitual. Cantábamos y saltábamos como si estuviésemos en la tribuna del Giuseppe Meazza de Milán. Hacíamos pogo, nos empujábamos, volaban manos de un lado a otro. La preceptora se desesperaba. Nosotros no parábamos...

Hasta que pasó lo que pasó.

Empujé a uno de mis compañeros contra una pared y a otro contra la puerta. Nada personal. Eran los que estaban a mi lado... El flaco de la izquierda, Tucho, que por entonces no me quería demasiado porque yo era un gordito gil, se clavó el picaporte de la puerta en la cintura y reaccionó con algo de razón, aunque en forma desmedida. Me merecía un empujón. O un coscorrón. Pero no. Decidió tirarme una patada artera por la espalda. Adiviné su intención porque lo vi con el rabillo del ojo e intenté hacerme el Chuck Norris y frenar el ataque. Pero los reflejos no me acompañaron y en vez de recibir una patada, una más de las que solíamos intercambiar a granel entre los compañeros en aquellos tiempos en los que el bullying no era bullying sino cargadas crueles pero inocentes, terminé con tres dedos de la mano izquierda, el índice, el mayor y el anular, hechos un acordeón.
No me acuerdo demasiado lo que pasó entre la factura y el momento en que llegué a casa. Debo haber llorado porque me dolió un montón. Debo haber puteado al flaco. Sí me acuerdo de que me tomé los dedos con la mano derecha y los intenté acomodar. Sentí otro crac. Pero no me acuerdo mucho más. La verdad no sé si la preceptora se enteró de la situación. Debo preguntarle a los testigos.

Ya en casa, mi vieja se espantó con toda la secuencia y me llevó a la guardia del Policlinico de Lomas. Le pedí/rogué que esperara, que me dolía pero no tanto, que empezaba el Mundial y que quería ver la fiesta inaugural y Argentina-Camerún. No hubo caso. Me llevó de los pelos a la clínica. No había médicos ni enfermeros a la vista. Obvio, estaban todos mirando la tele en alguna habitación. El tiempo pasaba y yo me desesperaba. Apareció un traumatólogo y me mandó a hacer una placa. Otra vez tuve que esperar una enormidad hasta que el radiólogo, con velocidad ultrasónica, hizo su trabajo. La imagen era nítida: los tres dedos en cuestión estaban completamente rotos. Sin embargo, cuando regresé a la guardia, el médico miró la radiografía y aseguró que esa mano, que estaba toda hinchada y morcillosa, estaba bien. Que sólo era un golpe fuerte. Prescribió un poco de hielo y baños de agua y sal hasta que la mano se desinflamara. Mala praxis de acá a Yaoundé.

Volví a casa y el partido ya había empezado. Creo que prendimos la tele y al toque me di cuenta de que la mano, justo la mano, venía cambiada.Vi todo el segundo tiempo con los dedos sumergidos en una palangana llena de agua tibia y sal gruesa. Fue cuando entró Caniggia y los cameruneses lo cagaron a patadas, cuando François Omam-Biyik la mandó a guardar de cabeza, sacándole un metro y medio a Boquita Sensini en el salto y aprovechando la ayuda inestimable de los escasos reflejos de Nery Pumpido. No hubo manera de torcer ese 1-0. Y los dedos estaban cada vez más hinchados. Cada vez peor.

Terminó el partido y volví al Policlínico. El traumatólogo, otro, miró la placa y sin dudar levantó el teléfono. “Enfermera, hay que enyesar”, ordenó. Yeso hasta el codo, con el pulgar afuera por tres o cuatro semanas. El lunes, el 11 de junio, fui a la escuela con mi viejo, a quien le había contado la historia que desencadenó en la triple fractura. Fue a pedir amonestaciones para Tucho... Y para mí. Le dieron el gusto. Si ya me quería poco porque era un gordito gil, a partir de entonces me quiso mucho menos. Cosas de chicos. Ahora pienso que debería haber dicho que me había caído y listo. Pero no... Como Diego, me equivoqué y pagué.

Tuve el yeso hasta el viernes anterior a la final contra Alemania. Estoy convencido de que si no me lo sacaban salíamos campeones del mundo. Entre el bidón de Branco, el tobillo de Diego, las corridas de Cani, las atajadas de Goyco, la patada de Monzón a Klinsmann, la roja al Galgo Dezotti, el penal de Codesal, el antifútbol del Doctor. Cosas que pasaron hace 25 años, en el Mundial de la “notti magiche”, en el Mundial más inolvidable de todos los que éramos adolescentes. El Mundial de la mano enyesada. "Forse non sara una canzone..."

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